NOS HAN DADO LA
TIERRA
JUAN RULFO
Después de tantas horas de
caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una
raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.
Uno ha creído a veces, en medio
de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar
nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos
secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se
siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si
fuera una esperanza.
Pero el pueblo está todavía muy
allá. Es el viento el que lo acerca.
Hemos venido caminando desde el
amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde. Alguien se asoma al
cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice:
—Son como las cuatro de la tarde.
Ese alguien es Melitón. Junto con
él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro. Yo los cuento: dos adelante,
otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie. Entonces me digo: «Somos
cuatro.» Hace rato, como a eso de las once, éramos veintitantos; pero puñito a
puñito se han ido desperdigando hasta quedar nada más este nudo que somos
nosotros.
Faustino dice:
—Puede que llueva.
Todos levantamos la cara y
miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de nuestras cabezas. Y
pensamos: «Puede que sí.»
No decimos lo que pensamos. Hace
ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar. Se nos acabaron con el
calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta trabajo. Uno
platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y
se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello. Aquí así son
las cosas. Por eso a nadie le da por platicar.
Cae una gota de agua, grande,
gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un
salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las buscamos
con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve. Ahora si se mira el cielo se
ve a la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene
del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y
a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su
sed.
¿Quién diablos haría este llano
tan grande? ¿Para qué sirve, eh?
Hemos vuelto a caminar, nos
habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora volvemos a caminar. Y a mí
se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos andando. Se me ocurre
eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras cosas. Con todo, yo sé que
desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano, lo que se llama
llover.
No, el llano no es cosa que
sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser unos cuantos
huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con las hojas
enroscadas; a no ser eso, no hay nada.
Y por aquí vamos nosotros. Los
cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y traíamos terciada una carabina. Ahora
no traemos ni siquiera la carabina.
Yo siempre he pensado que en eso
de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá resulta peligroso andar armado.
Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora con «la 30» amarrada a las
correas. Pero los caballos son otro asunto. De venir a caballo ya hubiéramos
probado el agua verde del río, y paseado nuestros estómagos por las calles del
pueblo para que se les bajara la comida. Ya lo hubiéramos hecho de tener todos
aquellos caballos que teníamos. Pero también nos quitaron los caballos junto
con la carabina.
Vuelvo hacia todos lados y miro
el llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a uno los ojos al no
encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas lagartijas salen a asomar la
cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten la tatema del sol corren
a esconderse en la sombrita de una piedra. Pero nosotros, cuando tengamos que
trabajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos del sol, eh? Porque a nosotros nos
dieron esta costra de tepetate para que la sembráramos. Nos dijeron:
—Del pueblo para acá es de
ustedes. Nosotros preguntamos:
—¿El Llano?
—Sí, el llano. Todo el Llano
Grande.
Nosotros paramos la jeta para
decir que el llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba junto al río.
Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados casuarinas
y las paraneras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca que se llama el
Llano.
Pero no nos dejaron decir
nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros. Nos puso los
papeles en la mano y nos dijo:
—No se vayan a asustar por tener
tanto terreno para ustedes solos.
—Es que el llano, señor delegado…
—Son miles y miles de yuntas.
—Pero no hay agua. Ni siquiera
para hacer un buche hay agua.
—¿Y el temporal? Nadie les dijo
que se les iba a dotar con tierras de riego. En cuanto allí llueva, se
levantará el maíz como si lo estiraran.
—Pero, señor delegado, la tierra
está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre en esa como cantera
que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el azadón para
sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada
nacerá.
—Eso manifiéstenlo por escrito. Y
ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar, no al Gobierno que
les da la tierra.
—Espérenos usted, señor delegado.
Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro. Todo es contra el Llano… No se
puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos dicho… Espérenos usted
para explicarle. Mire, vamos a comenzar por donde íbamos…
Pero él no nos quiso oír.
Así nos han dado esta tierra. Y
en este comal acalorado quieren que sembremos semillas de algo, para ver si
algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni zopilotes. Uno los
ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera; tratando de salir lo
más pronto posible de este blanco terregal endurecido, donde nada se mueve y
por donde uno camina como reculando. Melitón dice:
—Ésta es la tierra que nos han
dado. Faustino dice:
—¿Qué?
Yo no digo nada. Yo pienso:
«Melitón no tiene la cabeza en su lugar ha de ser el calor el que lo hace
hablar así. El calor que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la
cabeza. Y si no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos han dado, Melitón?
Aquí no hay ni la tantita que necesitaría el viento para jugar a los
remolinos.»
Melitón vuelve a decir:
—Servirá de algo. Servirá aunque
sea para correr yeguas.
—¿Cuáles yeguas? —le pregunta
Esteban.
Yo no me había fijado bien a bien
en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él. Lleva puesto un gabán que le llega
al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como una gallina.
Sí, es una gallina colorada la
que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos dormidos y el pico
abierto como si bostezara. Yo le pregunto:
—Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste
esa gallina?
—¡Es la mía! —dice él.
—No la traías antes. ¿Dónde la
mercaste, eh?
—No la merqué, es la gallina de
mi corral.
—Entonces te la trajiste de
bastimento, ¿no?
—No, la traigo para cuidarla. Mi
casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de comer; por eso me la traje.
Siempre que salgo lejos cargo con ella.
—Allí escondida se te va a
ahogar. Mejor sácala al aire. Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el
aire caliente de su boca. Luego dice:
—Estamos llegando al
derrumbadero.
Yo ya no oigo lo que sigue
diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la barranca y él va mero
adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la zangolotea a
cada rato, para no golpearle la cabeza contra las piedras.
Conforme bajamos, la tierra se
hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un atajo de mulas lo que
bajara por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos gusta. Después de venir
durante once horas pisando la dureza del llano, nos sentimos muy a gusto
envueltos en aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe a tierra.
Por encima del río, sobre las
copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas verdes. Eso
también es lo que nos gusta.
Ahora los ladridos de los perros
se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento que viene del pueblo retacha
en la barranca y la llena de todos sus ruidos.
Esteban ha vuelto a abrazar su
gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le desata las patas para
desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás de unos
tepemezquites.
—¡Por aquí arriendo yo! —nos dice
Esteban.
Nosotros seguimos adelante, más
adentro del pueblo.
La tierra que nos han dado está
allá arriba.