“NINGÚN REFUGIO
PODRÍA SALVAR”
ISAAC ASIMOV
Aquella tarde de nieve los cuatro
estábamos sentados en nuestro club y la conversación era casi calma porque
Griswold dormía. Era cuando teníamos la seguridad de que la pelota del diálogo
pasaba de uno a otro con máxima eficacia.
—Lo que no entiendo en este
aluvión de historias de espionaje que nos invade hoy es para qué diablos sirven
los espías en la actualidad. Los satélites espías que tenemos nos lo revelan
casi todo —dijo Baranov.
—Ni más ni menos —comentEó
Jennings—. Además, ¿qué secretos quedan ya? Si haces explotar una bomba en una
prueba nuclear, los monitores recogen la explosión. Tenemos cada una de las
instalaciones enemigas conectadas con un misil pronto para disparar contra
ellas, y nuestros enemigos hacen lo mismo. Nuestras computadoras mantienen a
raya a las de ellos y viceversa.
—En la vida real todo es bastante
aburrido —dije—, pero supongo que los libros dan dinero.
Los ojos de Griswold estaban
completamente cerrados. Como tenía en la mano su cuarto vaso de whisky con soda
sin derramarlo, cualquiera hubiera supuesto que no dormía. Cualquiera menos
nosotros. Lo habíamos oído roncar durante más de una hora sin dejar caer ni una
gota de un vaso lleno. Nuestro amigo sería capaz de sostener con firmeza una
copa mientras la mano le respondiera aunque el resto del cuerpo se le hubiera
paralizado.
Sin embargo, esta vez nos
equivocamos. Estaba despierto. Abrió los ojos y dijo:
—La dificultad de ustedes es que
no saben nada de espías. Nadie sabe nada. —Dicho esto, levantó su vaso y bebió
un sorbo—. Ni siquiera los espías saben nada de espías —comentó y empezó su
relato:
No fui exactamente espía durante
la Segunda Guerra Mundial [dijo Griswold], por lo menos, según yo veo las
cosas.
Nunca me persiguió ninguna bella
mujer aterrorizada para suplicarme que le guardase un microfilm con riesgo de
mi vida. Nunca corrieron detrás de mí, subiendo y bajando por la escala de la
estatua de la Libertad o por el puente Golden Gate enemigos siniestros armados
con Lugers en el bolsillo de sus impermeables. Nunca me enviaron detrás de las
líneas enemigas a dinamitar una instalación clave.
En realidad era un joven de poco
más de veinte años que vegetaba en un laboratorio de Filadelfia, mientras se
preguntaba por qué las autoridades militares no parecían llegar nunca hasta su
nombre. Cuando me presenté como voluntario, me expulsaron de la oficina de
reclutamiento. Cuando traté de comunicarme con la junta de calificación de mi
distrito militar, me dijeron que no había nadie en la ciudad. Fue años después
cuando advertí que me habían mantenido en la vida civil para que cumpliera con
mis deberes de espía.
Verán ustedes. Lo que la mayoría
de la gente ignora acerca de los espías es que ninguno de ellos sabe en
realidad lo que está haciendo. No pueden saberlo. No estarían seguros si lo
supiesen. Tan pronto como un espía sabe demasiado, puede ser peligroso si
llegan a apresarlo. El espía que sabe demasiado es un peligro si cae preso. El
espía que sabe demasiado puede ser tentado por la traición, la bebida o una
mujer hermosa a quien acabe susurrándole cosas al oído.
El espía es seguro sólo cuando es
un ignorante. Y es más seguro que nunca cuando ni siquiera sabe que es espía.
En algún lugar, en lo más
profundo del Pentágono, de la Casa Blanca o de cualquier casa de ladrillos
oscuros en ciudades anónimas como Nyack, San Antonio u otra, existen maestros
espías que saben lo suficiente para ser importantes. Pero nadie sabe quiénes
son, y no me sorprendería que en última instancia, ninguno de ellos lo sepa
todo.
Por eso se cometen tantos errores
tontos en las guerras. Para todos sin excepción hay zonas oscuras; el exceso de
luz los haría poco confiables y los generales tienen la especialidad de elegir
las zonas oscuras para llevar a cabo sus operativos.
Lean la historia militar,
señores, y verán que lo que digo confiere algún sentido a parte de la locura.
Bien, yo era espía. Era un
muchacho, de modo que ocupaba el último de los escalones, lo cual significaba
que no sabía nada. Recibía mis órdenes, pero creía que tenían que ver
exclusivamente con mi trabajo en el laboratorio. Sin duda era un chico inteligente
—cosa que no sorprenderá a ninguno de ustedes— y en general obtenía resultados.
Esto me convertía en alguien valioso.
Claro es que a la sazón no lo
sabía, pues de haberlo sabido habría pedido un aumento de salario. Después de
todo, 2600 dólares por año no eran mucho ni siquiera entonces. Imagino que
había otro motivo que los llevaba a mantenerme en la ignorancia: el deseo de
economizar.
Años más tarde, al mirar hacia
atrás, recuerdo una pequeña hazaña mía que debió haberme significado un aumento
de mil dólares… O una medalla de honor del Congreso, lo que ustedes prefieran.
Debo explicarme un poco.
En aquella época luchábamos
contra los alemanes, como ustedes deben de recordar. También luchábamos contra
los japoneses, pero yo no participaba en eso. No tenía los ojos requeridos para
actuar entre los orientales.
Ahora bien, los alemanes eran
gente eficaz. Se nos infiltraban, ¿saben? Mandaron una gran cantidad de agentes
a los Estados Unidos. Todos venían provistos de falsa identidad, falsos
documentos, falsas historias. Su tarea fue extraordinaria y meticulosa.
Podrán preguntarse por qué no
podíamos nosotros hacer lo mismo y enviar a nuestra gente a Alemania.
Sin duda podíamos enviarla, pero
nunca nos llegó la oportunidad. Los alemanes tenían una sociedad bastante
homogénea y nosotros, no. Somos una sociedad heterogénea. Aquí tenemos toda
clase de acentos y toda clase de antecedentes étnicos.
De haber cometido uno de nuestros
agentes el más pequeño error en Alemania, lo habrían colgado de los pulgares
antes de que hubiese terminado de cometerlo. Aquí, es necesario esperar de diez
a doce meses antes de estar seguros de que alguien es un agente alemán o, por
el contrario, un honrado ciudadano de origen centroeuropeo o algo por el
estilo.
Fue así como siempre debimos
correr rezagados. Por cierto yo no sabía nada de esto. Nadie sabía nada, salvo
unas cinco personas que sabían un veinticinco por ciento cada una. Comprendo
que esto arroja un ciento veinticinco por ciento, pero había algo de superposición.
Mi talento especial consistía en
identificar a los hombres que ocultaban su verdadera identidad. Era eso lo que
me mantenía fuera de las fuerzas armadas. Necesitaban a este infalible
identificador, a mí.
Por consiguiente, cuando tenían a
algún norteamericano auténtico que había perpetrado lo que podría ser, o no, un
fraude en cuanto a su identidad u ocupación, me asignaban la misión de
seguirlo. En ese caso me llamaban y me decían que deseaban contratar a alguien
para trabajar en la Estación Aeronaval Experimental, donde estaba trabajando yo
como químico, pero que no tenían seguridades en cuanto a su lealtad.
Nunca pensé mucho en ello.
Teníamos un teniente de navío que abrigaba sospechas frente a cualquiera que
conociese palabras de más de dos sílabas, y quien quiera que fuese, siempre
resultaba ser un norteamericano honrado, decente, que hacía trampas sólo para
pagar sus impuestos o para eludir el servicio militar. Salvo en algunos casos.
En esta ocasión me llamaron a la
oficina del teniente de navío. No me dijeron por qué. Mucho después descubrí
algunos papeles que al parecer indicaban que el incidente involucraba algo
decisivo para el triunfo o la derrota en la guerra. No tengo la menor idea del
motivo, pero sin duda la guerra se habría perdido si yo les hubiese fallado.
Como es lógico, yo no lo sabía
entonces.
—Griswold —me dijo el jefe—,
tenemos un hombre nuevo. Se llama Brooke. Lo escribe con “e” final. No estamos
muy seguros de él. Puede que sea un norteamericano auténtico. Puede ser, por
otra parte, uno de esos asquerosos nazis. Usted debe establecerlo pero sin que
él se entere de que está investigándolo porque no queremos que esté en guardia.
Es más, Griswold, debemos saberlo para las cinco de la tarde y saberlo con
exactitud. Si para las cinco de la tarde no tiene la respuesta o nos trae una
respuesta equivocada… pues le diré, Griswold, que…
El hombre encendió un cigarrillo,
me miró con fijeza, entrecerrando los ojos detrás del humo y luego añadió con
una voz capaz de cortar el granito:
—Si fracasa, Griswold, no vuelva
a pensar en ningún ascenso.
Esto sí que me colocó en actitud
de alerta. De haber sabido que el curso de la guerra estaba en juego, me habría
encogido de hombros. Perder una guerra no es más que un hito en la historia,
pero perder un ascenso es una tragedia personal.
Miré mi reloj. Eran las diez y
cuarto de la mañana, lo cual me daba cerca de siete horas para actuar.
No llegué a conocerlo hasta
pasada una media hora y entonces a uno de los jefes del laboratorio se le
ocurrió pasar otras dos explicándole al hombre todas sus obligaciones.
Por lo tanto, hasta las dos de la
tarde aproximadamente, no nos encontramos sentados junto a escritorios
adyacentes en el laboratorio.
Por fin pude trabar conversación
con el hombre.
Era simpático, lo cual era un
punto negativo, sin duda, porque los agentes secretos siempre tratan de ser
simpáticos. La dificultad estriba en que también trata de serlo cierta
proporción de gente leal, no mucho, pero suficiente como para confundir las cosas.
Supuse que no le molestaría que
yo hurgase un poco. Era lo que cabía esperar y era seguro que colaboraría.
En primer lugar, si se mostraba
reticente, despertaría sospechas. Si era un agente enemigo, cualquier reserva
podría atraerla atención hacia él y lo matarían. Si no era un agente enemigo,
la reserva podría ser indicio de estupidez y quizá lo ascenderían a un puesto
administrativo más alto. Las dos alternativas eran igualmente indeseables.
Además, los agentes alemanes
enviados a infiltrarse en los organismos de defensa del territorio de los
Estados Unidos tendían a vanagloriarse de su habilidad para soportar los
sondeos y, al parecer, estimulaban las preguntas.
Después de todo, se los reclutaba
entre hombres que habían pasado su infancia en los Estados Unidos, de modo que
no les era difícil readquirir los giros idiomáticos del discurso de todos los
días, aparte de que se los adoctrinaba a fondo en cuanto a los pormenores de la
vida local norteamericana.
Por ejemplo, todos ustedes habrán
oído decir que la forma de identificar a un espía alemán que finge ser
norteamericano es preguntarle quién ganó el campeonato mundial de béisbol el
año anterior. ¡No lo crean! Cada uno de ellos sabe perfectamente todo lo
referente a los campeonatos mundiales ya la estadística de béisbol, para no
hablar ya de los encuentros de box y del nombre de todos los vicepresidentes
del país en los últimos cincuenta años.
No obstante, había que encontrar
algún medio.
Hablamos de política y de deporte
y comprobé que sabía tanto como yo sobre estos temas. Probé el uso de toda
clase de expresiones idiomáticas y lenguaje popular y en ningún momento lo
desconcertó ninguno de ellos.
Por suerte los dos estábamos
realizando condensaciones de reflujo en nuestras mesas, lo cual nos permitía
conversar bastante. Por otra parte, en los empleos del estado se considera
altamente sospechosa la dedicación excesiva al trabajo, en especial en época de
guerra.
En vista de ello propuse hacer
juegos de palabras y jugamos a algunos inofensivos hasta que, a través de
etapas graduales, llegamos a los de asociación libre. Le dije que le apostaba a
que por mucho que intentase ocultar los hechos, yo era capaz, a través de la
libre asociación, de decirle cuándo se había acostado con una mujer por última
vez y qué habían hecho, exactamente. Apostamos cinco dólares cada uno y cinco
dólares más para el caso de que él no respondiese a cada palabra o giro dentro
de los cinco segundos, según mi reloj.
Eran las cuatro y veinte de la
tarde cuando comenzamos y puedo asegurarles que ambos estábamos muy serios.
Estábamos luchando por el triunfo en la guerra y por diez dólares; tanto el
otro como yo teníamos una elevada opinión de lo que son diez dólares.
Dije “mesa” y él dijo “cama”.
Dije “Di Maggio” y él dijo “corner”. Dije “soldado G.I.” y él dijo “Joe”. Dije
“clarinete” y él dijo “Benny Goodman”. El juego se prolongó de este modo
durante bastante rato, mientras yo complicaba cada vez más las cosas mediante
pasos muy cautelosos y delicados.
Por fin a las cinco menos cuarto
yo dije “terror de la huida” y él dije “tristeza de la tumba”. En este punto yo
hice la señal convenida y un hombre sentado en el otro extremo del cuarto se
levantó, se acercó, aferró al compañero y se lo llevó. Mi compañero gritaba
todo el tiempo hasta que salió del recinto: “¡Me debes diez dólares!” Debo
decirles que no tenía muchas posibilidades de cobrar la deuda.
Por lo que acabo de contarles,
creo que pueden ver lo que sucedió, de modo que, si no tienen inconveniente, me
pondré al día con el sueño que me faltaba.
Tuvimos que despertarlo.
—¿Qué sucedió? —le pregunté,
sacudiéndolo con violencia, al punto que le costó algún trabajo mantener
derecho su vaso de whisky—. Termina la anécdota.
—¡No me digas que no entendiste!
—exclamó indignado—. “Terror de la huida” pertenece a la tercera estrofa de
nuestro himno nacional, que dice así:
¿Y dónde existe esa banda que
orgullosa juró que el destrozo de la guerra y el fragor de la batalla habría de
dejarnos sin hogar y sin nación? Su sangre ha lavado la horrorosa impureza de
sus sucios pies. Ningún refugio podría salvar al lacayo y al esclavo del terror
de la huida y la tristeza de la tumba. ¡Y la bandera cubierta de estrellas
flamea triunfante en la tierra de los libres y la patria de los valientes!
—Vamos, señores, ningún
norteamericano leal y auténtico conoce la letra de la primera estrofa de
nuestro glorioso himno nacional y ni siquiera ha oído hablar jamás de la
tercera (salvo en mi propio caso, desde luego, pues lo sé todo). De todos
modos, la tercera estrofa es chauvinista y sanguinaria y, prácticamente, la
borraron del himno durante los grandes años de pacifismo consecutivos a la
Segunda Guerra Mundial.
Sucede, simplemente, que los
alemanes son tan meticulosos que enseñaron a sus agentes con el mayor cuidado
las cuatro estrofas del himno y verificaron que las supiesen ala perfección. Y
esto fue lo que los delató.
Lo malo es que mi jefe no me dio
nunca el aumento de sueldo y ni siquiera me reembolsaron la pérdida de los diez
dólares de la apuesta.
—Dijiste que no llegaste a pagar
los diez dólares —señalé.
—Sí —dijo Griswold— pero ellos no
lo sabían.
Dicho lo cual, volvió a dormirse.