HILDA LAWRENCE
ÚLTIMO PISO EN
MANHATTAN
Oí su voz por primera vez hace
una semana. El miércoles. Hoy hace una semana que estaba sentada en la terraza
mirando el sol, al atardecer, como ahora. Y aquí termina el parecido. Ahora
ella está adentro y han cerrado la puerta y no oigo nada.
La semana pasada oí su voz por
sobre la pared que separa las terrazas de nuestros departamentos del último
piso. Hay una puerta pintada de azul en esta pared y está cerrada del otro
lado. Ahora, no. Su voz me llegaba, por sobre la pared, como una campanita que
sonara para deleitar a alguien.
Decía: —En casa, me dicen Peachy.
¿Horrible, no?
Por la voz parecía joven, rubia y
recién llegada de Georgia y me daban ganas de reírme a carcajadas, porque no
engañaba a nadie. A mí no, al menos. Le gusta el sobrenombre de Peachy y
hubiera pagado por oírse llamar así otra vez.
Siguió diciendo: —Mi verdadero
nombre es Agnes; pero nadie me llama así en casa. Siguen llamándome Peachy por
más que les diga que no.
Vamos, tontuela, me dije, ¿a
quién engañas?
Fue su voz la primera que oí del
otro lado de la pared: la primera que tenía rótulo y calidad. Me di cuenta, en
seguida, de que Peachy era una visita, no una vecina.
Mis vecinas eran dos mujeres, sin
edad, sin nombre, invisibles, que nunca decían nada que mereciera escucharse. Y
mascullaban las palabras. Tampoco valía la pena prestar atención al ladrido de
su perro. Husmeaba junto a la puerta azul y lloriqueaba nada más. Un par de
veces casi les escribo una carta de protesta. Pensaba que podían quitar el
cerrojo a la puerta y dejar que el pobre animal tuviese amplitud para correr;
pero esas cosas no se hacen en Nueva York. Quizá se hagan si uno es el
verdadero inquilino; pero yo no sabía bien qué nivel social le corresponde al
que subalquila por un tiempo breve.
De modo que al punto me enteré de
que Peachy era una visita, visita de primera vez; más aun, era un desconocido
para una, o quizá, para las dos vecinas que mascullaban las palabras, en lugar
de hablar, puesto que había tenido que hacer su propia presentación.
Esto fue el miércoles pasado. Al
final de la tarde.
Esa mañana mi médico vino a las
diez, como de costumbre; y entró sin llamar, también como de costumbre. La
puerta de mi departamento está siempre sin llave, para facilitar la entrada de
los que me asedian. Me han prohibido caminar, ni siquiera en mi pieza a menos
que sea indispensable. Así que el médico entra sin problema, se ocupa de mi
pierna, el mozo del restaurante del piso bajo me trae la comida, que no he
pedido; el ascensorista me trae la correspondencia, que no me interesa. Yo me
lo paso, sentada al sol, mimando mi pierna fracturada y dejando que me roben.
Ese día tenía lástima de mí misma
por partida triple.
El médico había dicho que me
estaba reponiendo bien, pero no tan pronto como para poder ir adonde yo
quisiera. Yo quería ir a cualquier parte, en un barco grande, durante mucho,
mucho tiempo. Él dijo que todavía no. Me recomendó paciencia. Dijo que lo que
yo necesitaba era interesarme en algo ajeno a mi propia persona. Algo
preferiblemente humano.
—Mrs. Potter —dijo—. Usted
necesita alguien con quien hablar. ¿No conoce a nadie en Nueva York?
Yo no conocía a nadie y no quería
hablar. En ese momento, no. Así se lo dije.
—¿Y algunos libros? —siguió
preguntando—. ¿Qué le parecen unos libros y unos rompecabezas?
—Tengo libros —le dije—. La
biblioteca circulante me los manda. Tengo algunos rompecabezas, también.
—Bien —dijo—. Siga tomando sol y
en un par de semanas, la tendremos caminando. Llámeme, de día o de noche, si me
necesita.
Arregló el dosel de mi silla,
regó las plantas de las macetas y se fue.
Llegaron cartas, con la semanal
súplica de mi madre de que me volviese a Texas, para que ella me cuidase,
porque sólo una madre sabe lo que necesitan sus hijos; que comiese bien y que
lavase siempre la fruta, porque los gatos y las lauchas también, duermen en los
depósitos; que dejara de quebrarme las piernas en las planchadas de barcos
extranjeros y que me casase. Y una posdata, subrayada: Ninguna mujer crece
rejuveneciéndose.
Rechiné los dientes, que son míos
todavía y esperé el almuerzo. Llegó. Tenía motivos para esperar pollo fiambre,
ya que eso era lo que había pedido, y me trajeron un gallo, mal disfrazado de
pollo.
El sol se había puesto muy
caliente y me arrastré hasta mi habitación, para dormir una siesta. Más tarde,
poco antes de las diecisiete, volví a arrastrarme hasta la terraza. Nadie, ni
el cachorro se movía en la terraza vecina.
Estaba más fresco en la terraza.
Observé los barcos del río East y admiré la forma en que el viento susurraba
entre las flores y enredaderas también subalquiladas. Escuché la voz de la
ciudad. En la calle, dieciocho pisos más abajo, los taxis hacían sonar sus
bocinas y llevaban gente con piernas sanas a sitios agradables. ¡Qué lindo!
Pero no era para mí. Sentada ahí me tuve lástima. Entonces sonó un portazo del
otro lado de la pared.
Era la primera vez que oía
golpear una puerta allí. El cachorro dio un ladrido corto; por primera vez
también. Luego alguien se rió con una risa suave, satisfecha, con burbujas por
debajo. También por primera vez. Y viniendo de donde venía, esa risa equivalía
a un grito. Empecé a sentirme mejor. El médico, me dije, tenía razón. Aquí está
el interés que viene de afuera y que se expresa a voces.
Antes de esto, no me había hecho
mayores conjeturas con respecto a mis vecinas; ni preocupado por ellas. Sabía
que ambas caminaban y hablaban en forma parecida y daban la impresión de estar
cansadas o aburridas. Hablaban en voz baja y monótona, preguntando y
contestando preguntas sobre si habían dormido bien; si tomaban el café afuera y
si era hora de acostarse. A veces, alguna pregunta quedaba sin respuesta; a
veces, pasaba el día sin que hablaran ni caminaran. Todos los días de trabajo,
una de ellas salía a las dieciséis y media y volvía a las dieciocho y media.
Las dos se quedaban en casa los sábados y domingos. Esto es todo lo que yo
sabía.
Todo lo que sabía de mis vecinas
era que eran dos mujeres que hablaban de trivialidades en voz baja. Daban la
impresión de que se conocían muy bien y desde hacía mucho tiempo.
Pero el miércoles pasado por la
tarde, poco después de las diecisiete, alguien golpeó una puerta, alguien se
rió, y oí el raspar de las sillas en las baldosas de la terraza. El cachorro
ladró creyendo que tanta fortuna era imposible. Era el tipo de ladrido con que
se le da la bienvenida a un hueso que no se espera.
Durante muchas semanas le había
tenido lástima al animalito, primero, porque su nombre era Baby y segundo,
porque tenía cadena. Baby se quejaba y hacía sonar la cadena r como una
matraca, día y noche, menos un rato, al caer de la tarde. En ese momento, una
de mis vecinas (la que no salía), soltaba al pobre animal y trataba de
enseñarle a hacer pruebas. A juzgar por las amenazas que murmuraba. Baby era
duro para aprender.
Le asigné a Baby unas orejas
colgantes y unas patas ásperas y ciertos desvarios juveniles en las macetas.
Esto último justificaría la cadena.
Así es. Así, que poco después de
las diecisiete del miércoles pasado, sonó una puerta, alguien se rió y Baby
ladró.
Parecía una fiesta, en una casa
en que las fiestas hacían perder la cabeza a la gente; pero había sólo dos
personas. Oí los pasos de dos personas, aunque alguien empujaba sillas como
para seis. La que se reía, desbordaba alegría, soltando a Baby, divirtiéndose a
raudales. Era evidente que no estaba acostumbrada a tener visitas y se
esforzaba por producir una buena impresión.
Falsedad y charlatanería. —¡Qué
suerte! ¡La primera vez que salgo desde hace meses y te encuentro! Esa silla
no, ésta: así ves el río. Mi río. Lo adoro. Por eso no salgo, a menos que sea
imprescindible. Tengo todo lo que necesito: mis libros, mi perrito, mi lindo
piano, y mi precioso, magnífico río. Estoy segura de que los otros inquilinos
piensan que soy rara, pero no me importa. Para mí, los raros son ellos.
Copetines, fines de semana en el campo, piernas desnudas…
Seguía y seguía. La visita no
podía meter baza, pero yo me divertía. Sacaba mis conclusiones también. ¿Dónde
había ido a parar el murmullo, farfullado, de mi vecina? Y puesta a pensar,
¿cómo sería ella? ¿Vieja, joven, delgada, gorda, morocha, rubia o qué? Era como
ver una comedia con los ojos cerrados. No nos engañemos, lo que yo hacía no era
otra cosa que escuchar por detrás de la puerta, y bien sabía lo que eso trae
apareado. Quizá, me decía, cuando termine de escuchar la desbordante charla
sobre su propia vida, empezará a ocuparse de la mía. Así más o menos: “¿La de
al lado, dice usted? No sé nada de ella. Una tal Mrs. Potter, impedida, que
subalquila. El médico viene todos los días. No sé para qué”. Me preparé a
divertirme.
Y dale que dale. Llegué a la
conclusión de que era cincuentona, con exceso de peso y sola; que su compañera
ausente era una vieja criada o parienta pobre, que le hacía los mandados al
atardecer; y que la postraba de aburrimiento. No sé por qué motivo le asigné
una buena cuenta bancaria; pero así lo hice. También llegué a la conclusión de
que era lo que mi madre llama “cultivada”. Había cierta calidad en su voz.
Aparte de eso, sabía el alquiler que pagaban.
Y sigue que te sigue. —¿Estás
cómoda? Sácate el sombrero y recuéstate. Estoy tan contenta de que hayas
venido. Detesto a la gente de Nueva York: mujeres tontas. No aguanto sus caras
feas y pintadas. Por eso te observé al instante. ¿Cómo te llamas?
Fue entonces cuando oí la voz de
Peachy por sobre la pared. Flotaba como una campanita. Me acordé de todos los
niños con que había jugado, años atrás, al caer la tarde. Tendría doce años. Me
sentí maternal y protectora.
—Me llaman Peachy, los míos. ¡Qué
horror!
Joven, rubia y recién llegada de
Georgia.
Y eso es todo. Bastante por
tratarse de una comedia que se ve con los ojos cerrados y adivinando quiénes
son los actores.
Su verdadero nombre era Agnes,
pero la seguían llamando Peachy, aunque les pedía y pedía que no lo hicieran.
Ni a mí, ni a la dueña de casa engañaba con eso.
—Agnes suena suave y te queda
bien; pero yo también te voy a llamar Peachy. Yo soy Cora. Ahí tienes, ya nos
conocemos. ¡Ay de mí! ¡Ese pobre perro! ¡Abajo, Baby! ¡No le gustas a Peachy!
—Me gusta. Me encantan los
perros. Tengo uno en casa. Pero no lo traje. Usted sabe, por la ciudad y todo
eso. No me pareció… vamos, justo.
—Ya sé. Pero yo, soy una infeliz
que necesito compañía. Algo con vida y que me pertenezca. Algo que necesite de
mí. ¡Qué tontería! ¿no? Bueno, hablemos de ti. Parecías tan sola, caminando por
la calle, mirando las vidrieras… Me recordaste a alguien que conocía. No pude
resistir el deseo de hablarte y tú fuiste un ángel, cómo comprendiste todo.
¿Cómo es esa frase horrorosa que usa la gente en estos casos? “Ahora que sabes
el camino, debes volver”.
—Me encantaría. No conozco a
nadie aquí.
—Magnífico. Me lo imaginé, lo leí en tu cara.
Peachy, no tengo nada que ofrecerte. Pero, para mañana, prepararé algo.
¿Vendrás mañana, verdad?
—Me encantaría. Pero no quiero
que usted se ponga en la molestia de preparar té.
—Te prometo que no. Pero mi vida
está ajustada a un horario. Sólo estoy libre a ciertas horas. ¿Puedes venir
entre las diecisiete y las dieciocho? Es muy importante, Peachy. ¿Te acordarás?
¿De diecisiete a dieciocho?
Bueno, bueno —me dije—. ¿Por qué
de diecisiete a dieciocho? ¿Por qué, tanto énfasis? Esperé la respuesta de
Peachy.
Peachy dijo que se acordaría.
Dijo: “Me encantaría”.
Dale que dale, dale que dale.
Joven, rubia y recién llegada de Georgia; caminando por la calle, mirando las
vidrieras, y aceptando invitaciones de desconocidas; cincuentona, gorda, rica y
aburrida; con un horario ridículo; y libre sólo de diecisiete a dieciocho.
Peachy dijo que se sentía sola,
que no conocía un alma, que no hacía otra cosa que caminar. Pero a ella también
le gustaban los perros, la encantaban los perros, y Baby era encantador. Cora
no tenía por qué ponerle cara de enojada a Baby.
Cora también se sentía sola, le
gustaban los perros, también; y a las dos les encantaba el río. Gozaban mirando
el río, los barcos y el horizonte. Las encantaba todo esto. Se oyó un
ladridito.
A Baby le gustaba Peachy. Y trató
de subirse a sus faldas. Cora lo ahuyentó, porque no quería que le pasara nada
al vestido tan bonito de Peachy. Peachy dijo que Cora no debía retar así a
Baby; en serio, no. Demasiado pronto para ellas y para mí, se hicieron las
dieciocho. Hubo despedidas y promesas. Los pasos y las voces se apagaron.
Esto ocurrió el miércoles pasado.
Cora volvió: yo ya tenía
catalogados sus pasos e hizo algo con las sillas de la terraza. Parecía que las
arrastraba hacia el sitio de donde las había sacado. La oía jadear o así me
pareció. Oí el rechinar de la cadena sobre el cuello del pobre Baby. No me
cabía duda. La cadena hacía un ruido metálico seco y Baby gemía del otro lado
de la puerta azul. Era un cuadro fascinante: apenas podía esperar hasta el día
siguiente.
Tampoco podía esperar la llegada
de la compañera ausente, la que hacía los mandados, cuyo nombre y cantidad,
estaban representados por una X.
Justo a las dieciocho y media, X
apareció y comenzó a hacer las mismas preguntas aburridas, en su monótono
murmullo. Esperé que Cora mintiera y se rebelara. Pero, nada. Escuché con toda
intensidad.
X preguntó a Cora qué había
estado haciendo. Cora le contestó, en un murmullo: —¿Qué había estado haciendo?
Lo de siempre. Había leído y dormido la siesta. ¿La ropa para remendar? Se
había olvidado… se había olvidado de mirar el reloj; no se había dado cuenta de
que era tan tarde.
Era casi imposible distinguir
cuál de las dos hablaba. Seguían zumbando y susurrando, y Baby husmeaba y gemía
a la puerta pintada.
A juzgar por el ir y venir de la
conversación que se oía del otro lado de la pared, Peachy no existía.
A la mañana siguiente, el médico
dijo que su excelente método estaba empezando a dar resultado. Me palmeó y yo
hice otro tanto, pues tuve la impresión de que para él, el gesto era
significativo. Le agregué azúcar y lo revolví.
—Es usted estupendo —le dije. Le
brillaron los ojos—. Su tratamiento es magnífico. No le dije que había
descubierto un interés humano ajeno a mi propia persona.
Eso fue el jueves. El chico del
ascensor me entregó la correspondencia a las once y media y le pregunté quién
vivía al lado. Me dijo que eran dos hermanas, de apellido Winslow. También me
dijo, a regañadientes, que no sabía nada de ellas; que eran nuevas en la casa,
como yo. Le encargué jamón frío para el almuerzo y no se equivocó. Lo comí y
esperé a que fueran las diecisiete. ¿Hermanas? Bueno, ¿por qué no?
Las dos Winslows estuvieron
adentro hasta las dieciséis, hora en que salieron y caminaron paso a paso por
la terraza. No se oyó conversar hasta que una de ellas dijo que era hora de
irse. Esa tenía que ser X, porque X era la que siempre salía. Y Cora tenía un
compromiso, ahí, en su casa. Abandonaron juntas la terraza y después de cinco
minutos de silencio, Cora volvió sola, hecha un torbellino. Arrastraba las
sillas y hacía sonar, no sé si vasos o tazas. Entraba y salía corriendo,
golpeando las puertas todas las veces, y una vez se oyó un gañido, como cuando
se pisa a un perro. A las diecisiete en punto, llegó Peachy.
Cora exclamó:
—¡Peachy! ¡Qué preciosas! ¡Pero,
qué derrochona! ¡No tenías por qué hacer eso! Voy por una jarra de agua.
De modo que: flores.
Peachy dijo que Cora, tampoco
debía haberse puesto en molestias. “Se ha molestado usted, y yo no quiero que
lo haga. Imagínese, ¡haberse tomado tanta molestia! Pero, me encanta el baño de
azúcar rosado”.
De modo que tortas.
—Sabía que te gustaba el baño de
azúcar rosado. ¡Lo sabía!
Cora estaba encantada.
—Pero no creas que es ninguna
tarea. No hice más que telefonear al negocio de abajo. Ahora, dime algo de ti,
Peachy. ¿Qué te trajo a Nueva York? ¡Abajo, Baby, abajo! ¡Peachy no te quiere!
Peachy dijo que ella la quería
mucho a Baby, en serio, la quería. “Y, además, este vestido es lavable”. (En
cuanto a qué la trajo a Nueva York, apenas sabía qué había sido.) “Mi abuela me
dejó un poco de dinero y yo siempre había querido ver Nueva York. Es decir,
como una neoyorquina, no como turista. Viviendo un par de meses, tomándome el
tiempo que se me ocurriera”.
De modo que se había venido, y a
su tío y a su tía casi les había dado un ataque. Pero había encontrado una
pieza, chiquita, muy linda, en ese hotel, chiquito, tan lindo, en la esquina de
la calle 49. Sus tíos pensaban que estaba loca de remate; pero no la
molestaban. Y ella les escribía todos los días, para que no creyeran que la
había atropellado un auto. La gente del hotel era muy agradable y muchos le
hablaban; pero ella… bueno, usted sabe. Hay personas que parecen santos, en
serio, pero una nunca puede estar segura. Mire las cosas que se leen en los
libros, de gente que habla con chicas… hombres, y todo, y… bueno, usted sabe.
Yo aprobaba en silencio y Cora me
apoyaba. Cora dijo que Peachy tenía toda la razón. “El cuidarse nunca puede ser
exagerado”, dijo Cora. “¿Cuánto tiempo hace que estás aquí?”
—Bueno, hace casi dos meses y ya
debía empezar a pensar en volverme. Pero me queda un poco de dinero, así que no
sé. Estoy empezando a divertirme —dijo Peachy.
No se había divertido antes; se
sentía incómoda andando sola. No había peligro en ir a conciertos; se puede
confiar en la gente afecta a la música. “Me encanta, en serio. ¿Por qué no toca
un poco para mí?”.
—Sí, pero no hoy. Mañana. La voz
de Cora subía en un chisporroteo, y se volcaba y extendía como crema. “¡Peachy!
¡Pícara! No le des de comer a Baby. No, Baby, no. ¡Mala!” (La voz de Baby se
elevaba, también, y recorría toda la gama canina.)
—Bueno, ¿dónde estábamos?
—preguntó Cora.
—Usted decía que mañana iba a
tocar para mí.
—Y lo voy a hacer. Peachy, ¡mira,
querida, esa barcaza! ¡Mira el avión!
Las encantó la barcaza y el
avión; y volvieron a jurar su fidelidad al río, al sol, al cielo y a la línea
de edificios altos sobre el horizonte.
—¡Debe ser magnífico de noche!
—dijo Peachy pensativamente. (Si era un anzuelo y a mí no me importaba que lo
fuera, Cora no lo recogió. Le preocupaba Baby, que, por alguna razón invisible,
estaba en la mala otra vez.) Era una mala, una mala y Cora se lo decía con voz
fría y calma.
—¡Dios mío! —se rió Peachy—. Creí
que me lo decía a mí.
—¡Tontuela! —dijo Cora.
Peachy volvió a mirar el río.
—Debe ser lindo, aun cuando
llueva, con todas las torres, y cosas. Debe ser lindísimo estar sentada adentro
y ver llover. ¡Qué ventanales grandes! ¡Es el departamento más lindo que he
visto! Parece una casa, con tantas piezas.
Analicé la voz de Peachy, en
busca de algún rastro de envidia; pero no lo encontré. No me hubiera
preocupado, en caso de haberlo encontrado. La casa de las Winslow era igual a
la mía: seis habitaciones exteriores y dos baños; y Peachy, que vivía en una pieza
de hotel, para una sola persona, tenía derecho, al menos a sentir un aguijón de
envidia, Lo tuvo.
—Es un departamento muy grande
para una persona sola, ¿no? Debe usted dar vueltas todo el día. Pero se presta
para alojar huéspedes, gente que no vive en la ciudad, ¿no?
Cora rechazó la idea casi con un
chillido. Baby, que había sido mala, mala, pocos minutos antes, estalló en un
chillido, como muestra de lealtad. Baby, me imaginé, trataba de decirle:
“¿Ves?, yo no soy realmente mala. ¿Ves? Yo te protejo”. O era una copiona. O
creyó que la habían pisado a Cora. Era conmovedor, pero no me gustaba. Era
gracioso y sin embargo, no me daba ganas de reír. Baby me hizo dar un salto.
—Esta es mi chiquita buena. Baby
entiende a Cora. —la alababa Cora. Luego agregó: “Mala, mala, mala”, y su voz
era baja y fría.
Era emocionante, desorientador y
fascinante; en ese orden. Pocos minutos más tarde, a las dieciocho, Peachy
salió, llevándose los restos de la torta. Se le dijo que la comiera en cama. Y
que volviera a la tarde siguiente.
—No te olvides. Cuento contigo.
Diecisiete en punto.
Las voces se apagaron y yo esperé
la vuelta de Cora. En dos minutos, volvió como un ciclón. Las sillas
arrastradas y el estrépito de la bandeja del té, hasta que desapareció. Esta
vez se quedó adentro, lo bastante como para lavar la vajilla. Me pregunté si
estaría lavando la vajilla. En ese caso, ¡qué pérdida de energía! Dos platos,
dos tazas y sus platillos… ¿a qué tanto apuro? A menos que no quisiera…
Entonces tuve un sobresalto. Con
mis propios ojos. Delante de mis ojos. Y daba la respuesta a la pregunta que
había empezado a hacerme. Delante de mis ojos, algo volaba, desde la terraza de
las Winslow, e iba por el aire. Iba hacia arriba, grande y brillante, describía
un arco y caía a la calle. Antes de caer, se desmenuzaba en doce pedazos por lo
menos.
Las rosas. El regalo de Peachy.
Arrojado desde la terraza del último piso.
¿Qué pasaba con el regalo de
Peachy? ¿O qué pasaba con Cora? ¿Alergia a las rosas? ¿Habría gastado su dinero
Peachy en una granada de polen? ¡Pobre Peachy! Me di por vencida, y no entendía
por qué Cora había decidido arrojar sus rosas, desenfrenadamente, a la
multitud, y no al tacho de basura. ¿Para darse corte?
Antes de que yo pudiera
contestarme esto, eran las dieciocho y treinta y la hermana X volvió a casa.
Ella y Cora cayeron en su monótona rutina. Yo ya dominaba esos susurros; de vez
en cuando sabía cuál era cuál. Cora le dijo que había tocado el piano de diecisiete
a dieciocho. Una buena mentira. Dijo que había venido la limpiadora. Yo no lo
podía probar. Alguien dijo que Baby tenía aire de enferma. Probablemente fue X.
Alguien tenía buen color, lo que le quedaba muy bien. ¿Sería Cora? Después de
un largo silencio, X sugirió que comieran y entonces entraron.
Ni palabra sobre Peachy, ni una
sílaba. Ni un rastro. Ni una rosa a la vista, ni una miga de torta, ni una taza
delatora, sin lavar.
Llegué a la conclusión
inevitable. Peachy era un secreto que tenía Cora. Peachy era un secreto que
Cora se había propuesto guardar.
Eso fue el jueves.
Encargué y comí la comida de la
noche en la terraza, y me quedé allí hasta medianoche. Sólo Baby se movía del
otro lado de la pared. Rascaba la puerta azul y gemía y arrastraba la cadena
sobre las baldosas.
El viernes fue otro día de sol.
Ya al ir a acostarme, había adoptado una resolución. El escuchar por detrás de
la puerta, como arte o pasatiempo, ya no me bastaba. Era poco para mí; en dos
días, lo había superado como en cierto momento de la infancia, había superado
el cuento de Peter Rabbit. Sabía lo que seguía antes de dar vuelta la página;
ahora sabía lo que ocurriría cuando la puerta de la terraza se golpeara y Cora
arrastrara las sillas. Chisporroteo y chillidos, gemidos y lamentos, buena,
buena; mala, mala. Mira la barcaza, mira el avión, ama el río. Y, de principio
al fin, la vocecita de Peachy, que sonaba como una campanilla. Todavía me
divertía, pero no lo suficiente. Se me había despertado el apetito.
Quería ver a Peachy. Quería ver a
Cora. Quería ver al tonto de Baby. No había visto nunca un perro tonto; y Baby
surgía como candidato posible. Hasta quería ver a la hermana X. Me estaba
formando cierto criterio sobre la hermana X. De ahí mi resolución.
Ascendería de la categoría de
escuchar por detrás de la puerta, a la de Peeping Tom y si me gustaba lo que
veía, haría algo. Llamaría al hotel para pedir el apellido de una huéspeda,
llamada Agnes, Peachy, para los suyos. Me haría irresistible al conserje. Luego
mandaría al médico a hacerle una visita con sus canas y con datos
tranquilizadores sobre mi lugar de nacimiento, no encontraría escollos. “Es del
sur, Miss Peachy y está enferma y sola. Le haría usted un favor si la
visitara.” Y, cuando viniera lo que indudablemente haría, Cora la seguiría,
Baby, también. También, quizá, la hermana X.
Yo me sentía muy, muy segura de
mí misma. Estaba preparada para todo. Si en el hotel se negaban, empezaría todo
nuevamente, dirigiéndome a las Winslow y utilizando también al médico como cuña
para entrar. El médico adularía a Cora y sería servil con la hermana X. La
hermana X tomaba, en mi imaginación, la forma de una gorgona. El imaginarme a X
como una gorgona, me llenaba de satisfacción. El diccionario me daba la razón:
Gorgona: mujer cuya presencia convierte a la gente en piedra. Había cumplido
bien su misión con Cora, aun con Baby. Las dos estaban vivas, pero sólo a
medias, cuando X se hallaba en la casa. Con razón Cora mantenía a Peachy en el
misterio. Me pareció que Cora demostraba gran astucia con esto.
Me dije esto y otras cosas más.
Las Winslows, al enfrentar mi modo encantador (que habría ensayado bien),
caerían como las quillas del juego de bolos y con ellas, caería la puerta
pintada de azul.
Así que el viernes por la mañana,
después del desayuno, traté de encontrar alguna grieta en la puerta, que me
sirviera de mirilla. Ninguna. ¡Qué tarea! El cerrojo del lado de mi casa no
servía para nada. El de las Winslow, estaba firme en su sitio.
Era una puerta alta, de casi dos
metros de altura. Miré la variedad de sillas que yo tenía; traté de pararme en
una de ellas y casi me rompo otra vez la pierna. Estaba toda traspirada cuando
llegó el médico y él me creyó, cuando le dije que era por el sol.
Antes de que se fuera, le
pregunté:
—¿Hasta qué punto me haría usted
un favor?
—Hasta el límite más inconcebible
—contestó—. ¿Qué es lo que quiere?
—Hoy, nada —le dije—. No estoy
lista. Más tarde volveremos a hablar de esto.
—Dígamelo ahora mejor —dijo—.
Mañana no vengo, ni el domingo, ni el lunes. Me voy afuera. Usted no me
necesita esos tres días, pero, si hay algo…
—No. El martes está bien. Voy a
preparar todo para el martes.
Ahora, él dice que yo miré la
puerta, al decir eso, no sólo la puerta, sino la parte superior de la pared.
Dice que di la impresión de estar escuchando. Puede ser cierto. No había nada
que escuchar, tan temprano, ni siquiera a Baby; pero yo ya canalizaba mis
pensamientos en una sola dirección.
Cuando se fue, pasé el resto de
la mañana mirando la puerta e imaginando que estaba abierta. Me representé los
días que seguirían. Me vi sirviendo el té. Me oí hablando, con entusiasmo, del
río. Coloqué a mis pies a Baby, el llorón (que ya no lloraba; por el contrario,
me adoraba). Con toda naturalidad. Al medio día ya tenía yo una reunión de
proporciones.
Después de almorzar una costilla
(reconocible como tal), dormí una siesta y soñé que había abierto la puerta con
un formón. “Bah, bah, bah —dije—. No era tan difícil, después de todo.”
Peachy llegó media hora atrasada
y Cora, Baby y yo estábamos preocupados. Cora y Baby podían hablar. Baby gemía
frenéticamente, y Cora decía: “Buena, buena, buena”. A veces, decía: “Mala,
mala, mala”. Se le oía mascullar, animando al animalito, que gemía. “Peachy es
mala” —decía.
Yo estaba de acuerdo en que
Peachy era mala. Me sentía como una mujer, a quien se le extravía el chico en
la tienda y cuando lo encuentra, le da una cachetada. Quería darle una
cachetada a Peachy, cuando y en caso de que apareciera. Pero, ¿quién era buena,
buena, buena? Por supuesto que no era Baby, de acuerdo a la mejor tradición
canina. Baby, en medio de su lloriqueo, trazaba círculos enloquecidamente, o
practicaba salto en alto con impulso; o cazaba moscas. Resultaba cómico.
Probablemente lo era. Porque Cora se reía. De modo que…
De modo que Peachy llegó a las
diecisiete y media, con una historia de infortunio: había ido al dentista;
estaba impregnada de anestesia. Estaba toda entumecida y tenía ganas de llorar.
Creyó que se moría. “Creí que me moría en serio. Y el dentista no me podía
atender hasta esta tarde. Me sacó el diente, y no sentí nada; pero ahora me
siento malísimamente. Me dijo que me volviera a casa en seguida y que tomara
unas píldoras. Me dio las píldoras. Pero yo quería explicarle a usted antes”.
—“Mala” —decía Cora. “Mala. Me
aflige y me siento defraudada. Pero el lunes, nos vamos a divertir.”
—¿El lunes? —preguntó,
temblorosamente Peachy.
—Sí. El sábado y domingo estoy
comprometida.
Sin duda, asentí yo. Con la
hermana X. Esos días, la hermana X se queda en casa.
La voz de Peachy se oía
temblorosa nuevamente. “No se enoje, por favor. Me parece que…”
—“¡Tonta! Toma una taza de té,
nada más que una, antes de irte.”
—¿Le parece que me hará bien, que
no me hará doler?
Después de pensar un momento,
Cora dijo: “No te dolerá”.
Oí el ruido de las tazas. Salvo
una frase, no se las oyó hablar. Nadie mimaba, ni retaba a Baby. Cora fue la
excepción. Habló una vez, vivamente. “Mala, mala. Peachy se siente mal.”
Pasaron cinco minutos; quizá más,
quizá menos. Los aviones sobrevolaban la terraza; el tráfico del río se excedía
a sí mismo. Nadie lo comentaba. Una gran nube negra se desplazó sobre el sol, y
su sombra se desplazó sobre mí, sobre la pared, y desapareció.
Peachy habló. “Oh, ¿vio eso? Es
de mal agüero. Cuando una nube se instala sobre uno, quiere decir algo. Me
parece que se viene una tormenta. Mejor será que me vaya.”
Cora dijo: “¡Peachy! ¡Mira! Una
lanchita, una lanchita preciosa.”
Peachy dijo que era preciosa. Le
encantaba, en serio. Pero se sentía mal.
Mareada, sabe. Muy mareada. Cora,
tendrá que… ¡Oh!
—¿Qué te pasa, Peachy?
—¿No vio? ¿No me vio? ¡Cielos!
Casi me caí. Casi me caí redonda.
Cora se reía suavemente.
—No, yo te estaba sosteniendo con
mi brazo.
Peachy se llevó, al irse, las
tortas del té. Cora insistió.
Cora dispuso de más tiempo que el
habitual antes de que volviera la hermana X. Cuando la terraza recuperó su
engañosa apariencia de respetabilidad, se puso a jugar con Baby. Acompañaba los
gemidos de Baby con palabras en voz baja, que a Baby la encantaban. Baby daba
ladriditos y gruñía, y Cora se reía y la regañaba. Entre las dos voltearon una
silla. Pero cuando X llegó a casa, se condujeron con todo decoro.
X dijo que no quería comer. Le
dolía la cabeza. Iba a tomar leche caliente para dormir y dormir. El frasco de
sedante estaba casi vacío; cómo era posible que hubiera tomado tanto; lo iba a
llenar antes de acostarse. La voz monótona se desvaneció y elevó en clave más
aguda. “¿Qué pasó con la silla de hierro?” Baby la tiró. No pude dominarla.
“Debe estar en época de celo.”
—Pero mira las abolladuras, Cora.
—No te preocupes. No es nada. No
deja de ser útil y cómodo por eso.
—Déjame que lleve a Baby al
veterinario.
—No, no te preocupes. Está
perfectamente bien.
Sí, a esa distancia, se puede oír
un suspiro, yo lo oí, en ese momento.
La tormenta empezó a las dos. Las
puertas de mi terraza estaban abiertas, y oí que las cortinas se azotaban al
viento. Cuando cerré las puertas, vi una luz del otro lado de la pared. Era una
luz azul, de esas lamparillas azules que se usan de noche. No se veía otra luz;
los edificios próximos al nuestro estaban a oscuras.
El viento y la lluvia castigaban
las enredaderas; a la distancia, el trueno resonaba. Dieciocho pisos más abajo,
las calles estaban en silencio; pero a dos metros de donde yo estaba, alguien
caminaba y hablaba. Caminaba lentamente, hablaba con suavidad y una vez se rió.
El sábado por la mañana, el chico
del ascensor me trajo un montón de facturas y como el sábado es día de
propinas, no retiró la mano. Le di su dólar.
—¿Cuántos departamentos en este
piso? —le pregunté.
—Seis.
—Confidencialmente, debes juntar
unos buenos dólares, con sólo no abrir el pico sobre las visitas que vienen.
—Esta es una casa de categoría
—dijo—. Aquí no pasan esas cosas.
—¿Y las de al lado? No temas… es
curiosidad, nada más.
—La que recibe la visita de la
chica, me da cinco dólares. No se preocupe por ellas: son unas opas. ¿Qué más
quiere saber?
—¿Y la que sale, entre las
dieciséis y media y las dieciocho y media?
—Tiene un negocio, o algo por el
estilo. A esa hora se va a controlar la caja, o algo así. Es la única vez que
sale. Tienen plata.
—¡Me alegro! —dije—. Ahora tú
también tienes plata.
Y le di otro dólar.
Llovió todo el sábado y parte del
domingo. Leí, dormí, comí, puse la pierna dentro del horno. A las dieciséis del
sábado aclaró y salí. Las Winslow ya estaban afuera. Mis sillas estaban
mojadas, pero no necesitaba silla. Esta vez me quedé parada junto a la puerta
azul. Me apoyé contra la pared.
A partir de ese minuto, hasta
hoy, hasta este miércoles, los acontecimientos se apresuraron. No vi cómo
avanzaba el engranaje hacia el final y eso que lo hacía en tono alto. Escuché,
luego sacudí la cabeza, como quien nada bajo el agua y sale a respirar a la
superficie. Tengo la impresión de que una parte de mí misma se encerraba bajo
cerrojo, no sé todavía por qué. Quizá mi mente estaba protegiendo una persona
desvalorizada. Los Winslows me decían cosas, me suministraban datos, pero ellas
no lo sabían ni yo tampoco. Sacudí la cabeza y escuché:
Esto es lo que oí.
—Te aseguro que sí. Lo he notado.
Estos últimos días te encuentro mucho mejor. (Esta era la hermana X.)
—Se me hace muy largo. (Esa era
Cora.)
—Pero sabíamos que así tenía que
ser. Y tenemos toda la vida por delante.
—Ya sé.
—¿Has empezado a hacer planes?
(La hermana X otra vez.) Quisiera que lo hicieras. Tienes que hacer planes para
el futuro.
—De cuando en cuando hago mis
planes.
—Bien. ¿Sabes lo que querría
ahora? Querría oírte tocar el piano.
Parecían casi animadas. Se
aferraban al tono monótono en la voz, pero en distinta clave. La hermana X era
la que graduaba el tono; Cora la seguía.
—¿Qué quieres que toque?
—preguntó Cora.
—Lo que quieras.
Oí que Cora se iba adentro. Oí la
tapa del piano. Oí el ruido de la varilla al entrar en su sitio cuando levantó
la tapa.
Escuché durante tres minutos
largos; esperaba oír la música. Todo lo que oí, fueron los gemidos de Baby, y
la brisa en las enredaderas. Los gemidos y el viento, fue todo lo que oí: nada
más. Traté de explicarme a mí misma que el piano estaba demasiado lejos; pero
no podía pasar por alto el hecho de que había oído subir la tapa.
Oí que cerraban la tapa. Cora
volvió.
—¿Y, qué tal? —preguntó—. ¿Qué
tal estuve?
Oí perfectamente la respuesta,
aunque la voz de la hermana X era baja. “Muchas gracias. Estuvo magnífico”.
—dijo.
El lunes fue como todos los días
hábiles. Vino Peachy, le dieron té; alguien era buena, buena, buena; alguien
era mala, mala, mala. Me estaba impacientando. Quería que ya fuese martes.
Quería que el médico estuviera aquí. No quería tener que esperar otro día más.
Llamé al médico el martes por la
mañana temprano y le pedí que viniera a las dieciséis. Dijo que no le convenía
la hora; pero cambió de idea cuando empecé a gritar.
Vino a las quince y media. Le
dije lo que había oído y lo que no había oído. Arrimó su silla a la puerta
azul.
Tuvimos suerte. Las Winslow
mantuvieron su programa: caminaron de dieciséis a dieciséis y treinta, como de
costumbre. Hablaron de cosas indiferentes. El médico se ahuecó la mano sobre la
oreja, cuando, por encima de la pared, empezó a llegar el monótono de siempre,
salpicado de pausas. La hermana X dijo que la lluvia había refrescado el aire;
que el carnicero había mandado un bife; que Baby estaba adelgazando.
A las dieciséis y media, X se
fue, y comenzó la nerviosidad. Puertas, sillas, tazas y platillos y Baby Baby
era buena y mala, pero con más frecuencia mala; y así se lo decía Cora en voz
baja. Una silla se quebró. Esta vez Baby era buena. Yo observaba la cara del
médico; pero no me decía nada. Cuando llegó Peachy, el médico arrugó el ceño.
Peachy estaba llena de disculpas.
Había tratado de hablar por teléfono; pero no pudo encontrar el número.
Cora hablaba a borbotones. El
número no estaba en guía y además no le gustaban las visitas por teléfono.
—Quítate el sombrero y descansa
—le dijo—. Tengo un té especial. Te va a gustar. ¿Para qué querías llamarme?
—Porque no me puedo quedar mucho
—dijo Peachy—. Y quería que se sintiese libre para salir, si tenía ganas.
—¿Que no te puedes quedar?
—No —dijo Peachy. El dolor de
muelas no era mucho, pero el dentista quería verla a las dieciocho para
controlarlo. Y el consultorio quedaba más allá de Madison y pensaba ir
caminando, porque no había hecho mucho ejercicio y se sentía como aletargada.
Medio dormida, sabe. Era esa famosa anestesia. Y no quería tomar té, ni torta,
gracias, porque acababa de lavarse los dientes, bien lavados. Para ir al
dentista.
—¡Eres una mala! —dijo Cora con
energía—. Es una mala, Baby y no hay nada que hacerle. Pero la dejaremos ir ¿no
te parece? y le daremos la torta, si nos promete venir mañana.
Peachy salió cinco minutos más
tarde.
El médico se quedó hasta que
volvió X. Oyó lo que yo había estado oyendo durante días. Cora dijo que había
dormido la siesta; que estaba cansada y que no sabía por qué. ¿La comida de la
noche? Sí.
Entramos cuando ellas entraron,
en silencio. Una vez adentro dije: “Siento que no haya tocado el piano. Hubiera
querido que usted oyera eso. ¿Qué es lo que está pasando en esa casa?
Dijo que no sabía; que necesitaba
tiempo para pensar.
—No me busque por la mañana
—dijo—. Me daré una vuelta a las quince. ¿Podemos contar con que la chica
aparezca?
Le dije que estaba segura.
Al salir, examinó la cadena de mi
puerta que es un adorno inútil, ya que mi puerta no está nunca cerrada.
—Equipo corriente —dijo. Y
agregó: Quizá mañana toque el piano. No querría perdérmelo.
No tiene sentido que alargue el
relato, que lo lleve arrastrando hasta el final.
El médico llegó a las quince y
colocó su silla al lado de la puerta azul. Nos quedamos adentro, hasta que
fuera hora del paseo de dieciséis a dieciséis y media. El programa se cumplió
sin tropiezos. Yo observaba la cara del médico. El diálogo era viejo para mí;
yo podía haber tenido a mi cargo los efectos sonoros.
Cuando llegó Peachy, el médico se
trepó en la silla. Se agachó manteniendo la cabeza por debajo de la parte
superior de la puerta. Podía mirar por arriba cuando quisiera.
A juzgar por la charla, el té era
especial, otra vez, pero de una clase nueva, muy buena. Humeante… ¿Para qué me
voy a extender en detalles?
Peachy dijo que le gustaba mucho
el té; pero daba la impresión de que estaba haciendo caras para tomarlo. Cora
dijo que Peachy era muy cómica. Las dos rieron. Daba gusto oírlas.
Nuevamente el río les encantaba;
les encantaban los barcos y los aviones y el cielo. Nuevamente, alguien era
mala, muy mala, in crescendo. La voz de Cora se volvía cada vez más fuerte, con
cada reprimenda. Mala, mala, mala. La voz de Cora era un dedo acusador.
La voz de Peachy se volvía más
débil; se arrastraba y se apagaba.
—Duerme —dijo Cora—. Te
despertaré cuando sea el momento. Duerme.
Daba gusto escuchar. El médico
levantó la cabeza una pulgada. Me arrastré por la terraza y me paré al lado de
su silla.
—Mala, mala, mala —decía Cora.
Baby gruñó.
Un rumor reconfortante subía de
la calle, donde la gente iba a sitios distintos. Los aviones zumbaban, los
barcos pitaban; el cielo estaba azul y suave.
—Retírese un poco hacia atrás —me
dijo el médico.
Pensé que estaba loco, cuando
echó abajo la puerta, de un golpe. Utilizó una de las sillas de hierro. A pesar
de sus años y de su aspecto cansado la blandió con fuerza.
¿Que si daba gusto escuchar? Sí.
Y ver, también hasta que se entendió, hasta que los ojos recorrieron y la mente
tomó nota; hasta que uno se convenció de que lo que veía era cierto.
Cuando la puerta crujió y cayó,
creí que el médico estaba loco. Luego vino la revelación. Lo primero que vi,
fue a Peachy, hecha un ovillo, en la silla. Se había quedado dormida con el
sombrero en la falda. Era tal como me la había imaginado. Recuerdo que hasta le
vi la hendidura del mentón.
Quizá el médico y yo hayamos
perdido treinta segundos, desde el momento en que cayó la puerta, hasta que
blandió, por segunda vez, la silla de hierro. Durante esos treinta segundos,
permanecimos como clavados al piso. Vi a Peachy y mis ojos recorrieron la
escena.
Entre Peachy y las habitaciones
del departamento, vi un perro, acurrucado, listo para saltar. ¿Sería Baby? Era
un perro gigante, una bestia como un lobo, descuidado en su aspecto, con los
ojos inyectados en sangre, la boca abierta, esperando órdenes, listo para
saltar. Bajo la piel gris, los músculos se le contraían, formando pequeñas
ondas. Los ojos rojizos iban de Peachy a Cora.
¿Y Cora? Era joven (en realidad,
tenía veintisiete años), frágil, desconectada de este mundo y estaba
acurrucada, como el animal que había estado entrenando a fuerza de hambre,
desde hacía días.
—¡Mala! —gritó Cora. Con una mano
se señaló su propio cuello y con la otra señaló a Peachy.
El médico arrojó la silla. El
perro cayó.
Ahora Peachy está adentro y han
cerrado la puerta y no oigo nada. La policía ha venido y se ha ido. Cora y Baby
se han ido también. La otra es María Winslow y está ahí todavía, en su
departamento. Está con alguien no sé quién será. Lo siento por María. Tiene
veintinueve años, es mujer de éxito y está dedicada a su hermana. Demasiado
dedicada, demasiado orgullosa. Quiso manejar ella sola a Cora.
Dos años atrás Cora era una
pianista de nota y se presentó a un concurso, que ganó otra chica. Y pocos
meses después perdió a su novio. También fue una chica la culpable… una chica
parecida a Peachy.
Desde ese día Cora había estado
buscando una chica parecida a Peachy. Y tenía todo listo. Había hecho acopio de
sedantes; ponía sedantes en el té. De no haber encontrado a Peachy la habría
sustituido con Mary. ¿Quién lo puede saber?
¿El piano? No era un piano real.
María lo había hecho hacer para que Cora fuera feliz. A lo mejor Cora sabía que
no era real; a lo mejor, lo ignoraba. Eso a criterio de cada uno.
Peachy le dijo al médico (quien
me lo dijo a mí), que quería volverse a su casa.
Yo, también.