LA CUESTA DE LAS
COMADRES
JUAN RULFO
Los difuntos Torricos siempre
fueron buenos amigos míos. Tal vez en Zapotlán no los quisieran; pero, lo que
es de mí, siempre fueron buenos amigos, hasta tantito antes de morirse. Ahora
eso de que no los quisieran en Zapotlán no tenía ninguna importancia, porque
tampoco a mí me querían allí, y tengo entendido que a nadie de los que vivíamos
en la Cuesta de las Comadres nos pudieron ver con buenos ojos los de Zapotlán.
Esto era desde viejos tiempos.
Por otra parte, en la Cuesta de
las Comadres, los Torricos no la llevaban bien con todo mundo. Seguido había
desavenencias. Y si no es mucho decir, ellos eran allí los dueños de la tierra
y de las casas que estaban encima de la tierra, con todo y que, cuando el
reparto, la mayor parte de la Cuesta de las Comadres nos había tocado por igual
a los sesenta que allí vivíamos, y a ellos, a los Torricos, nada más un pedazo
de monte, con una mezcalera nada más, pero donde estaban desperdigadas casi
todas las casas. A pesar de eso, la Cuesta de las Comadres era de los Torricos.
El coamil que yo trabajaba era también de ellos: de Odilón y Remigio Torrico, y
la docena y media de lomas verdes que se veían allá abajo eran juntamente de
ellos. No había por qué averiguar nada. Todo mundo sabía que así era.
Sin embargo, de aquellos días a
esta parte, la Cuesta de las Comadres se había ido deshabitando. De tiempo en
tiempo, alguien se iba; atravesaba el guardaganado donde está el palo alto, y
desaparecía entre los encinos y no volvía aparecer ya nunca. Se iban, eso era
todo.
Y yo también hubiera ido de buena
gana a asomarme a ver qué había tan atrás del monte que no dejaba volver a
nadie; pero me gustaba el terrenito de la Cuesta, y además era buen amigo de
los Torricos.
El coamil donde yo sembraba todos
los años un tantito de maíz para tener elotes, y otro tantito de frijol,
quedaba por el lado de arriba, allí donde la ladera baja hasta esa barranca que
le dicen Cabeza del Toro.
El lugar no era feo; pero la
tierra se hacía pegajosa desde que comenzaba a llover, y luego había un
desparramadero de piedras duras y filosas como troncones que parecían crecer
con el tiempo. Sin embargo, el maíz se pegaba bien y los elotes que allí se daban
eran muy dulces. Los Torricos, que para todo lo que se comía necesitaban la sal
de tequesquite, para mis elotes no; nunca buscaron ni hablaron de echarle
tequesquite a mis elotes, que eran de los que se daban en Cabeza del Toro.
Y con todo y eso, y con todo y
que las lomas verdes de allá abajo eran mejores, la gente se fue acabando. No
se iban para el lado de Zapotlán, sino por este otro rumbo, por donde llega a
cada rato ese viento lleno de olor de los encinos y del ruido del monte. Se
iban callados la boca, sin decir nada ni pelearse con nadie. Es seguro que les
sobraban ganas de pelearse con los Torricos para desquitarse de todo el mal que
les habían hecho; pero no tuvieron ánimos. Seguro eso pasó.
La cosa es que todavía después de
que murieron los Torricos nadie volvió más por aquí. Yo estuve esperando. Pero
nadie regresó. Primero les cuidé sus casas; remendé los techos y les puse ramas
a los agujeros de sus paredes; pero viendo que tardaban en regresar, las dejé
por la paz. Los únicos que no dejaron nunca de venir fueron los aguaceros de
mediados de año, y esos ventarrones que soplan en febrero y que le vuelan a uno
la cobija a cada rato. De vez en cuanto, también, venían los cuervos volando
muy bajito y graznando fuerte como si creyeran estar en algún lugar
deshabitado.
Así siguieron las cosas todavía
después de que se murieron los Torricos.
Antes, desde aquí, sentado donde
ahora estoy, se veía claramente Zapotlán. En cualquier hora del día y de la
noche podía verse la manchita blanca de Zapotlán allá lejos. Pero ahora las
jarillas han crecido muy tupido y, por más que el aire las mueve de un lado
para otro, no dejan ver nada de nada.
Me acuerdo de antes, cuando los
Torricos venían a sentarse aquí también y se estaban acuclillando horas y horas
hasta el oscurecer, mirando para allá sin cansarse, como si el lugar este les
sacudiera sus pensamientos o el mitote de ir a pasearse a Zapotlán. Sólo
después supe que no pensaban en eso. Únicamente se ponían a ver el camino:
aquel ancho callejón arenoso que se podía seguir con la mirada desde el
comienzo hasta que se perdía entre los ocotes del cerro de la Media Luna.
Yo nunca conocí a nadie que
tuviera un alcance de vista como el de Remigio Torrico. Era tuerto. Pero el ojo
negro y medio cerrado que le quedaba parecía acercar tanto las cosas, que casi
las traía junto a sus manos. Y de allí a saber qué bultos se movían por el
camino no había ninguna diferencia. Así, cuando su ojo se sentía a gusto
teniendo en quién recargar la mirada, los dos se levantaban de su divisadero y
desaparecían de la Cuesta de las Comadres por algún tiempo.
Eran los días en que todo se
ponía de otro modo aquí entre nosotros. La gente sacaba de las cuevas del monte
sus animalitos y los traía a amarrar en sus corrales. Entonces se sabía que
había borregos y guajolotes. Y era fácil ver cuántos montones de maíz y de
calabazas amarillas amanecían asoleándose en los patios. El viento que
atravesaba los cerros era más frío que otras veces; pero, no se sabía por qué,
todos allí decían que hacía muy buen tiempo. Y uno oía en la madrugada que
cantaban los gallos como en cualquier lugar tranquilo, y aquello parecía como
si siempre hubiera habido paz en la Cuesta de las Comadres.
Luego volvían los Torricos.
Avisaban que venían desde antes que llegaran, porque sus perros salían a la
carrera y no paraban de ladrar hasta encontrarlos. Y nada más por los ladridos
todos calculaban la distancia y el rumbo por donde irían a llegar. Entonces la
gente se apuraba a esconder otra vez sus cosas.
Siempre fue así el miedo que
traían los difuntos Torricos cada vez que regresaban a la Cuesta de las
Comadres.
Pero yo nunca llegué a tenerles
miedo. Era buen amigo de los dos y a veces hubiera querido ser un poco menos
viejo para meterme en los trabajos en que ellos andaban. Sin embargo, ya no
servía yo para mucho. Me di cuenta aquella noche en que les ayudé a robar a un
arriero. Entonces me di cuenta de que me faltaba algo. Como que la vida que yo
tenía estaba ya muy desperdiciada y no aguantaba más estirones. De eso me di
cuenta.
Fue como a mediados de las aguas
cuando los Torricos me convidaron para que les ayudara a traer unos tercios de
azúcar. Yo iba un poco asustado. Primero, porque estaba cayendo una tormenta de
esas en que el agua parece escarbarle a uno por debajo de los pies. Después,
porque no sabía adonde iba. De cualquier modo, allí vi yo la señal de que no
estaba hecho ya para andar en andanzas.
Los Torricos me dijeron que no
estaba lejos el lugar donde íbamos. «En cosa de un cuarto de hora estamos
allá», me dijeron. Pero cuando alcanzamos el camino de la Media Luna comenzó a
oscurecer y cuando llegamos adonde estaba el arriero era ya alta la noche.
El arriero no se paró a ver quién
venía. Seguramente estaba esperando a los Torricos y por eso no le llamó la
atención vernos llegar. Eso pensé. Pero todo el rato que trajinamos de aquí
para allá con los tercios de azúcar, el arriero se estuvo quieto, agazapado
entre el zacatal. Entonces le dije eso a los Torricos. Les dije:
—Ése que está allí tirado parece
estar muerto o algo por el estilo.
—No, nada más ha de estar dormido
—me dijeron ellos—. Lo dejamos aquí cuidando, pero se ha de haber cansado de
esperar y se durmió.
Yo fui y le di una patada en las
costillas para que despertara; pero el hombre siguió igual de tirante.
—Está bien muerto —les volví a
decir.
—No, no te creas, nomás está
tantito atarantado porque Odilón le dio con un leño en la cabeza, pero después
se levantará. Ya verás que en cuanto salga el sol y sienta el calorcito, se
levantará muy aprisa y se irá en seguida para su casa. ¡Agárrate ese tercio de
allí y vámonos! —Fue todo lo que me dijeron.
Ya por último le di una última
patada al muertito y sonó igual que si se la hubiera dado a un tronco seco.
Luego me eché la carga al hombro y me vine por delante. Los Torricos me venían
siguiendo. Los oí que cantaban durante largo rato, hasta que amaneció. Cuando
amaneció dejé de oírlos. Ese aire que sopla tantito antes de la madrugada se
llevó los gritos de su canción y ya no pude saber si me seguían, hasta que oí
pasar por todos lados los ladridos encarrerados de sus perros.
De ese modo fue como supe qué
cosas iban a espiar todas las tardes los Torricos, sentados junto a mi casa de
la Cuesta de las Comadres.
A Remigio Torrico yo lo maté.
Ya para entonces quedaba poca
gente entre los ranchos. Primero se habían ido de uno en uno; pero los últimos
casi se fueron en manada. Ganaron y se fueron, aprovechando la llegada de las
heladas. En años pasados llegaron las heladas y acabaron con las siembras en
una sola noche. Y este año también. Por eso se fueron. Creyeron seguramente que
al año siguiente sería lo mismo y parece que ya no se sintieron con ganas de
seguir soportando las calamidades del tiempo todos los años y la calamidad de
los Torricos todo el tiempo.
Así que, cuando yo maté a Remigio
Torrico, ya estaba bien vacía de gente la Cuesta de las Comadres y las lomas de
los alrededores.
Esto sucedió como en octubre. Me
acuerdo que había una luna muy grande y muy llena de luz, porque yo me senté
afuerita de mi casa a remendar un costal todo agujerado, aprovechando la buena
luz de la luna, cuando llegó el Torrico.
Ha de haber andado borracho. Se
me puso enfrente y se bamboleaba de un lado para otro, tapándome y destapándome
la luz que yo necesitaba de la luna.
—Ir ladereando no es bueno —me
dijo después de mucho rato—. A mí me gustan las cosas derechas, y si a ti no te
gustan, ahi te lo haiga, porque yo he venido aquí a enderezarlas.
Yo seguí remendado mi costal.
Tenía puestos todos mis ojos en coserle los agujeros, y la aguja de arría
trabajaba muy bien cuando la alumbraba la luz de la luna. Seguro por eso creyó
que yo no me preocupaba de lo que decía:
—A ti te estoy hablando —me
gritó, ahora sí ya corajudo—. Bien sabes a lo que he venido.
Me espanté un poco cuando se me
acercó y me gritó aquello casi a boca de jarro. Sin embargo, traté de verle la
cara para saber de qué tamaño era su coraje y me le quedé mirando, como
preguntándole a qué había venido.
Eso sirvió. Ya más calmado se
soltó diciendo que a la gente como yo había que agarrarla desprevenida.
—Se me seca la boca al estarte
hablando después de lo que hiciste —me dijo—; pero era tan amigo mío mi hermano
como tú y sólo por eso vine a verte, a ver cómo sacas en claro lo de la muerte
de Odilón.
Yo lo oía ya muy bien. Dejé a un
lado el costal y me quedé oyéndolo sin hacer otra cosa.
Supe cómo me echaba a mí la culpa
de haber matado a su hermano. Pero no había sido yo. Me acordaba quién había
sido, y yo se lo hubiera dicho, aunque parecía que él no me dejaría lugar para
platicarle cómo estaban las cosas.
—Odilón y yo llegamos a pelearnos
muchas veces —siguió diciéndome—. Era algo duro de entendederas y le gustaba
encararse con todos, pero no pasaba de allí. Con unos cuantos golpes se
calmaba. Y eso es lo que quiero saber: si te dijo algo, o te quiso quitar algo,
o qué fue lo que pasó. Pudo ser que te haya querido golpear y tú le madrugaste.
Algo de eso ha de haber sucedido.
Yo sacudí la cabeza para decirle
que no, que yo no tenía nada que ver…
—Oye —me atajó el Torrico—,
Odilón llevaba ese día catorce pesos en la bolsa de la camisa. Cuando lo
levanté, lo esculqué y no encontré esos catorce pesos. Luego ayer supe que te
habías comprado una frazada.
Y eso era cierto. Yo me había
comprado una frazada. Vi que se venían muy aprisa los fríos y el gabán que yo
tenía estaba ya todito hecho garras, por eso fui a Zapotlán a conseguir una
frazada. Pero para eso había vendido el par de chivos que tenía, y no fue con
los catorce pesos de Odilón con lo que la compré. Él podía ver que si el costal
se había llenado de agujeros se debió a que tuve que llevarme al chivito
chiquito allí metido, porque todavía no podía caminar como yo quería.
—Sábete de una vez por todas que
pienso pagarme lo que le hicieron a Odilón, sea quien sea el que lo mató. Y yo
sé quién fue —oí que me decía casi encima de mi cabeza.
—¿De modo que fui yo? —le
pregunté.
—¿Y quién más? Odilón y yo éramos
sinvergüenzas y lo que tú quieras, y no digo que no llegamos a matar a nadie;
pero nunca lo hicimos por tan poco. Eso sí te lo digo a ti.
La luna grande de octubre pegaba
de lleno sobre el corral y mandaba hasta la pared de mi casa la sombra larga de
Remigio. Lo vi que se movía en dirección de un tejocote y que agarraba el
guango que yo siempre tenía recargado allí. Luego vi que regresaba con el
guango en la mano.
Pero al quitarse él de enfrente,
la luz de la luna hizo brillar la aguja de arría, que yo había clavado en el
costal.
Y no sé por qué, pero de pronto
comencé a tener una fe muy grande en aquella aguja. Por eso, al pasar Remigio
Torrico por mi lado, desensarté la aguja y sin esperar otra cosa se la hundí a
él cerquita del ombligo. Se la hundí hasta donde le cupo. Y allí la dejé.
Luego luego se engarruñó como
cuando da el cólico y comenzó a acalambrarse hasta doblarse poco a poco sobre
las corvas y quedar sentado en el suelo, todo entelerido y con el susto
asomándosele por el ojo.
Por un momento pareció como que
se iba a enderezar para darme un machetazo con el guango; pero seguro se
arrepintió o no supo ya qué hacer, soltó el guango y volvió a engarruñarse.
Nada más eso hizo.
Entonces vi que se le iba
entristeciendo la mirada como si comenzara a sentirse enfermo. Hacía mucho que
no me tocaba ver una mirada así de triste y me entró la lástima. Por eso
aproveché para sacarle la aguja de arría del ombligo y metérsela más arribita,
allí donde pensé que tendría el corazón. Y sí, allí lo tenía, porque nomás dio
dos o tres respingos como un pollo descabezado y luego se quedó quieto.
Ya debía haber estado muerto
cuando le dije:
—Mira, Remigio, me has de
dispensar, pero yo no maté a Odilón. Fueron los Alcaraces. Yo andaba por allí
cuando él se murió, pero me acuerdo bien de que yo no lo maté. Fueron ellos,
toda la familia entera de los Alcaraces. Se le dejaron ir encima, y cuando yo
me di cuenta, Odilón estaba agonizando. Y ¿sabes por qué? Comenzando porque
Odilón no debía haber ido a Zapotlán. Eso tú lo sabes. Tarde o temprano tenía
que pasarle algo en ese pueblo, donde había tantos que se acordaban mucho de
él. Y tampoco los Alcaraces lo querían. Ni tú ni yo podemos saber qué fue a
hacer él a meterse con ellos.
«Fue cosa de un de repente. Yo
acababa de comprar mi zarape y ya iba de salida cuando tu hermano le escupió un
trago de mezcal en la cara a uno de los Alcaraces. Él lo hizo por jugar. Se
veía que lo había hecho por divertirse, porque los hizo reír a todos. Pero
todos estaban borrachos. Odilón y los Alcaraces y todos. Y de pronto se le
echaron encima. Sacaron sus cuchillos y se le apeñuscaron y lo aporrearon hasta
no dejar de Odilón cosa que sirviera. De eso murió.
«Como ves, no fui yo el que lo
mató. Quisiera que te dieras cabal cuenta de que yo no me entrometí para nada.
Eso le dije al difunto Remigio.
Ya la luna se había metido del
otro lado de los encinos cuando yo regresé a la Cuesta de las Comadres con la
canasta pizcadora vacía. Antes de volverla a guardar, le di unas cuantas
zambullidas en el arroyo para que se le enjuagara la sangre. Yo la iba a
necesitar muy seguido y no me hubiera gustado ver la sangre de Remigio a cada
rato.
Me acuerdo que eso pasó allá por
octubre, a la altura de las fiestas de Zapotlán. Y digo que me acuerdo que fue
por esos días, porque en Zapotlán estaban quemando cohetes, mientras que por el
rumbo donde tiré a Remigio se levantaba una gran parvada de zopilotes a cada
tronido que daban los cohetes. De eso me acuerdo.