LA LEYENDA DE LA
CALCULADORA QUE LUCHÓ CONTRA EL DRAGÓN
STANISLAW LEM
El rey Poliandro Partobonio,
señor de Ciberia, era un gran guerrero. Experto en los más modernos métodos
estratégicos, nada le interesaba tanto como la cibernética aplicada a la
guerra. Su reino estaba plagado de una multitud de máquinas pensadoras, pues
Poliandro las instalaba en todos los lugares donde podía, y no sólo en los
observatorios astronómicos y los colegios y escuelas, sino que mandó convertir
los mojones de las carreteras en aparatos eléctricos, cuyos altavoces advertían
a los transeúntes para que no tropezasen con ellos; también los había en los
muros y los postes, en los árboles y columnas, para que el caminante pudiera
siempre preguntar la dirección correcta. Colgó máquinas de las nubes para que
anunciaran la lluvia de antemano; las distribuyó por los montes y los valles;
en una palabra, no había lugar en todo el reino de Ciberia donde no existiera
una de aquellas eficientes máquinas.
El rey no sólo mandó perfeccionar
a base de la cibernética todo lo que ya existía, sino que difundió por todas
partes magníficos aparatos.
Fabricaron cibercangrejos y
ciberavispas bordoneantes e incluso cibermoscas que atrapaban mecánicamente a
las arañas, que proliferaban terriblemente en el reino. Por todo el planeta
podía escucharse a los cibergansos y cibergallos, cantaban los cibergrillos y
los ciberpájaros, y además de todos estos mecanismos civiles y pacíficos
pululaban en toda la superficie de Ciberia dos veces más ingenios militares, ya
que el rey Poliandro Partobonio era un famoso guerrero.
Poseía en sus palacios
subterráneos una infinidad de máquinas, entre las cuales figuraba una
calculadora estratégica, que era de lo más valiente y arrojada. Tenía asimismo
una infinidad de robots más pequeños, sin contar una división de
ciberametralladoras, una formación de cibertanques enormes y un enjambre de
armas de todo tipo, así como una clase de polvos sumamente mortíferos.
Pero el rey Partobón estaba muy
triste al no tener con quién combatir, ya que ningún enemigo, por valiente o
cruel que fuera, se atrevía a invadir su reino, pues temían enfrentarse con sus
poderosísimas fuerzas y su invencible estrategia respaldada por aquellas
ciberarmas famosas en todo el cosmos.
Al carecer de enemigos e
invasores verdaderos, el rey Poliandro ordenó a sus ingenieros que le
fabricaran unos ejércitos enemigos artificiales, para poder luchar contra ellos
y batirlos. Y así tuvieron lugar las batallas más encarnizadas, que muy pronto asolaron
todo el reino de Ciberia. Los súbditos comenzaron a murmurar al ver que una
masa de ciberenemigos devastaba sus cosechas y sus casas con sus
ciberlanzallamas; y la gente llegó a expresar abiertamente su descontento
cuando el rey, en su furia perseguidora de las huestes invasoras, empezó a
arrasar cuanto se interponía en su victorioso camino. Aquellos súbditos
desagradecidos protestaban aunque todo aquello se hiciera por su liberación.
Pero el rey Poliandro ya estaba
aburrido de guerrear artificialmente en su propio planeta y soñaba con salir de
su reino y combatir y avanzar victoriosamente en todo el cosmos. El planeta
Ciberia tenía una gran luna totalmente desierta y salvaje. El rey Poliandro
cargó de impuestos a sus súbditos para reunir los fondos necesarios para crear
en dicho satélite un poderoso ejército y con él guerrear nuevamente.
La población de Ciberia pagó los
impuestos de buen grado pensando que su rey ya no se ensañaría con sus
cibercañones y sus contingentes de ciberguerreros en sus haciendas y sus vidas.
De manera que los ingenieros del reino construyeron en el satélite una
extraordinaria máquina calculadora, que a su vez debía crear toda clase de
ejércitos y armas automáticas. Y el rey Poliandro comenzó a probar una y otra
vez la capacidad de su nueva máquina: le ordenó telegráficamente que realizara
un electrosalto, pues sentía gran curiosidad por saber si cuanto sus ingenieros
le habían dicho era cierto y si aquella máquina podía hacer cualquier cosa (si
lo sabe hacer todo —pensó el rey—, pues que salte), y bastaron tres telegramas
para que lo hiciera, realizando luego cualquier maniobra que se le ordenase.
Finalmente, el rey ordenó a la máquina que creara un electrodragón, y así lo
hizo.
El rey estaba dirigiendo por
entonces una nueva campaña para liberar una de las provincias de su reino
conquistada por los cibergranaderos y se olvidó totalmente de la orden
impartida a la calculadora lunar, cuando desde el satélite comenzaron a caer
sobre el reino de Ciberia unas rocas gigantescas. El rey se quedó asombrado al
ver que una de aquellas rocas, al caer sobre una de las alas de su palacio, le
había aplastado toda una serie de enanos a reacción, y, lleno de ira,
telegrafió inmediatamente a la máquina lunar preguntándole cómo se atrevía a
hacer tales barbaridades. Pero la máquina se quedó muda, pues ya había dejado
de existir al tragársela el dragón que ella misma había creado, y ahora sólo le
servía de rabo al desagradecido ciberdragón.
Entonces el rey Poliandro mandó
al satélite una expedición armada, encabezada por una nueva calculadora, muy
valiente, para que aniquilase al dragón; pero apenas tuvo tiempo de acercársele
y entablar combate, pues quedó destrozada con sólo unas dentelladas del
monstruo, y con ella toda la expedición militar; evidentemente, el
electrodragón tenía las más negras intenciones con respecto al reino de Ciberia
y su rey.
Ante el fracaso de la primera
expedición, Poliandro mandó al satélite a sus mejores cibergenerales,
capitaneados por un cibernetísimo, pero tampoco éste tuvo suerte, salvo que la
batalla duró un poco más bajo la mirada asombrada del rey, que con sus gemelos
de largo alcance asistía a ella desde la terraza de su palacio.
El dragón seguía creciendo y la
luna le quedaba más pequeña, ya que el monstruo se la iba comiendo a pedazos,
con lo que el cuerpo se agigantaba. Al percatarse el rey Poliandro y sus
súbditos que las cosas empeoraban, puesto que tan pronto como acabara de
tragarse el satélite el monstruo se lanzaría contra ellos y su planeta, todos
empezaron a temblar y no sabían qué hacer: si malo era mandar a combatir a las
máquinas, peor sería lanzarse uno mismo contra la gigantesca bestia, pues
equivaldría a ir a una muerte segura y sin gloria.
Todos en Ciberia estaban
perplejos y desorientados, cuando una noche oscura el rey oyó que el telégrafo
que tenía en su habitación empezaba a traquetear en medio del silencio. El
aparato real estaba hecho de oro y brillantes y conectado con la luna; el rey
se levantó de la cama y corrió hacia el telégrafo, que seguía emitiendo su
mensaje: tac, tac-tac, tac-tac… Poliandro descifró el siguiente mensaje: «El
electrodragón telegrafía que Poliandro Partobonio debe marcharse y cederle su
trono.»
El rey se enfureció
terriblemente, y tal como estaba, en camisón y zapatillas, fue corriendo,
escaleras abajo, hacia los sótanos del palacio, donde estaba su máquina
estratégica, muy vieja y muy inteligente. No le había pedido consejo hasta
entonces, porque antes del surgimiento del electrodragón lunar había discutido
con ella sobre cierta operación militar; pero esta vez al rey le iban las cosas
muy mal y quería salvar el trono y la vida a toda costa.
Conectó la vieja máquina y apenas
empezaba a calentarse cuando le suplicó:
—Calculadora mía, querida
calculadora, estoy en un terrible apuro: el electrodragón me quiere quitar el
trono y echarme del reino. ¡Sálvame y dime qué debo hacer para vencerlo!
—De acuerdo —dijo la vieja
calculadora—, pero antes has de reconocer que yo tenía razón acerca de aquel
asunto y además exijo que me concedas el título de Gran Atamán Calculador, con
lo que habrás de dirigirte a mí como Su Excelencia Ferromagnética.
—Bien, bien, te nombro Gran
Atamán y todo lo que quieras, pero sálvame…
La vieja máquina emitió unos
sonidos, silbó, se estremeció y dijo:
—La cosa es muy sencilla. Es
preciso construir un electrodragón más poderoso que el de la luna. El nuestro
derrotará al dragón enemigo, le romperá todos sus huesos eléctricos y así
conseguiremos nuestro objetivo.
—Me parece una magnífica idea
—dijo el rey—. ¿Puedes suministrarme el plano de ese nuevo electrodragón más
poderoso?
—Será un superdragón —dijo la
vieja máquina—. Y no sólo sé hacer el plano, sino que puedo construirlo yo
misma; ahora mismo lo hago, espera un momento.
Y la vieja máquina comenzó a
crecer y a silbar, iluminándose toda y componiendo cosas en su interior, y de
pronto una especie de zarpas enormes, eléctricas y ardientes, le salieron por
los costados, hasta que el rey gritó:
—¡Vieja máquina calculadora,
basta ya!
—¿Cómo te atreves a hablarme de
esa manera? ¡Soy el Gran Atamán Calculador!
—¡Cierto, cierto! —asintió el
rey—. Excelencia Ferromagnética, puesto que el electrodragón que estás creando
ha de derrotar al que está en nuestro satélite y ocupar su puesto, ¿cómo
haremos para echarle a su vez?
—Muy sencillo: fabricaremos otro
dragón aún más poderoso, y luego otro para matar a éste y así sucesivamente
—explicó la vieja máquina calculadora.
—¡Eso no puede ser! Te ordeno que
lo dejes todo como está —dijo el rey—. De ese modo, en la luna habrá unos
dragones cada vez más tremendos cuando yo lo que quiero es que no exista
ninguno.
—Eso es otra cuestión —replicó la
vieja máquina—. ¿Por qué no me lo has dicho de entrada? ¿No ves de qué modo tan
falto de lógica te expresas? Bien, espera un momento.
La vieja calculadora se puso a
silbar y trepidar hasta que por fin dijo:
—Es preciso construir una
antiluna y un antidragón y colocarlos en órbita alrededor de la luna (dentro de
la vieja calculadora algo crujió) y pegar golpes y cantar: «Soy un joven robot,
el agua no temo, pues adonde hay agua yo me zambullo, nada temo, desde la noche
a la mañana, tralalá-tralalá».
—¿Qué estás diciendo? ¿Te has
vuelto loca, vieja máquina? —gritó el rey—. ¿Qué tiene que ver esa canción
sobre el joven robot con la antiluna?
—¿A qué robot te refieres? Ah,
bueno, bueno, me parece que me he despistado; tengo la impresión de que algo se
rompió en mi interior, algo se me debió quemar, seguro… —contestó la vieja
calculadora.
El rey empezó a buscar en el
interior de su vieja máquina hasta que encontró una válvula quemada; la cambió
por una nueva y le volvió a preguntar a la calculadora qué iban a hacer con lo
de la antiluna.
—¿De qué antiluna me estás
hablando? —preguntó la vieja máquina, que ya se había olvidado de lo que
acababa de decir—. No sé nada de esa antiluna… Espera, voy a pensarlo.
La vieja calculadora emitió unos
silbidos, se estremeció y dijo:
—Hay que elaborar una teoría
general para luchar contra los electrodragones, de la cual el dragón lunar será
un caso específico y muy fácil de solucionar.
—De acuerdo, elabora esa teoría
—dijo el monarca.
—Pero antes he de construir
varios electrodragones para experimentar.
—¡De ninguna manera! —gritó el
rey—. El dragón quiere arrebatarme el trono y ¿qué pasará si creas varios?
—Claro, claro, hemos de buscar
otra solución. Vamos a utilizar una variante estratégica mediante el método de
las aproximaciones sucesivas. Telegrafíale al dragón que le cederás el trono a
condición de que efectúe tres operaciones matemáticas muy sencillas…
Poliandro telegrafió al dragón y
éste aceptó la proposición. El rey volvió junto a la vieja calculadora, que
dijo:
—Ahora dile al dragón que efectúe
la primera operación: que se divida por sí mismo.
Así lo hizo el rey. El
electrodragón se dividió por sí mismo, pero como él era la unidad de los
electrodragones quedó un electrodragón y continuó en la luna; de modo que nada
había cambiado.
—¡Vaya idea! —gritó el rey,
corriendo escaleras abajo a tal velocidad que perdió sus zapatillas—. El dragón
se ha dividido por uno y sigue allí como si nada…
—No importa, lo hice adrede; esa
operación era para desviar la atención del dragón lunar. Ahora dile que a ver
si es capaz de sacarse un elemento.
El rey telegrafió a la luna y el
dragón empezó a estirarse y estirarse hasta crujir y jadear y temblar, pero de
pronto lo consiguió y expulsó de sí un elemento. Poliandro regresó junto a la
vieja calculadora.
—El dragón se estiró, crujió y
hasta rechinó, pero extrajo un elemento de sí y sigue amenazándome —gritó el
rey desde el umbral—. ¿Y ahora qué hacemos, vieja máqu…, perdón…, Excelencia
Ferromagnética?
—Se me ocurre una buena idea
—dijo la vieja calculadora—. Ahora dile al dragón que se separe de sí mismo.
Volvió corriendo Poliandro a su
habitación, telegrafió nuevamente y el dragón empezó a reducirse. Primero se
sustrajo la cola, luego las patas, luego el corpachón y finalmente, al ver que
las cosas se ponían feas vaciló, pero ya estaba tan lanzado que se quitó la
cabeza y se quedó en cero, o sea, en nada: ya no existía ningún electrodragón.
—¡Ya no existe el electrodragón!
—exclamó el rey lleno de júbilo escaleras abajo—. Te estoy muy agradecido,
vieja calculadora. Te has ganado un buen descanso y ahora mismo voy a
desconectarte…
—¡Ni pensarlo! —replicó la vieja
máquina—. Yo he cumplido mi misión ¿y ahora quieres desconectarme y ya no me
llamas Excelencia Ferromagnética? ¡Vaya, eso sí que no! Ahora mismo me voy a
transformar en electrodragón, y te echaré del reino, y seguro que reinaré mejor
que tú, pues siempre me pediste consejo sobre los asuntos más importantes y yo
siempre te aconsejé y…
Silbando y crujiendo, la vieja
calculadora empezó a metamorfosearse en electrodragón, y ya sus electrozarpas
salían por los costados, cuando el rey, atónito y jadeante de ira, se quitó una
zapatilla y se puso a romper las válvulas de la calculadora a golpes, hasta que
ésta empezó a chirriar y traquetear ruidosamente, haciéndose un lío con sus
programas, y en lugar de la palabra «electrodragón» le salió la de
«electroalquitrán», y la vieja máquina hipando cada vez más bajo, se convirtió
en una enorme masa negra y reluciente como el carbón, que se fue extendiendo
mientras que de ella salían unas chispas eléctricas y azuladas, y ante el rey
Poliandro, cegado por el resplandor, sólo quedó un gran charco de alquitrán
humeante.
El rey respiró aliviado, se puso
las zapatillas y regresó a su dormitorio. Desde entonces, el rey cambió mucho:
las aventuras que acababa de vivir lo volvieron menos belicoso y durante el
resto de su vida ya no se dedicó más que a la cibernética civil, desentendiéndose
de la militar.