EL RÍO
JULIO CORTÁZAR
Y sí, parece que es así, que te
has ido diciendo no sé qué cosa, que te ibas a tirar al Sena, algo por el
estilo, una de esas frases de plena noche, mezcladas de sábana y boca pastosa,
casi siempre en la oscuridad o con algo de mano o de pie rozando el cuerpo del
que apenas escucha, porque hace tanto que apenas te escucho cuando dices cosas
así, eso viene del otro lado de mis ojos cerrados, del sueño que otra vez me
tira hacia abajo. Entonces está bien, qué me importa si te has ido, si te has
ahogado o todavía andas por los muelles mirando el agua, y además no es cierto
porque estás aquí dormida y respirando entrecortadamente, pero entonces no te
has ido cuando te fuiste en algún momento de la noche antes de que yo me
perdiera en el sueño, porque te habías ido diciendo alguna cosa, que te ibas a
ahogar en el Sena, o sea que has tenido miedo, has renunciado y de golpe estás
ahí casi tocándome, y te mueves ondulando como si algo trabajara suavemente en
tu sueño, como si de verdad soñaras que has salido y que después de todo
llegaste a los muelles y te tiraste al agua. Así una vez más, para dormir
después con la cara empapada de un llanto estúpido, hasta las once de la
mañana, la hora en que traen el diario con las noticias de los que se han
ahogado de veras.
Me das risa, pobre. Tus
determinaciones trágicas, esa manera de andar golpeando las puertas como una
actriz de tournées de provincia, uno se pregunta si realmente crees en tus
amenazas, tus chantajes repugnantes, tus inagotables escenas patéticas untadas
de lágrimas y adjetivos y recuentos. Merecerías a alguien más dotado que yo
para que te diera la réplica, entonces se vería alzarse a la pareja perfecta,
con el hedor exquisito del hombre y la mujer que se destrozan mirándose en los
ojos para asegurarse el aplazamiento más precario, para sobrevivir todavía y
volver a empezar y perseguir inagotablemente su verdad de terreno baldío y
fondo de cacerola. Pero ya ves, escojo el silencio, enciendo un cigarrillo y te
escucho hablar, te escucho quejarte (con razón, pero qué puedo hacerle), o lo
que es todavía mejor me voy quedando dormido, arrullado casi por tus
imprecaciones previsibles, con los ojos entrecerrados mezclo todavía por un
rato las primeras ráfagas de los sueños con tus gestos de camisón rídiculo bajo
la luz de la araña que nos regalaron cuando nos casamos, y creo que al final me
duermo y me llevo, te lo confieso casi con amor, la parte más aprovechable de
tus movimientos y tus denuncias, el sonido restallante que te deforma los
labios lívidos de cólera. Para enriquecer mis propios sueños donde jamás a
nadie se le ocurre ahogarse, puedes creerme.
Pero si es así me pregunto qué
estás haciendo en esta cama que habías decidido abandonar por la otra más vasta
y más huyente. Ahora resulta que duermes, que de cuando en cuando mueves una
pierna que va cambiando el dibujo de la sábana, pareces enojada por alguna
cosa, no demasiado enojada, es como un cansancio amargo, tus labios esbozan una
mueca de desprecio, dejan escapar el aire entrecortadamente, lo recogen a
bocanadas breves, y creo que si no estaría tan exasperado por tus falsas
amenazas admitiría que eres otra vez hermosa, como si el sueño te devolviera un
poco de mi lado donde el deseo es posible y hasta reconciliación o nuevo plazo,
algo menos turbio que este amanecer donde empiezan a rodar los primeros carros
y los gallos abominablemente desnudan su horrenda servidumbre. No sé, ya ni
siquiera tiene sentido preguntar otra vez si en algún momento te habías ido, si
eras tú la que golpeó la puerta al salir en el instante mismo en que yo
resbalaba al olvido, y a lo mejor es por eso que prefiero tocarte, no porque
dude de que estés ahí, probablemente en ningún momento te fuiste del cuarto,
quizá un golpe de viento cerró la puerta, soñé que te habías ido mientras tú,
creyéndome despierto, me gritabas tu amenaza desde los pies de la cama. No es
por eso que te toco, en la penumbra verde del amanecer es casi dulce pasar una
mano por ese hombro que se estremece y me rechaza. La sábana te cubre a medias,
mis manos empiezan a bajar por el terso dibujo de tu garganta, inclinándome
respiro tu aliento que huele a noche y a jarabe, no sé cómo mis brazos te han
enlazado, oigo una queja mientras arqueas la cintura negándote, pero los dos
conocemos demasiado ese juego para creer en él, es preciso que me abandones la
boca que jadea palabras sueltas, de nada sirve que tu cuerpo amodorrado y
vencido luche por evadirse, somos a tal punto una misma cosa en ese enredo de
ovillo donde la lana blanca y la lana negra luchan como arañas en un bocal. De
la sábana que apenas te cubría alcanzo a entrever la ráfaga instantánea que surca
el aire para perderse en la sombra y ahora estamos desnudos, el amanecer nos
envuelve y reconcilia en una sola materia temblorosa, pero te obstinas en
luchar, encogiéndote, lanzando los brazos por sobre mi cabeza, abriendo como en
un relámpago los muslos para volver a cerrar sus tenazas monstruosas que
quisieran separarme de mí mismo. Tengo que dominarte lentamente (y eso, lo
sabes, lo he hecho siempre con una gracia ceremonial), sin hacerte daño voy
doblando los juncos de tus brazos, me ciño a tu placer de manos crispadas, de
ojos enormemente abiertos, ahora tu ritmo al fin se ahonda en movimientos
lentos de muaré, de profundas burbujas ascendiendo hasta mi cara, vagamente
acaricio tu pelo derramado en la almohada, en la penumbra verde miro con
sorpresa mi mano que chorrea, y antes de resbalar a tu lado sé que acaban de
sacarte del agua, demasiado tarde, naturalmente, y que yaces sobre las piedras
del muelle rodeada de zapatos y de voces, desnuda boca arriba con tu pelo
empapado y tus ojos abiertos.