JOSÉ SARAMAGO
CENTAURO
El caballo se detuvo. Los cascos
sin herraduras se afirmaron en las piedras redondas y resbaladizas que cubrían
el fondo casi seco del río. El hombre apartó con las manos, cautelosamente, las
ramas espinosas que le tapaban la visión hacia el lado de la planicie. Amanecía
ya. A lo lejos, donde las tierras subían, primero en suave pendiente, como
creía recordar, sí eran allí iguales al paso por donde había descendido muy al
norte, después abruptamente cortadas por un espinazo basáltico que se convertía
en muralla vertical, había unas casas a aquella distancia bajísimas, rastreras,
y unas luces que parecían estrellas. Sobre la montaña, que cerraba todo el
horizonte por aquel lado, se veía una línea luminosa, como si una pincelada
sutil hubiese recorrido las cimas y, húmeda, poco a poco se derramase por la
vertiente. Por allí saldría el sol. El hombre soltó las ramas con un movimiento
descuidado y se arañó: soltó un ronquido inarticulado y se llevó el dedo a la
boca para chupar la sangre. El caballo reculó golpeando las patas, barrió con
la cola las hierbas altas que absorbían los restos de la humedad aún conservada
en la orilla del río por el abrigo que las ramas pendientes formaban una
cortina negra a aquella hora. El río estaba reducido al hilo de agua que corría
en la parte más honda del lecho, entre piedras, de trecho en trecho formando
charcos donde sobrevivían ansiosos peces. Había en el aire una humedad que
anunciaba lluvia, tempestad, seguramente no ese día, sino al siguiente, o
pasados tres soles, o en la próxima luna. Muy lentamente el cielo aclaraba. Era
hora de buscar un escondrijo, para descansar y dormir.
El caballo tenía sed. Se aproximó
a la corriente de agua que estaba detenida bajo la plancha de la noche y,
cuando las patas delanteras sintieron la frescura líquida, se echó en el suelo,
de lado. El hombre, con el hombro apoyado en la arena áspera, bebió largamente,
aunque no tuviese sed. Por encima del hombre y del caballo, la parte aún oscura
del cielo rodaba despacio, arrastrando detrás de sí una luz pálida, apenas por
el momento amarillenta, primero y, si no se conoce, engañador anuncio del
carmín y del rojo que después explotarían por encima de la montaña, como en
tantas otras montañas de tan diferentes lugares había visto ocurrir o en lo
llano de las planicies. El caballo y el hombre se levantaron. Enfrente estaba
la espesa barrera de los árboles, con defensas de zarzas entre los troncos. En
lo alto de las ramas ya piaban los pájaros. El caballo atravesó el lecho del
río con un trote inseguro y quiso entrar por la fuerza en lo enmarañado
vegetal, pero el hombre prefería un paso más fácil. Con el tiempo, y había
tenido mucho mucho tiempo para eso, había aprendido las maneras de moderar la
impaciencia animal, algunas veces oponiéndose a ella con una violencia que
explotaba y continuaba toda en su cerebro, o quizá en un punto cualquiera del
cuerpo donde entrechocaban las órdenes que del mismo cerebro partían y los
instintos oscuros alimentados tal vez entre los flancos, donde la piel era
negra; otras veces cedía, desatento, a pensar en otras cosas, cosas que sí eran
de este mundo físico en el que estaba, pero no de este tiempo. El cansancio
había convertido al caballo en nervioso: la piel se estremecía como si quisiese
sacudir un tábano frenético y sediento de sangre, y los movimientos de las
patas se multiplicaban innecesarios y aún más fatigosos. Habría sido una
imprudencia intentar abrir camino a través de lo entrelazado de las zarzas.
Había demasiadas cicatrices en el pelo blanco del caballo. Una de ellas, muy
antigua, trazaba en la grupa un rastro largo, oblicuo. Cuando el sol golpeaba
fuerte, a plomo, o cuando, al contrario, el frío sacudía y erizaba el pelo, era
como si allí, faja sensible y desprotegida, se asentase incandescente el filo
de una espada. A pesar de saber muy bien que no iba a encontrar nada, a no ser
una cicatriz mayor que las otras, el hombre, en esas ocasiones, torcía el
tronco y miraba hacia atrás, como hacia el fin del mundo.
A corta distancia, hacia la
desembocadura, la orilla del río se recogía hacia el interior del campo: había
sin duda allí una albufera, o sería un afluente, igual de seco o aún más. El
fondo era lodoso, tenía pocas piedras. Alrededor de esta especie de bolsa, al
final simple brazo del río que se henchía y desaguaba con él, había árboles
altos, negros, bajo la oscuridad que sólo lentamente se iba levantando de la
tierra. Si la cortina de los troncos y de las ramas caídas fuese
suficientemente densa, podría pasar allí el día, bien escondido, hasta que
fuese otra vez de noche y pudiese continuar su camino. Apartó con las manos las
hojas frescas e, impelido por la fuerza de los jarretes, venció el ribazo en la
oscuridad casi total que las copas abundantes de los árboles defendían en aquel
lugar. Inmediatamente a continuación el terreno volvía a descender hacia una
zanja que, más adelante, probablemente, atravesaría el campo al descubierto.
Había encontrado un buen escondrijo para descansar y dormir. Entre el río y la
montaña había campos de cultivo, tierras roturadas, pero aquella zanja,
profunda y estrecha, no mostraba señales de ser lugar de paso. Dio algunos
pasos más, ahora en completo silencio. Los pájaros, asustados, observaban. Miró
hacia arriba: vio iluminadas las puntas altas de las ramas. La luz rasante que
venía de la montaña rozaba ahora la alta franja vegetal. Los pájaros habían
empezado a gorjear otra vez. La luz descendía poco a poco, polvo verdoso que se
convertía en rosado y blanco, neblina sutil e inestable del amanecer. Los
troncos negrísimos de los árboles, contra la luz, parecían tener apenas dos
dimensiones, como si hubiesen sido recortados de lo que quedaba de la noche y
pegados sobre la transparencia luminosa que se sumergía en la zanja. El suelo
estaba cubierto de espadañas. Un buen sitio para pasar el día durmiendo, un
refugio tranquilo.
Vencido por una fatiga de siglos
y milenios, el caballo se arrodilló. Encontrar posición para dormir que
conviniese a ambos era siempre una operación difícil. En general el caballo se
echaba de lado y el hombre reposaba también así. Pero mientras el caballo se
podía quedar una noche entera en esa posición, sin moverse, el hombre, para no
mortificar el hombro y todo el mismo lado del tronco, tenía que vencer la
resistencia del gran cuerpo inerte y adormecido para hacerlo volverse hacia el
lado opuesto: era siempre un sueño difícil. En cuanto a dormir de pie, el
caballo podía, pero el hombre no. Y cuando el escondite era demasiado estrecho,
el moverse se volvía imposible y la exigencia se convertía en ansiedad. No era
un cuerpo cómodo. El hombre nunca podía echarse de bruces sobre la tierra,
cruzar los brazos bajo la mandíbula y quedarse así viendo las hormigas o los
granos de tierra, o contemplando la blancura de un tallo tierno saliendo del
negro humus. Y siempre para ver el cielo había tenido que torcer el cuello,
salvo cuando el caballo se empinaba en las patas traseras y el rostro del
hombre, en lo alto, podía inclinarse un poco más hacia atrás: entonces sí, veía
mejor la gran campana nocturna de las estrellas, el prado horizontal y
tumultuoso de las nubes, o la campana azul y el sol, como único vestigio de la
forja original.
El caballo se durmió en seguida.
Con las patas metidas entre las espadañas, las crines de la cola extendidas por
el suelo, respiraba profundamente, con un ritmo acompasado. El hombre, medio
inclinado, con el hombro derecho apoyado en la pared de la zanja, arrancó
algunas ramas bajas y se cubrió con ellas. Moviéndose soportaba bien el frío y
el calor, aunque no tan bien como el caballo. Pero cuando estaba quieto y
dormía, se enfriaba rápidamente. Ahora, por lo menos mientras el sol no
calentase la atmósfera, se sentiría bien bajo el abrigo del follaje. En la
posición en la que estaba podía ver que los árboles no se cerraban
completamente arriba: una franja irregular, ya matinal y azul, se prolongaba
hacia delante y, de vez en cuando, atravesándola de una parte a otra, o
siguiéndola en la misma dirección por instantes, volaban velozmente los
pájaros. Los ojos del hombre se cerraron despacio. El olor de la savia de las
ramas arrancadas lo mareaba un poco. Echó por encima del rostro una rama más
llena de hojas y se durmió. Nunca soñaba como sueña un hombre. Tampoco soñaba
nunca como soñaría un caballo. En las horas en las que estaban despiertos, las
ocasiones de paz o de simple conciliación no eran muchas. Pero el sueño de uno
y el sueño del otro formaban el sueño del centauro.
Era el último superviviente de la
gran y antigua especie de los hombres caballos. Había estado en la guerra
contra los lapitas, su primera y de los suyos gran derrota. Con ellos,
vencidos, se había refugiado en montañas de cuyo nombre ya se había olvidado.
Hasta que llegó el día fatal en el que, con la parcial protección de los
dioses, Heracles había diezmado a sus hermanos, y sólo él había escapado porque
la demorada batalla de Heracles y Neso le había dado tiempo para refugiarse en
el bosque. Se habían acabado entonces los centauros. Sin embargo, contra lo que
afirmaban los historiadores y los mitólogos, uno había quedado aún, este mismo
que había visto a Heracles destrozar con un abrazo terrible el tronco de Neso y
después arrastrar su cadáver por el suelo, como a Héctor iría a hacer Aquiles,
mientras se iba alabando a los dioses por haber vencido y exterminado la
prodigiosa raza de los centauros. Quizá pensándolo de nuevo, los mismos dioses
favorecieron entonces al centauro escondido, cegando los ojos y el
entendimiento de Heracles por no se sabía entonces qué designios.
Todos los días, en sueños,
luchaba con Heracles y lo vencía. En el centro del círculo de los dioses, cada
vez y siempre reunidos a las órdenes de su sueño, luchaba brazo a brazo,
hurtaba la grupa escurridiza al salto astuto que el enemigo intentaba, esquivaba
la cuerda que silbaba entre sus patas y le obligaba a luchar de frente. Su
rostro, los brazos y el tronco sudaban como puede sudar un hombre. El cuerpo de
caballo se cubría de espuma. Este sueño se repetía hacía millares de años, y
siempre en él el desenlace se repetía: pagaba en Heracles la muerte de Neso,
llamaba a los brazos y a los músculos del torso toda su fuerza de hombre y de
caballo: asentado en las cuatro patas como si fuesen estacas enterradas en el
suelo, levantaba a Heracles en el aire y apretaba, apretaba, hasta que oía la
primera costilla romperse, después otra y finalmente la espina dorsal que se
partía. Heracles, muerto, se escurría sobre el suelo como un trapo y los dioses
aplaudían. No había ningún premio para el vencedor. Los dioses se levantaban de
sus sillas de oro y se iban, ensanchando cada vez más el círculo hasta
desaparecer en el horizonte. Desde la puerta por la cual Afrodita entraba en el
cielo salía siempre y brillaba una gran estrella.
Hacía miles de años que recorría
la tierra. Durante mucho tiempo, mientras el mundo se conservó también él
misterioso, pudo andar a la luz del sol. Cuando pasaba, las personas acudían al
camino y le lanzaban flores trenzadas por encima de su lomo de caballo, o
hacían con ellas coronas que él se ponía en la cabeza. Había madres que le
daban los hijos para que los levantase en el aire y así perdiesen el miedo a
las alturas. Y en todos los lugares había una ceremonia secreta: en medio de un
círculo de árboles que representaban a los dioses, los hombres impotentes y las
mujeres estériles pasaban por debajo del vientre del caballo: era creencia de
todo el mundo que así florecía la fertilidad y se renovaba la virilidad. En
ciertas épocas llevaban una yegua al centauro y se retiraban al interior de sus
casas: pero un día alguien, que por ese sacrilegio se quedó ciego, vio que el
centauro cubría a la yegua como un caballo y que después lloraba como un
hombre. De esas uniones nunca hubo fruto.
Entonces llegó el tiempo del
rechazo. El mundo transformado persiguió al centauro, le obligó a esconderse. Y
otros seres tuvieron que hacer lo mismo: fue el caso del unicornio, de las
quimeras, de los hombres lobo, de los hombres con pies de cabra, de aquellas
hormigas que eran mayores que zorros, aunque más pequeñas que perros. Durante
diez generaciones humanas, este pueblo diferente vivió reunido en regiones
desiertas. Pero, con el pasar del tiempo, también allí la vida se volvió imposible
para ellos y todos se dispersaron. Unos, como el unicornio, murieron; las
quimeras se emparejaron con las musarañas y así aparecieron los murciélagos;
los hombres lobo se introdujeron en las ciudades y en las aldeas y sólo en
noches señaladas viven su destino; los hombres de pies de cabra se extinguieron
también y las hormigas fueron perdiendo tamaño y hoy nadie es capaz de
distinguirlas entre aquellas hermanas suyas que siempre fueron pequeñas.
El centauro acabó por quedarse
solo. Durante miles de años, hasta donde el mar lo consintió, recorrió toda la
tierra posible. Pero en todos sus itinerarios pasaba de largo siempre que
presentía las fronteras de su primer país. El tiempo fue pasando. Al final ya
no le quedaba tierra para vivir con seguridad. Pasó a dormir durante el día y a
caminar de noche. Caminar y dormir. Dormir y caminar. Sin ninguna razón que
conociese, apenas porque tenía patas y sueño. No necesitaba comer. Y el sueño
sólo era necesario para que pudiese soñar. Y el agua apenas porque era agua.
Millares de años tenían que ser
millares de aventuras. Millares de aventuras, sin embargo, son demasiadas para
valer una sola verdadera e inolvidable aventura. Por eso, todas juntas no
valieron más que aquélla, ya en este último milenio, cuando en medio de un
descampado árido vio a un hombre con lanza y armadura, encima de un escuálido
caballo, embestir contra un ejército de molinos de viento. Vio cómo el
caballero era lanzado al aire y después otro hombre bajo y gordo acudía,
gritando, montado en un burro. Oyó que hablaban en una lengua que no entendía,
y después los vio alejarse, el hombre delgado maltratado y el hombre gordo
lamentándose, el caballo flaco cojeando y el burro indiferente. Pensó en
salirles al camino para ayudarles pero, volviendo a mirar los molinos, fue
hacia ellos a galope y, apostado delante del primero, decidió vengar al hombre
que había sido tirado del caballo al suelo. En su lengua natal gritó: «Pues
aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.»
Todos los molinos quedaron con las aspas despedazadas y el centauro fue
perseguido hasta la frontera de otro país. Atravesó campos desolados y llegó al
mar. Después volvió atrás.
Todo el centauro duerme. Duerme
todo su cuerpo. Ya el sueño vino y pasó, y ahora el caballo galopa por dentro
de un día antiquísimo para que el hombre pueda ver desfilar las montañas como
si por su pie anduviesen, o por veredas subir a lo alto y desde allí ver el mar
sonoro y las islas esparcidas y negras, reventando la espuma en torno a ellas
como si de la profundidad acabasen de nacer y de allí surgiesen deslumbradas.
Esto no es un sueño. Viene de lejos un olor salino. Las narices del hombre se
dilatan ávidas y los brazos se extienden hacia lo alto, mientras el caballo,
excitado, golpea con los cascos en piedras que son mármol y afloran. Las hojas
que cubrían la cara del hombre escurren, ya marchitas. El sol, alto, cubre al
centauro de manchas de luz. No es un rostro hermoso el del hombre. Joven
tampoco, porque no lo podría ser, porque sus años se cuentan por millares. Pero
puede compararse con el de una estatua antigua: el tiempo lo gastó, no tanto
como para apagar las facciones, lo bastante apenas para mostrarlas amenazadas.
Una pequeña laguna luminosa cintila sobre la piel, se desliza muy lentamente
hacia la boca, la calienta. El hombre abre los ojos de repente, como lo haría
la estatua. Por medio de las hierbas se aleja serpenteando una culebra. El hombre
se lleva la mano a la boca y siente el sol. En ese mismo instante la cola del
caballo se agita, barre la grupa y sacude un moscardón que exploraba la piel
fina de la gran cicatriz. Rápidamente el caballo se pone de pie y el hombre le
acompaña. El día va mediado, otro tanto falta para que llegue la primera sombra
de la noche, pero no hay más sueño. El mar, que no fue sueño, todavía resuena
en los oídos del hombre, o quizá no el ruido real del mar, tal vez el golpear
visto de las olas que los ojos transforman en olas sonoras que vienen sobre las
aguas, suben por las gargantas rocosas hasta lo alto, hasta el sol y el cielo
azul de otra vez agua.
Está cerca. La zanja por donde
sigue es apenas un accidente, lleva a cualquier sitio, es obra de hombres y
camino para llegar a los hombres. Sin embargo, apunta en dirección al sur y es
eso lo que cuenta. Avanzará por allí hasta donde le sea posible, incluso siendo
de día, incluso con el sol cubriendo toda la planicie y denunciando todo,
hombre y caballo. Una vez más había vencido a Heracles en el sueño, delante de
todos los dioses inmortales, pero, acabado el combate, Zeus se había retirado
hacia el sur y fue después cuando desfilaron las montañas y desde el punto más
alto de ellas, donde había unas columnas blancas, se veían las islas y la
espuma a su alrededor. Está cerca la frontera y Zeus se alejó hacia el sur.
Caminando a lo largo de la zanja
estrecha y honda, el hombre puede ver el campo a un lado y a otro. Las tierras
parecen ahora abandonadas. Ya no sabe dónde quedó la población que había visto
a la hora del amanecer. El gran espinazo rocoso ha crecido de altura o está tal
vez más próximo. Las patas del caballo se hunden en el suelo blando que poco a
poco va subiendo. Todo el tronco del hombre está ya fuera de la zanja, los
árboles se vuelven más espaciados y, de súbito, cuando el campo ha quedado todo
abierto, la zanja acaba. El caballo vence con un simple movimiento el último
declive y el centauro aparece entero en la claridad del día. El sol está a mano
derecha y golpea con fuerza en la cicatriz, que, herida, escuece. El hombre
mira hacia atrás, según su costumbre. La atmósfera es sofocante y húmeda. No es
por demás que el mar esté tan cerca. Esta humedad promete lluvia y este brusco
soplo de viento también. Al norte se juntan nubes.
El hombre duda. Hace muchos años
que no osa caminar al descubierto, sin la protección de la noche. Pero hoy se
siente tan excitado como el caballo. Avanza por el terreno cubierto de
matorrales del que se desprenden olores fuertes de flores silvestres. La
planicie ha terminado y ahora el suelo se levanta en corcovas y limita el
horizonte o lo ensancha cada vez más, porque las elevaciones ya son colinas y
más allá se levanta una cortina de montañas. Empiezan a surgir arbustos y el
centauro se siente más protegido. Tiene sed, mucha sed, pero allí no hay señal
de agua. El hombre mira hacia atrás y ve que la mitad del cielo está ya
cubierto de nubes. El sol ilumina el borde nítido de un gran nimbo ceniciento
que avanza.
En ese momento es cuando se oye
ladrar a un perro. El caballo se estremece de nerviosismo. El centauro se lanza
a galope entre dos colinas, pero el hombre no pierde el sentido: seguir en
dirección al sur. El ladrar está más cerca y se oye también un tintinear de
campanillas y después una voz hablando al ganado. El centauro se detuvo para
orientarse, sin embargo los ecos le engañaron y, de súbito, en un terreno bajo
y húmedo inesperado, se le apareció un rebaño de cabras y al frente de éste un
gran perro. El centauro se quedó inmóvil. Algunas de las cicatrices que le
rayaban el cuerpo las debía a los perros. El pastor dio un grito despavorido y
huyó como un loco. Llamaba a grandes gritos: debía de haber una población allí
cerca. El hombre dominó al caballo y avanzó. Arrancó una rama fuerte de un
arbusto para apartar al perro que se estrangulaba ladrando de furia y miedo.
Pero fue la furia la que prevaleció: el perro contorneó rápidamente unas
piedras e intentó coger al centauro de lado, por el vientre. El hombre quiso
mirar hacia atrás, ver de dónde venía el peligro, pero el caballo se anticipó
y, girando veloz sobre las patas delanteras, soltó una violenta coz que alcanzó
al perro en el aire. El animal fue a golpearse contra las piedras, muerto. No
era la primera vez que el centauro se defendía de esa manera, pero todas las
veces el hombre se sentía humillado. En su propio cuerpo latía la resaca de la
vibración general de los músculos, la ola de energía que lo inflamaba, oía el
golpear sordo de los cascos, pero estaba de espaldas a la batalla, no era parte
de ella, espectador cuando mucho.
El sol se había escondido. El
calor desapareció súbitamente del aire y la humedad se volvió palpable. El
centauro corrió entre las colinas, siempre hacia el sur. Al atravesar un
pequeño regato vio terrenos cultivados y cuando procuraba orientarse tropezó
con un muro. Hacia un lado había algunas casas. Fue entonces cuando se oyó un
tiro. Sintió el cuerpo del caballo crisparse como bajo las picaduras de un
enjambre. Había gente que gritaba y después dispararon otro tiro. A la
izquierda estallaron ramas desgajadas, pero ningún trozo de plomo le alcanzó
esta vez. Reculó para ganar impulso y de un envite saltó el muro. Pasó sobre
él, volando, hombre y caballo, centauro, cuatro patas extendidas o dobladas,
dos brazos abiertos hacia el cielo todavía azul en la lejanía. Sonaron más
tiros y después fue el tropel de los hombres que lo perseguían por los campos,
dando gritos, y el ladrar de los perros.
Tenía el cuerpo cubierto de
espuma y de sudor. Hubo un momento en el que se detuvo para buscar el camino.
El campo alrededor se volvió también expectante, como si estuviese con el oído
a la escucha. Y entonces cayeron las primeras y pesadas gotas de lluvia. Pero
la persecución continuaba. Los perros seguían un rastro para ellos extraño,
pero de mortal enemigo: una mezcla de hombre y de caballo, unas patas asesinas.
El centauro corrió, corrió más, corrió mucho, hasta que notó que los gritos se
habían vuelto diferentes y el ladrar de los perros era ya de frustración. Miró
hacia atrás. A una buena distancia vio a los hombres detenidos, oyó sus
amenazas. Y los perros que habían avanzado volvían hacia sus amos. Pero nadie
se adelantaba. El centauro había vivido tiempo suficiente como para saber que
esto era una frontera, un límite. Los hombres, sujetando a los perros, no
osaban dispararle: apenas hubo una detonación, pero tan lejos que no oyó
siquiera caer el plomo. Estaba a salvo, bajo la lluvia que se abatía
torrencialmente y abría regueros rápidos entre las piedras, sobre esa tierra en
la que había nacido. Continuó caminando hacia el sur. El agua le empapaba el
pelo blanco, lavaba la espuma, la sangre y el sudor y toda la suciedad
acumulada. Regresaba muy viejo, cubierto de cicatrices, pero inmaculado. De
repente la lluvia cesó. Al momento siguiente el cielo quedó entero barrido de
nubes y el sol cayó de lleno sobre la tierra mojada, donde, ardiendo, hizo
levantar nubes de vapor. El centauro caminaba al paso, como si viajase sobre
una nieve imponderable y tibia. No sabía dónde estaba el mar, pero allí era la
montaña. Se sentía fuerte. Había matado la sed con agua de lluvia, levantando
el rostro hacia el cielo, con la boca abierta, bebiendo a largos tragos, con el
torrente deslizándole por el cuello, por el tronco abajo, lustralmente. Y ahora
bajaba hacia el lado sur de la montaña, despacio, rodeando los enormes
pedruscos que se amontonaban y apuntalaban unos a los otros. El hombre apoyaba
las manos en las peñas más altas, sintiendo debajo de los dedos los musgos
suaves, los líquenes ásperos, o la rugosidad extremada de la piedra. Abajo
había, de punta a punta, un valle que a aquella distancia parecía estrecho,
engañadoramente. A lo largo de él, a grandes intervalos, veía tres poblaciones,
en medio la mayor, y el sur más allá de ella. Cortando el valle en línea recta
tendría que pasar cerca de la población. ¿Pasaría? Se acordaba de la
persecución, de los gritos, de los tiros, de los otros hombres del lado de allá
de la frontera. Del incomprensible odio. Esta tierra era la suya, pero ¿quiénes
eran los hombres que en ella vivían? El centauro continuaba descendiendo. El
día aún estaba lejos de acabar. El caballo, exhausto, apoyaba los cascos con
cuidado y el hombre pensó que le convendría descansar antes de aventurarse a la
travesía del valle. Y, siempre pensando, decidió que esperaría a la noche, que
antes dormiría en cualquier refugio que encontrase para ganar las fuerzas
necesarias para la larga caminata que le restaba hacer hasta el mar.
Continuó descendiendo, cada vez
más lentamente. Y cuando por fin se disponía a quedarse entre dos piedras, vio
la entrada negra de una caverna, lo bastante alta como para que todo él pudiese
entrar, hombre y caballo. Ayudándose con los brazos, asentando levemente los
cascos heridos por las piedras durísimas, se introdujo en la gruta. No era muy
honda, ninguna caverna se prolongaba por la montaña adentro, pero había espacio
suficiente para moverse en ella a voluntad. El hombre apoyó los antebrazos en
la pared rocosa y dejó caer la cabeza sobre ellos. Respiraba hondo, procurando
resistir, no acompañar el jadeo ansioso del caballo. El sudor le escurría por
la cara. Después el caballo dobló las patas de delante y se dejó caer en el
suelo cubierto de arena. Echado, o semierguido como era costumbre, el hombre no
podía ver nada del valle. La boca de la gruta se abría apenas hacia el cielo
azul. En cualquier punto, allá en el fondo, goteaba agua, a largos intervalos
regulares, produciendo un eco de cisterna. Una paz profunda llenaba la gruta.
Extendiendo un brazo hacia atrás, el hombre pasó la mano sobre el pelo del
caballo, su propia piel transformada o piel que en sí mismo se había
transformado. El caballo se estremeció de satisfacción, todos sus músculos se
distendieron y el sueño ocupó el gran cuerpo. El hombre dejó caer la mano, que
se escurrió y fue a reposar en la arena seca.
El sol, bajando por el cielo,
empezó a iluminar la gruta. El centauro no soñó con Heracles ni con los dioses
sentados en círculo. Tampoco se repitió la gran visión de las montañas vueltas
hacia el mar, las islas espumeantes, la infinita extensión líquida y sonora.
Apenas una pared oscura, o apenas sin color, opaca, que no se puede traspasar.
Mientras tanto el sol entró hasta el fondo de la caverna, hizo cintilar todos
los cristales de la piedra, transformó cada gota de agua en una perla roja que
se desprendía del techo, pero antes se hinchaba hasta lo inverosímil, y después
caía tres metros de fuego vivo para hundirse en un pequeño pozo ya oscuro. El
centauro dormía. El azul del cielo fue desmayando, se inundó el espacio de mil
colores de forja, y el atardecer arrastró despacio la noche como un cuerpo
cansado que a su vez iba a dormirse. La gruta, las tinieblas, se habían vuelto
inmensas, y las gotas de agua caían como piedras redondas en el borde de una
campana. Era ya noche oscura y la luna naci.
El hombre se despertó. Sentía la
angustia de no haber soñado. Por primera vez en millares de años no había
soñado. ¿Le había abandonado el sueño en la hora en que había regresado a la
tierra donde había nacido? ¿Por qué? ¿Qué presagio? ¿Qué oráculo sería? El
caballo, más lejos, dormía aún, pero ya inquietamente. De vez en cuando agitaba
las patas traseras, como si galopase en sueños, no suyos, que no tenía cerebro,
o solamente prestado, sino de la voluntad que los músculos eran. Echando mano
de una piedra saliente, ayudándose con ella, el hombre levantó el tronco y,
como si estuviese en estado de sonambulismo, el caballo le siguió, sin
esfuerzo, con un movimiento fluido en el que parecía no haber peso. Y el
centauro salió a la noche.
Toda la luz de luna del espacio
se extendía sobre el valle. Tanta era que no podía ser sólo el de la simple,
pequeña luna de la tierra, Selene silenciosa y fantasmal, sino la de todas las
lunas levantadas en la infinita sucesión de las noches en las cuales otros
soles y tierras sin esos ni otro nombre alguno ruedan y brillan. El centauro
respiró hondo por las narices del hombre: el aire era suave, como si pasase por
el filtro de una piel humana, y había en él el perfume de la tierra que había
sido mojada y ahora se estaba secando despacio, entre el laberíntico abrazo de
las raíces que sujetan al mundo. Bajó hacia el valle por un camino fácil, casi
remansado, jugando armoniosamente con sus cuatro miembros de caballo, oscilando
sus dos brazos de hombre, paso a paso, sin que ninguna piedra rodase, sin que
una arista viva abriese otro rasguño en la piel. Y fue así como llegó al valle,
como si el viaje formase parte del sueño que no había tenido mientras dormía.
Delante había un río largo. Del otro lado, un poco hacia la izquierda, estaba
la población mayor, aquella que estaba en el camino del sur. El centauro avanzó
a descubierto, seguido por la sombra singular que no tenía par en el mundo.
Trotó ligeramente por los campos cultivados, pero escogiendo los atajos para no
pisar las plantas. Entre la franja de cultivo y el río había árboles dispersos
y señales de ganado. El caballo, sintiendo el olor, se agitó, pero el centauro
siguió hacia delante, hacia el río. Entró cautelosamente en el agua, tanteando
con los cascos. La profundidad fue aumentando hasta llegar al pecho de hombre.
En medio del río, bajo la luz de la luna que era otro río corriendo, quien
mirase vería a un hombre atravesando el vado, con los brazos erguidos, brazos,
hombros y cabeza de hombre, cabellos en vez de crines. Por el interior del agua
caminaba un caballo. Los peces, despertados por la luz de la luna, nadaban en
torno de él y le mordisqueaban las patas.
Todo el tronco del hombre salió
del agua, después apareció el caballo y el centauro subió a la orilla. Pasó por
debajo de unos árboles y en el umbral de la planicie se detuvo para orientarse.
Se acordó de cómo lo habían perseguido del otro lado de la montaña, se acordó
de los perros y de los tiros, de los hombres gritando, y tuvo miedo. Habría
preferido ahora que la noche fuese oscura, habría preferido caminar bajo una
tempestad, como la del día anterior, que hiciese recogerse a los perros y
apartase a las personas hacia sus casas. El hombre pensó que toda la gente por
aquellos alrededores ya debía saber de la existencia del centauro, que sin duda
la noticia había pasado por encima de la frontera. Comprendió que no podía
atravesar el campo en línea recta, a plena luz. Al paso, empezó a seguir la
orilla del río, bajo la protección de la sombra de los árboles. Tal vez más
adelante el terreno le fuese más favorable, donde el valle se estrechaba y
acababa encajado entre dos altas colinas. Continuaba pensando en el mar, en las
columnas blancas, cerraba los ojos y volvía a ver el rastro que Zeus había
dejado al alejarse hacia el sur.
Súbitamente oyó un murmullo de
agua. Se detuvo, escuchando. El rumor se repetía, disminuía, volvía. Sobre el
suelo cubierto de hierba rastrera los pasos del caballo sonaban tan apagados
que no se distinguían entre la múltiple y templada crepitación de la noche y de
la luz de la luna. El hombre apartó las ramas y miró hacia el río. En la orilla
había ropas. Alguien tomaba un baño. Empujó más las ramas. Y vio a una mujer.
Salía del agua, completamente desvestida, brillaba bajo la luz de la luna,
blanca. Muchas otras veces el centauro había visto mujeres, pero nunca así, en
este río, con esta luna. Otras veces había visto senos oscilando, temblor de
muslos al andar, el punto de oscuridad en el centro del cuerpo. Otras veces
había visto cabellos cayendo sobre la espalda, y manos que los lanzaban hacia
atrás, gesto tan antiguo. Pero la parte que le tocaba del mundo en el que las
mujeres vivían era sólo la que satisfaría el caballo, tal vez el centauro, no
el hombre. Y fue el hombre quien miró, quien vio a la mujer aproximarse a la
ropa, fue él quien irrumpió entre las ramas, corrió hacia ella con su trote de
caballo y después, al mismo tiempo que ella gritaba, la levantó en brazos.
También había hecho eso algunas
veces, tan pocas, en millares de años. Acto inútil, apenas asustador, acto que
podría haber dejado detrás de sí la locura, si eso mismo no llegó a suceder.
Pero ésta era su tierra y la primera mujer que en ella veía. El centauro corrió
a lo largo de los árboles y el hombre sabía que más adelante depositaría a la
mujer en el suelo, frustrado él, empavorecida ella, mujer entera, hombre por la
mitad. Ahora un camino largo casi tocaba los árboles y delante el río formaba
una curva. La mujer ya no gritaba, apenas sollozaba y temblaba. Y fue entonces
cuando se oyeron otros gritos. Al tomar la curva, el centauro fue a dar con una
pequeña aglomeración de casas bajas que los árboles escondían. Había gente en
el pequeño espacio de delante. El hombre apretó a la mujer contra el pecho.
Sentía sus senos duros, el pubis en el lugar en el que su cuerpo de hombre se
recogía y se tornaba pectoral de caballo. Algunas personas huyeron, otras se
tiraron al suelo y otras entraron en las casas y salieron con escopetas. El
caballo se levantó sobre las patas traseras, se encabritó hacia las alturas. La
mujer, asustada, gritó una vez más. Alguien disparó un tiro al aire. El hombre
comprendió que la mujer lo protegía. Entonces el centauro viró hacia campo
abierto, huyendo de los árboles que podrían entorpecerle los movimientos, y,
siempre con la mujer sujeta, contorneólas casas y se lanzó a galope a campo
traviesa, en dirección a las dos colinas. Detrás de sí oía gritos. Quizá
pensasen en perseguirlo a caballo, pero ningún caballo podía competir con un
centauro, como había sido demostrado durante miles de años de fuga constante.
El hombre miró hacia atrás: los perseguidores venían lejos, muy lejos.
Entonces, sujetando a la mujer por debajo de los brazos, mirándola todo el
cuerpo, con toda la luz de la luna desnudándola, dijo en su vieja lengua, en la
lengua de los bosques, de los panales de miel, de las columnas blancas, del mar
sonoro, de la risa sobre las montañas:
—No me quieras mal.
Después, despacio, la dejó en el
suelo. Pero la mujer no huyó. Le salieron de la boca palabras que el hombre fue
capaz de entender:
—Eres un centauro.
Existes.
Le puso las dos manos sobre el
pecho. Las patas del caballo temblaban. Entonces la mujer se echó y dijo:
—Cúbreme. El hombre la veía desde
arriba, abierta en cruz. Avanzó lentamente. Durante un momento la sombra del
caballo cubrió a la mujer.
Nada más. Entonces el centauro se
apartó hacia un lado y se lanzó al galope, mientras el hombre gritaba, cerrando
los puños en dirección al cielo y a la luna. Cuando los perseguidores se
aproximaron finalmente a la mujer, ella no se movió. Y cuando se la llevaron,
envuelta en una manta, los hombres que la transportaban la oyeron llorar.
Aquella noche todo el país supo
de la existencia del centauro. Lo que primero se había creído que era una
historia inventada del otro lado de la frontera con intención de burlarse,
tenía ahora testigos fehacientes, entre los cuales una mujer que temblaba y
lloraba. Mientras el centauro atravesaba esta otra montaña, salía gente de las
aldeas y de las ciudades, con redes y cuerdas, también con armas de fuego, pero
sólo para asustar. Es necesario cogerle vivo, se decía. El ejército también se
puso en movimiento. Se esperaba el nacimiento del día para que los helicópteros
levantasen vuelo y recorriesen toda la región. El centauro buscaba los caminos
más escondidos, pero oyó muchas veces ladrar perros y llegó, incluso, bajo la
luz de la luna que ya se debilitaba, a ver grupos de hombres que batían los
montes.
Toda la noche el centauro caminó,
siempre hacia el sur. Y cuando el sol nació estaba en lo alto de una montaña
desde la que vio el mar. Muy a lo lejos, mar apenas, ninguna isla, y el sonido
de una brisa que olía a pinares, no el golpear de las olas, no el perfume
angustioso de la sal. El mundo parecía un desierto suspendido de la palabra
pobladora.
No era un desierto. Se oyó de
repente un tiro. Y entonces, en un arco de círculo amplio, salieron hombres de
detrás de las piedras, con grandes gritos, pero sin poder disfrazar el miedo, y
avanzaron con redes y cuerdas y lazos y varas. El caballo se levantó hacia el
espacio, agitó las patas de delante y se volvió, frenético, hacia los
adversarios. El hombre quiso retroceder. Lucharon ambos, atrás, adelante. Y en
el borde de un precipicio las patas se escurrieron, se agitaron ansiosas
buscando apoyo, y los brazos del hombre, pero el gran cuerpo resbaló, cayó en
el vacío. Veinte metros abajo una lámina de piedra, inclinada en el ángulo
necesario, pulida durante millares de años de frío y de calor, de sol y de
lluvia, de viento y nieve desbastándola, cortó, degolló el cuerpo del centauro
en aquel preciso lugar en el que el tronco del hombre se convertía en tronco de
caballo. La caída acabó allí. El hombre quedó echado, por fin, de espaldas,
mirando el cielo. Mar que se convertía en profundo por encima de sus ojos, mar
con pequeñas nubes detenidas que eran islas, vida inmortal. El hombre giró la
cabeza hacia un lado y hacia el otro: otra vez mar sin fin, cielo interminable.
Entonces miró su cuerpo. La sangre corría. Mitad de un hombre. Un hombre. Y vio
a los dioses que se aproximaban. Era tiempo de morir.