LOS CRÍMENES DE LA
RUE MORGUE
EDGAR ALLAN POE
Qué canto entonaban las
Sirenas, o qué nombre adoptó Aquiles cuando se escondió entre las mujeres,
aunque son cuestiones harto enigmáticas, no escapan a la posibilidad de la
conjetura.
THOMAS BROWN
Las condiciones intelectuales que
a menudo se consideran de carácter analítico son en sí mismas difíciles de
analizar. Las valoramos nada más que por sus efectos. De ellas sabemos, entre
otras cosas, que son, para quien las posee en grado máximo, fuente de
auténticos goces. Así como el hombre vigoroso goza con su capacidad física, con
los ejercicios que ponen en actividad sus músculos, así también, el hombre con
espíritu analizador se regodea en esa actividad intelectual que consiste en
desentrañar algo. Extrae placer hasta de las más ínfimas ocupaciones que ponen
en juego su talento. Le encantan los enigmas, los acertijos y los jeroglíficos
y en cada una de las soluciones, muestra un sentido de perspicacia que, al
vulgo, se le ocurre sobrenatural. Los resultados obtenidos por medio del
espíritu y la esencia misma del procedimiento tienen en realidad, todo el
aspecto de una intuición.
La facultad de volver a resolver
está, tal vez, fortificada por los estudios de la matemática, y especialmente,
por esa rama, tan importante de ellos, que con gran injusticia y sólo basándose
en sus operaciones previas, es llamada pur excellence, análisis. Y sin embargo,
calcular no es, en sí, analizar. Un ajedrecista, por ejemplo, hace lo uno, sin
ocuparse de lo otro. De esto se infiere que los resultados intelectuales del
juego de ajedrez han sido mal interpretados. No me propongo escribir un
tratado, sino que, con observaciones hechas a la ligera intento hacer un
prefacio a un relato muy singular. Aprovecharé, por lo tanto, esta ocasión para
aseverar que las facultades más importantes de la inteligencia reflexiva,
actúan con mayor decisión y con más provecho, en el modesto juego de damas, que
en toda esa frivolidad complicada del ajedrez. En este último, cada una de las
piezas tiene movimientos diversos y bizanes con valores distintos y variables,
lo que es complicado, sin ser profundo como por general error se cree. Aquí, la
attention está en juego y muy poderosamente. Si flaquea un solo instante, se
comete un descuido que puede traer apareada la derrota o la pérdida del
partido. Dado que los movimientos posibles no son variados solamente, sino
también intrincados, las posibilidades de cometer estos descuidos son muchas; y
en nueve de cada diez casos el triunfo es del jugador con más capacidad de
concentrarse y no del más perspicaz. En el juego de damas, en el que, por el
contrario, los movimientos son uniques y muy poco variados, las posibilidades
de equivocarse son menos y como no exige gran concentración de la atención, las
ventajas de cada una de las partes dependen de una mayor sagacidad. Para ser
más concretos, imaginemos, por ejemplo, un juego de damas cuyas piezas se han
reducido a cuatro reyes y donde no hay posibilidad de descuido. Hallándose los
jugadores en igualdad de condiciones, en este caso evidentemente, la victoria
se decidirá, gracias a un movimiento bien recherché, resultado de un esfuerzo
intelectual. Sin los recursos corrientes, la inteligencia analizadora se
sumerge en el espíritu de su contrario, se identifica con él, y a menudo
descubre de una ojeada los únicos métodos, a veces absurdamente sencillos,
mediante los cuales puede inducirlo a error o precipitarlo a un cálculo
equivocado.
Hace ya mucho tiempo que se cita
el whist por su influencia sobre la facultad de calcular. Se sabe de hombres de
gran inteligencia que encuentran en él un goce que en apariencia resulta
inexplicable y que desprecian el ajedrez por frívolo. Fuera de toda duda, no
hay ningún juego que, comparado con éste, haga trabajar tanto la facultad
analítica. El mejor ajedrecista del mundo no pasará de ser el mejor
ajedrecista. Pero la habilidad en el whist implica ya una cierta capacidad para
el éxito en cuanta empresa importante la inteligencia se enfrenta con la
inteligencia. Cuando digo habilidad, me refiero a esa perfección en el juego
que va acompañada de la comprensión de todas aquellas fuentes de las que se
puede derivar una legítima ventaja. Estas fuentes no sólo son diversas, sino
también multiformes y a menudo yacen en las profundidades del pensamiento y son
inaccesibles para la inteligencia corriente. Observar con claridad es recordar
diferenciando y hasta aquí, el jugador de ajedrez que es capaz de concentrarse
jugará muy bien al whist, puesto que las reglas de Hoyle, basadas en el simple
mecanismo del juego, son en general bastante inteligibles. Por esto, tener una
buena memoria y jugar según el libro, se consideran, por lo común, los únicos
requisitos para ser un buen jugador. Pero es en los casos que se encuentran
fuera de los límites de la mera regla, donde se revela el talento analista.
Realiza en silencio infinidad de observaciones y de deducciones. Posiblemente,
sus compañeros harán otro tanto y la diferencia en la extensión de la
información que obtienen, no depende tanto de la validez de la deducción como
de la calidad de la observación. Lo principal, lo importante, es saber qué debe
observarse. Nuestro jugador no se limita al juego y aunque éste sea el objeto
de su atención, no se opondrá a hacer ciertas deducciones de cosas extrañas al
juego. Examina la fisonomía de su compañero y la compara cuidadosamente con la
de cada uno de sus contrarios. Observa el modo de distribuir las cartas en cada
vuelta; calculando, con frecuencia, triunfo por triunfo y tanto por tanto con
sólo observar las miradas que se cruzan entre los jugadores. Toma en cuenta
cada variación en los rostros en el curso del juego, haciendo acopio de datos,
según las diferencias que observa en las distintas expresiones de seguridad,
sorpresa, triunfo o disgusto. En la manera de recoger una baza juzga si la
misma persona podrá hacer la siguiente. Por el ademán con que la pone sobre la
mesa, reconoce si el juego es mentido. Una palabra casual o involuntaria; el
dejar caer por accidente una carta o el volverlo sin querer con la consiguiente
ansiedad o indiferencia para evitar ser visto; el recuento de las bazas y el
orden en que se colocan; la perplejidad, vacilación, entusiasmo o temor, todo proporciona
a su percepción, aparentemente intuitiva, datos sobre el verdadero estado de
cosas. Una vez jugadas las dos o tres primeras vueltas, sabe con exactitud qué
cartas tiene cada uno, y de ahí en adelante echa sus cartas con tan absoluto
dominio de sus propósitos, como si los demás jugadores hubieran dado vuelta las
suyas.
La facultad analítica no debe
confundirse con la simple ingeniosidad, pues mientras el analista es, por
necesidad, ingenioso, el hombre ingenioso es, a menudo, incapaz de analizar. La
facultad constructiva o de combinación con que, por lo general, se manifiesta
el ingenio y a la que los frenólogos, equivocadamente a mi criterio, asignan un
órgano aparte, porque la suponen facultad primitiva se ha encontrado, tan a
menudo, en individuos cuya inteligencia, en otros tópicos, bordeaba la idiotez,
que ha llamado la atención general entre escritores de temas morales. Entre el
ingenio y la aptitud analítica, hay, en efecto, una diferencia mucho mayor que
entre la fantasía y la imaginación, aunque sea de un carácter rigurosamente
análogo. En realidad, se observará que los ingeniosos son siempre fantásticos,
mientras que los verdaderamente imaginativos nunca dejan de ser analíticos.
El relato que sigue podrá servir
en cierto modo al lector como ilustración de las proposiciones que acabo de
anticipar.
Residía yo en París, durante la
primavera y parte del verano de 18…, cuando conocí allí a un señor llamado C.
Auguste Dupin. Este joven caballero pertenecía a una excelente, mejor dicho, a
una ilustre familia pero, por una serie de sucesos adversos, había quedado
reducido a una pobreza tal, que se había agotado la energía de su carácter;
dejó de actuar en círculos mundanos y no se ocupó de recobrar su fortuna. Por
gentileza de sus acreedores, quedó todavía en posesión de un pequeño resto de
su patrimonio y con la renta que éste le daba y gracias a una economía
rigurosa, pudo subvenir a sus necesidades, sin preocuparse en lo más mínimo por
lo superfluo. En realidad, su único lujo eran los libros y en París éstos son
fáciles de adquirir.
Nuestro primer contacto tuvo
lugar en una oscura biblioteca de la rue Montmartre, donde la coincidencia de
buscar los dos el mismo raro volumen nos puso en trato íntimo. Nos seguimos
viendo con frecuencia. Me interesó vivamente la pequeña historia familiar que
me detalló, con esa ingenuidad con que un francés se explaya en sus
confidencias cuando habla de sí mismo. Por otra parte, me admiraba lo mucho que
había leído y sobre todo, me encendía el alma, el fervor, la viva frescura de
su imaginación. La índole de las investigaciones que me ocupaban entonces en
París me hicieron comprender que el trato con un hombre como éste sería para mí
un inapreciable tesoro y así se lo confesé. Por último, convinimos en que
viviríamos juntos todo el tiempo de mi permanencia en la ciudad y como mis
asuntos económicos eran menos complicados que los suyos, me fue permitido de
acuerdo con el carácter de melancolía fantástica de nuestro temperamento
participar en los gastos de alquiler y de amueblamiento de una vieja y grotesca
casa, que se estremecía como si fuera a hundirse, en un retirado y desolado
rincón del Faubourg St. Germain, abandonada de tiempo atrás, a raíz de rumores
supersticiosos que no quisimos averiguar.
Si la rutina de nuestra vida en
aquel lugar hubiera sido conocida por la gente, nos habrían tomado por locos,
aunque inofensivos. Nuestra rectusión era completa. No admitíamos a ningún
visitante. En realidad, yo había ocultado a mis camaradas de antes cuidadosamente
el secreto del lugar de nuestro retiro y ya hacía mucho tiempo que Dupin había
dejado de frecuentar y conocer gente en París. Vivíamos sólo para nosotros.
Una rareza del carácter de mi
amigo (¿de qué otro modo calificarla?) consistía en estar enamorado de la noche
y yo compartía gustoso esta bizarrerie, como todas las demás suyas y me
entregaba a sus alocados caprichos con perfecto abandon. No siempre estaba con
nosotros la negra divinidad, pero sí podíamos falsificar su presencia. Al
amanecer, cerrábamos sin demora los macizos postigos de nuestra vieja casa y
encendíamos un par de bujías de intenso perfume, que no daban más que un
resplandor cadavérico y débil. Amparados por esta tímida claridad, nos
entregábamos a soñar: leíamos, escribíamos o conversábamos, hasta que el reloj
nos advertía la llegada de la auténtica oscuridad. Salíamos entonces del brazo
y caminábamos por la calle, continuando la conversación del día y vagando sin
rumbo hasta muy tarde, buscando, por entre las violentas luces y sombras de la
populosa ciudad, esa infinitud de excitaciones mentales que la meditación
tranquila no puede procurar.
En tales circunstancias, yo no
podía dejar de observar y admirar en Dupin (aunque ya por la rica imaginación
de que estaba dotado me sentía preparado a esperarlo) un talento
particularmente analítico. Parecía deleitarse de manera intensa en ejercitarlo
ya que no concretamente en desplegarlo, y no vacilaba en confesar el placer que
eso le producía. Se vanagloriaba ante mí, con una risa burlona, de que la
mayoría de los hombres, para él llevaban ventanas en el pecho, y acostumbraban
a seguir tales afirmaciones con pruebas muy sorprendentes y directas de su
profundo conocimiento de mi personalidad. En tales momentos, su actitud era
glacial y abstraída; sus ojos, vacíos de expresión, mientras que su voz, por lo
general de un rico registro de tenor, elevábase hasta tener un timbre atiplado,
que de no ser por la ponderación y precisión con que se expresaba, hubiera
sonado a petulante. A menudo, al observarlo en estas circunstancias, yo
meditaba acerca de la antigua filosofía del Alma Doble, y me divertía la idea
de un doble Dupin: el creador y el analista.
No debe suponerse por lo que
acabo de decir que estoy contando algún misterio, o escribiendo una novela: mis
descripciones de este francés no son sino el resultado de una inteligencia
hiperestesiada o quizá enferma. Pero con un ejemplo daré una idea más clara de
la naturaleza de sus observaciones durante esa época.
Paseábamos una noche por una
calle larga y sórdida, cerca del Palais Royal. En apariencia, los dos íbamos
sumidos en nuestros propios pensamientos y por lo menos durante unos quince
minutos, ninguno abrió la boca. De pronto Dupin rompió el silencio con estas
palabras:
—En realidad, ese muchacho es
demasiado pequeño, y estaría mejor en el Théâtre des Variétés.
—Sin duda alguna —repliqué, sin
fijarme en lo que decía y sin observar en aquel momento, absorto como estaba en
mis reflexiones, la forma asombrosa en que mi interlocutor había coincidido con
mis meditaciones. Un momento después, me repuse, pero mi sorpresa era enorme.
—Dupin —dije con gravedad—, no
alcanzo a entender. No vacilo en reconocer que estoy asombrado y que apenas
puedo dar crédito a mis sentidos. ¿Cómo pudo adivinar que yo estaba pensado en…
Al decir esto, me interrumpí,
para estar completamente seguro, sin dejar lugar a dudas, de que él sabía en
realidad en quién pensaba yo.
—¿… en Chantilly? —preguntó—.
¿Por qué se interrumpió? Usted pensaba que su estatura mínima no era apropiada
para dedicarse a la comedia dramática.
En verdad era esto lo que yo
había estado reflexionando. Chantilly era un quondam zapatero remendón de la
calle Saint-Denis, con pasión por el teatro y que había estudiado el rôle de
Jerjes en la tragedia de Crébillon, así llamada, y había sido destrozado por la
crítica.
—¡Dígame, por Dios! —exclamé—,
¿por qué método, si es que hay alguno, ha penetrado en mi alma en este asunto?
En realidad, yo estaba mucho más
asombrado de lo que hubiera querido confesar.
—Fue el frutero —contestó mi
amigo— quien le llevó a usted a la conclusión de que el remendón no tiene
suficiente estatura para hacer de Jerjes et id genus omne.
—¿El frutero? Me sorprende usted.
No conozco a ningún frutero.
—Sí, es el hombre que tropezó con
usted al entrar en esta calle, hace unos quince minutos.
Recordé, entonces, que en efecto,
un frutero que llevaba un cesto de manzanas sobre la cabeza casi me había
tirado al suelo, sin quererlo, cuando pasábamos, de la calle C… al pasaje en
que nos encontrábamos en ese momento. Pero qué relación podía tener este hecho
con Chantilly, era un misterio para mí.
En Dupin no había ni una pizca de
charlatanerie.
—Le explicaré —me dijo—. Y para
que lo entienda claramente, vamos a recorrer, en sentido inverso, el curso de
sus meditaciones, desde el instante en que le hablé, hasta el de su rencontre
con el frutero. Los jalones más importantes se presentan en el siguiente orden:
Chantilly, Orion, el doctor Nichols, Epicuro, estereotomía, los adoquines y el
frutero.
Existen pocas personas que en
cierto momento de su vida no se hayan entretenido en recorrer en sentido
inverso las etapas por las que han llegado a ciertas conclusiones. Esta
ocupación resulta a menudo muy interesante y quien la hace por primera vez, se asombra
de la distancia, en apariencia ilimitada, y de la falta de ilación que parece
mediar entre el punto de partida y la meta final. Júzguese pues, cuál sería mi
asombro cuando oí lo que mi amigo acababa de decir y cuando tuve que reconocer
que lo que decía era exacto. Siguió diciendo:
—Si mal no recuerdo, en el
momento en que salíamos de la calle C… estábamos hablando de caballos. Éste fue
el último tema que tratamos. Al entrar en esta calle, un frutero, con un gran
cesto en la cabeza, pasó a toda velocidad al lado de nosotros y lo empujó a
usted contra un montón de adoquines, en un lugar de la calzada que está en
reparación. Usted pisó una de las piedras sueltas, resbaló, se torció
ligeramente el tobillo y demostró cierto fastidio o mal humor, murmuró unas
palabras, se dio vuelta para mirar el montón de adoquines y luego siguió
caminando en silencio. Yo no presté especial atención a lo que usted hacía;
pero, hace tiempo que la observación se ha convertido para mí, en una especie
de necesidad.
”Caminaba usted con los ojos
fijos en el suelo, mirando, con expresión petulante, los agujeros y baches de
la calle, por lo que deduje que todavía estaba pensando en las piedras, hasta
que llegamos a la calleja Lamartine, la cual a modo de ensayo, ha sido
pavimentada con tarugos sobrepuestos y sólidamente acoplados. Aquí su rostro se
iluminó y dándome cuenta de que se movían sus labios, no dudé que murmuraba la
palabra “estereotomía” (término, que, muy presumidamente, se aplica a este tipo
de empedrado). Estaba seguro de que si usted pronunciaba la palabra
“estereotomía”, esto le llevaría a pensar en los átomos y de ahí, en las
teorías de Epicuro y a que no hace mucho, cuando tratamos este tema, le hice
notar de qué modo tan singular y sin embargo, muy pocas veces observado, las
inciertas conjeturas de ese noble griego, han hallado su confirmación en la
reciente cosmogonía nebular. Comprendí que no podría usted resistir la
tentación de elevar sus ojos a la gran nebula de Orion y esperé que lo hiciera.
Así fue, miró hacia lo alto y tuve la certeza de que había seguido con
corrección el derrotero de su pensamiento. Pero, en esa amarga tirade sobre
Chantilly, publicada ayer en Musées, el crítico hace sátira de la relación
entre el nombre del zapatero y su vocación por el teatro, para lo que cita un
verso latino al que nos hemos referido con frecuencia. Es éste:
Perdidit antiquum litera prima
sonum.
yo le había dicho que este verso
se refería a Orion que en un principio se escribía Urión; y por ciertas
disputas algo apasionadas que surgieron a raíz de mi interpretación, tuve la
seguridad de que usted no la habría olvidado. Por lo tanto, usted asociaría
ineludiblemente, estas dos ideas: Orion y Chantilly lo que fue confirmado por
la sonrisa que pasó por sus labios. Usted pensó, pues, en la inmolación del
zapatero. Hasta ese momento, usted había caminado encorvado, pero desde ese
instante se irguió, recobrando toda su estatura. Este movimiento me confirmó
que pensaba en la diminuta figura de Chantilly. Fue aquí cuando interrumpí sus
meditaciones para observar que, siendo en realidad un hombre muy bajo, a ese
tal Chantilly, le iría mejor en el Théâtre des Varietés.
Poco después de esta conversación
hojeábamos una edición vespertina de la Gazette des Tribunaux, cuando atrajeron
nuestra atención los párrafos siguientes:
“CRÍMENES EXTRAORDINARIOS. Esta
madrugada, alrededor de las tres, los habitantes del quartier Saint-Roch fueron
despertados por una serie de gritos horribles, que parecían proceder del cuarto
piso de una casa de la rué Morgue, ocupada, según se dice, por una tal madame
L’Espanaye y su hija, mademoiselle Camille L’Espanaye. Después de cierta
demora, debida a los esfuerzos infructuosos por penetrar por medios normales en
la casa, se forzó la puerta de entrada con una palanca de hierro y entraron
ocho o diez vecinos acompañados de dos gendarmes. En ese momento habían cesado
los gritos; pero en cuanto el grupo trepó con la mayor rapidez el primer tramo
de la escalera, se distinguieron dos o más voces ásperas que disputaban en tono
violento y que parecían venir de la parte alta de la casa. Al llegar al segundo
rellano, cesaron también aquellos ruidos y todo quedó en un silencio absoluto.
Los vecinos se disgregaron apuradamente por todas las habitaciones. Al llegar,
por fin, a una gran sala situada en la parte posterior del cuarto piso, cuya
puerta hubo que forzar, pues estaba con el cerrojo echado por dentro, se
ofreció a los circunstantes un espectáculo que los sobrecogió, no sólo de
horror, sino de asombro.
”La habitación estaba en el
desorden más salvaje: los muebles rotos y diseminados por todas partes. No
quedaba más que la armazón de una cama, y los colchones habían sido arrancados
y tirados por el suelo. Sobre una silla se veía una navaja de afeitar, manchada
de sangre. En la chimenea había dos o tres rizos largos de pelo canoso,
salpicados de sangre y que parecían haber sido arrancados de raíz. En el suelo
se encontraron cuatro napoleones, un aro con un topacio, tres cucharas grandes
de plata, tres cucharillas de metal d’Alger y dos bolsos con casi cuatro mil
francos oro. En un rincón, los cajones de un bureau, abiertos y al parecer,
saqueados aunque quedaban todavía algunas cosas en ellos. Encontróse también,
una pequeña caja de seguridad, debajo del colchón, no debajo de la armazón de
la cama. Estaba abierta y la cerradura tenía todavía la llave. En él no se
encontraron más que algunas cartas viejas y otros papeles sin importancia.
”No se encontró rastro alguno de
madame L’Espanaye, pero como se notase una cantidad poco corriente de hollín en
el hogar, se hizo una exploración de la chimenea y da horror decirlo, se
extrajo de ella el cadáver de la hija, que estaba colocado cabeza abajo, y que
había sido introducido por la estrecha abertura y empujado hasta una altura
considerable. El cuerpo estaba todavía caliente. Cuando se le examinó, se
comprobó que tenía varias escoriaciones, producidas, sin duda, por la violencia
con que lo habían empujado por la chimenea y por la fuerza que se hizo para
sacarlo. En la cara se veían rasguños profundos y en el cuello moretones
violáceos y huellas profundas hechas con las uñas, como si la hubieran
estrangulado.
”Después de un minucioso examen
por todos los rincones, sin que se descubriera nada nuevo, el grupo se dirigió
a un pequeño patio adoquinado, en la parte trasera del edificio, donde hallaron
el cadáver de la anciana, con el cuello cortado en tal forma que al intentar
incorporarla la cabeza se desprendió del tronco. Tanto éste como la cabeza
estaban tan horriblemente mutilados, que apenas conservaban apariencia humana.
”Que se sepa, no hay, hasta el
momento, la mejor pista para este horroroso misterio.”
Al día siguiente el diario traía otros
pormenores:
“EL DRAMA DE LA RUÉ MORGUE.” Gran
número de personas han sido interrogadas a raíz de este horrible y
extraordinario affaire (a la palabra affaire no se le da todavía en Francia el
significado frívolo que tiene entre nosotros), pero no ha surgido nada que
arroje alguna luz. A continuación, damos todas las declaraciones que se han
obtenido:
”Pauline Dubourg, lavandera,
declara haber conocido a las víctimas hace tres años y haber lavado para ellas
durante ese tiempo. La madre y la hija parecían llevarse bien y se tenían mucho
cariño. Pagaban bien. Nada sabe acerca de su género de vida o medios de
subsistencia. Cree que madame L’Espanaye decía la buenaventura para ganarse el
sustento. Tenía fama de tener dinero ahorrado. Nunca encontró a otras personas
en la casa cuando iba a recoger o a entregar ropa. Estaba segura de que no
tenían sirvienta. Salvo en el cuarto piso, no parecía que hubiera muebles en
otra parte del edificio.
”Viene Moreau, comerciante en
tabaco, declara que le vendía tabaco y rapé a madame L’Espanaye, desde hacía
casi cuatro años. Nació en el barrio y ha vivido siempre allí. La muerta y su
hija vivían en la casa donde fueron encontrados los cadáveres desde hacía más
de seis años. Anteriormente, el piso estaba ocupado por un joyero que
subalquilaba, a su vez, las habitaciones de arriba a distintas personas. La
casa era de madame L’Espanaye. Descontenta por los abusos de su inquilino, se
había instalado en la casa, negándose a alquilar ninguna habitación. La buena
señora, por su edad, tenía un mentalidad infantil. El testigo había visto a la
hija unas cinco a seis veces en los seis años. Las dos llevaban una vida muy
retirada y tenían fama de tener dinero. Había oído decir, entre los vecinos,
que madame L’Espanaye decía la buenaventura, pero él no lo creía. Nunca había
visto pasar el umbral a nadie, fuera de ellas dos; una o dos veces a un
mandadero y unas ocho o diez, a un médico.
”En el mismo sentido declararon
muchas otras personas, pero de ninguno de ellos se decía que frecuentara la
casa. Tampoco se sabe que la señora y su hija tuvieran parientes vivos. Rara
vez estaban abiertos los postigos de los balcones del frente. Los de la parte
posterior estaban siempre cerrados a excepción de las ventanas del gran cuarto
del fondo. La casa era una propiedad sólida y no muy vieja.
”Isidorè Muset, gendarme, declara
haber sido llamado a la casa a las tres de la madrugada y haber encontrado a
unas veinte o treinta personas que, frente a la puerta principal, procuraban
entrar en el edificio. Con una bayoneta y no con una barra de hierro pudo por
fin, forzar la puerta. No le costó mucho abrirla, porque era de dos hojas, sin
cerrojo ni pasador en la parte alta o en la baja. Hasta que se forzó la puerta,
continuaron los gritos; luego, cesaron en forma repentina. Daban la sensación
de ser los alaridos de una o varias personas, presas de gran angustia: eran
gritos fuertes y prolongados, no breves y rápidos. El testigo subió corriendo
los escalones. Al llegar al primer rellano oyó que disputaban dos voces. Una
era áspera, la otra aguda, muy extraña. Distinguió algunas palabras de la
primera, que le parecieron ser de un francés. Desde luego no era voz de mujer.
Distinguió con toda claridad las palabras sacre y diable. La voz aguda era de
un extranjero: no podía asegurar si hombre o mujer. No pudo distinguir lo que
decía, pero supone que el idioma fuese español. El testigo describió el estado
de la casa y de los cadáveres, tal como lo hicimos ayer.
”Henri Duval, vecino, de oficio
platero, declara haber formado parte del grupo que entró primero en la casa. En
términos generales corrobora la declaración de Muset. En cuanto se abrieron
paso forzando la puerta, la cerraron de nuevo, con objeto de contener a la
muchedumbre que en pocos instantes se había reunido a pesar de lo avanzado de
la hora. Éste opina que la voz aguda puede ser de un italiano y está seguro de
que no era de un francés. En cambio, duda de que se tratase de una voz de
hombre, admitiendo que pudiera ser de una mujer. No sabe italiano. No
distinguió las palabras, pero por la entonación está convencido de que era un
italiano. Conocía a madame L’Espanaye y a su hija. Con las dos había conversado
con frecuencia. Estaba seguro de que la voz no era de ninguna de ellas.
—”Odenheimer, restauranter. El
testigo se ofreció a declarar por propia determinación. Como no habla francés,
se utilizaron los servicios de un intérprete para interrogarlo. Nació en
Amsterdam. Pasaba por delante de la casa en el momento en que se oyeron los
gritos. Duraron unos minutos: diez tal vez. Eran fuertes y prolongados:
horribles y afligentes. Fue uno de los que entraron a la casa. Corrobora las
declaraciones anteriores en todos sus pormenores, excepto uno: está seguro de
que la voz aguda era de un hombre, de un francés. No pudo distinguir con
claridad qué palabras pronunció. Eran dichas en voz alta y con rapidez,
desiguales, expresando miedo a la vez que ira. La voz era áspera: no tanto
aguda, como áspera. No diría que fuese una voz aguda. La voz grave dijo varias
veces: ‘sacré’, ‘diable’, y una sola vez ‘mon Dieu’.
”Jules Mignaud, banquero, de la
firma Mignaud et Fils, rué Deloraine. El mayor de los Mignaud. Madame
L’Espanaye tenía algún capital. Había abierto cuenta en su casa de banca en la
primavera del año… ocho años atrás. Con frecuencia hacía pequeños depósitos. No
retiró dinero hasta tres días antes de su muerte. Retiró, personalmente, cuatro
mil francos. La cantidad fue pagada en oro, y un empleado se la llevó a su
casa.
”Adolphe Le Bon, empleado de la
Banca Mignaud et Fils, declara que en el día de marras, alrededor del mediodía,
acompañó a madame L’Espanaye a su casa, llevando los cuatro mil francos
distribuidos en dos pequeños bolsos. Al abrirse la puerta apareció mademoiselle
L’Espanaye, tomó uno de los bolsos y la madre tomó el otro. El la saludó y se
fue. En ese momento, no vio a nadie en la calle. Es una calle apartada, muy
solitaria.
”William Bird, sastre, declara
que fue uno de los que entraron en la casa. Es inglés. Ha vivido dos años en
París. Fue de los primeros que subieron la escalera. Oyó las voces que
disputaban. La voz gruesa era de un francés. Pudo oír algunas palabras, pero no
las recuerda a todas. Oyó claramente ‘sacre’ y ‘mon Dieu’. Por un momento se
oyeron unos ruidos como si varias personas luchasen. La voz aguda era más alta
que la grave. Está seguro de que no era la voz de un inglés. Parecía la de un
alemán. Podía haber sido de una mujer. No entiende el alemán.
”Cuatro de los testigos arriba
nombrados al ser interrogados por segunda vez, declararon que la puerta de la
pieza en que fue encontrado el cuerpo de mademoiselle L’Espanaye, se hallaba
cerrada con llave por dentro, cuando el grupo llegó a ella. Todo estaba en
absoluto silencio. No se oían ni gemidos, ni ruidos de ninguna clase. Al forzar
la puerta no se vio a nadie. Tanto las ventanas de atrás, como las del frente
estaban cerradas y aseguradas fuertemente por dentro. Entre las dos salas había
una puerta de comunicación que estaba cerrada pero sin llave. La puerta que
llevaba de la habitación delantera al pasillo estaba cerrada con llave por
dentro. Una pequeña habitación de la parte delantera del cuarto piso, a la
entrada del pasillo, estaba abierta: la puerta estaba entornada. En esta sala
se hacinaban camas viejas, cajas y otros objetos. Se movió y registró con mucha
atención todo. Se mandaron deshollinadores para que subieran y bajaran por las
chimeneas. La casa tenía cuatro pisos, con mansardes (bohardillas). En el techo
había una puerta de escotillón, asegurada con tanta firmeza que parecía no
haber sido abierta en muchos años. Las afirmaciones de los testigos difieren
bastante con respecto al intervalo de tiempo trascurrido entre las voces que
disputaban y el momento de forzar la puerta de la pieza. Unos dicen que tres
minutos, otros llegan hasta cinco. Costó mucho abrir la puerta.
”Alfonzo Garcio, empresario de
pompas fúnebres, declara que habita en la rué Morgue y que es español. Formaba
parte del grupo que entró a la casa. No subió la escalera, porque es muy
nervioso y tenía miedo de emocionarse. Oyó las voces que disputaban. La grave
era de un francés. No pudo distinguir qué decían. Está seguro de que la voz
aguda era de un inglés. No entiende ese idioma, pero se guía por la entonación.
”Alberto Montani, confitero,
declara haber sido uno de los primeros en subir la escalera. Oyó las voces
aludidas. La grave era de un francés. Distinguió algunas palabras. Parecía que
el que hablaba reconvenía al otro. No distinguió nada de lo que decía la voz
aguda. Hablaba en forma rápida y despareja. Supone que esta voz fuera de un
ruso. Corrobora las declaraciones generales. Es italiano. No ha hablado nunca
con un ruso.
”Al ser interrogados de nuevo,
varios testigos certificaron que las chimeneas de todas las habitaciones del
cuarto piso eran demasiado estrechas para permitir el paso de una persona. Al
hablar de ‘deshollinadores’ se referían a esas escobillas cilíndricas que usan
los que limpian chimeneas. Se pasaron esas escobillas de arriba abajo por todas
las chimeneas de la casa. En la parte posterior de ésta no existe ningún paso
por el que se hubiera podido bajar, mientras el grupo subía la escalera. El
cuerpo de mademoiselle L’Espanaye estaba metido tan apretadamente (como una
cuña) en la chimenea, que no se le pudo extraer, sino con la ayuda de cinco
hombres.
”Paul Dumas, médico, declara que
fue llamado al amanecer para examinar los cadáveres. Los dos estaban sobre la
arpillera que cubre la armazón de la cama, en la habitación en que fue
encontrada mademoiselle L’Espanaye. El cuerpo de la joven estaba lleno de
moretones y escoriaciones. El hecho de haber sido empujado hacia arriba dentro
de la chimenea lo justifica ampliamente. Tenía profundas raspaduras en el
cuello. Había varios rasguños debajo del mentón, junto a una serie de marcas
lívidas, que eran sin la menor duda impresiones de dedos. La cara, sin color, y
los ojos, saltados fuera de las órbitas. En algunas partes la lengua estaba
seccionada por una mordedura. En la boca del estómago había una gran
magulladura, producida, según parece, por la presión de una rodilla. Según
monsieur Dumas, mademoiselle L’Espanaye había sido estrangulada hasta morir por
una o más personas desconocidas. El cadáver de la madre estaba horriblemente
mutilado. Todos los huesos de la pierna y brazo derechos, estaban astillados,
en mayor o menor grado. La tibia izquierda, lo mismo que las costillas de ese
lado, estaban hechas astillas. Todo el cuerpo con tremendas magulladuras y
desangrado. No podía certificar cómo se infligieron esas lesiones. Tal vez
podrían haberse producido con un garrote pesado de madera o una barra ancha de
hierro o una silla, o con un arma grande, pesada, y de borde romo, manejados
por un hombre muy vigoroso (nunca una mujer). Cuando el testigo la vio, la
cabeza de la muerta estaba separada por completo del cuerpo y el cuello cortado
con algún instrumento muy afilado, casi con seguridad una navaja de afeitar.
”Alexandre Étienne, cirujano,
declara haber sido llamado junto con el doctor Dumas para examinar los cuerpos.
Corrobora tanto el testimonio como las opiniones de éste.
”No se ha podido obtener más
pormenores de importancia de los otros testigos que declararon. Un crimen tan
extraño y misterioso en todos sus aspectos no se había cometido nunca en París
(en caso de que se trate realmente de un crimen). Cosa poco corriente en casos
como éste, la policía no tiene ninguna pista”.
En la edición de la tarde el
periódico afirmaba que reinaba todavía gran excitación en el quartier
Saint-Roche, que se había vuelto a registrar la casa; se habían escuchado a
nuevos testigos; pero sin resultado. Un suplemento de última hora anunciaba que
Adolphe Le Bon había sido detenido y encarcelado, aunque ninguna de las
circunstancias expuestas parecía acusarlo.
Dupin demostró estar muy
interesado en el desarrollo de este asunto; al menos, así lo deduje por su
actitud ya que no hizo ningún comentario. Tan sólo después de haber sido
encarcelado Le Bon, me pidió mi opinión sobre estos dos asesinatos.
Yo no le pude expresar más que mi
coincidencia con todo el pueblo de París, que consideraba ese crimen como un
misterio insoluble. No veía cómo podría darse con el asesino.
—Tomando como base unos
interrogatorios tan superficiales, no podemos juzgar nada con respecto a los
medios para encontrarlo —dijo Dupin—. La policía de París, tan elogiada por su
sagacidad, es sólo astuta, nada más. No usa otro método en sus procedimientos
que el método que las circunstancias del momento le sugieren. Se jactan de las
medidas tomadas pero, con frecuencia, ocurre que son tan inadecuadas para los
fines propuestos, que nos traen a la memoria a Monsieur Jourdain, cuando pedía
su robe-de-chambre, pour mieux entendre la musique. A veces, los resultados
obtenidos pueden ser sorprendentes pero, en su mayoría, se han obtenido sólo
por medio de insistencia y laboriosidad. Cuando tales procedimientos resultan
ineficaces, sus planes fallan. Vidocq, por ejemplo, era un buen adivinador y un
hombre perseverante; pero como su inteligencia no estaba educada, erraba con
frecuencia, por la intensidad misma que ponía en sus investigaciones. Disminuía
el poder de su visión, al colocar el objeto demasiado cerca. Era capaz de ver,
quizás, una o dos circunstancias con claridad poco corriente; pero, al hacerlo,
perdía inexorablemente, la visión total del caso. De modo que el ser demasiado
profundo bien puede ser un defecto. La verdad no está siempre en el fondo de un
pozo. Yo pienso que, en realidad, lo más importante de la verdad está
invariablemente en la superficie. La profundidad yace en los valles donde la
buscamos, no en la cima de las montañas, que es donde la hallamos. Las
variedades y orígenes de este tipo de error tienen un espléndido ejemplo en la
contemplación de los cuerpos celestes. Dirigir una rápida ojeada a una
estrella, examinarla de lado, volviendo hacia ella las partes exteriores de la
retina más sensibles a las débiles impresiones de la luz que las interiores, es
contemplar la estrella con claridad, obtener la más exacta apreciación de su
brillo que disminuye a medida que volvemos nuestra vista de lleno hacia ella.
En este último caso un mayor número de rayos cae sobre el ojo; pero, en el
primero se da una capacidad de recepción más afinada. Aplicando una profundidad
indebida embrollamos y debilitamos el pensamiento. Con un escrutinio demasiado
sostenido, demasiado concentrado o demasiado directo podemos, incluso, lograr
que Venus se desvanezca del firmamento.
”En lo que respecta a estos
asesinos, examinemos, por cuenta nuestra, antes de formarnos opinión de ellos,
algunas de estas investigaciones. Un estudio como éste nos resultará divertido.
Esta última palabra me pareció impropia, aplicada a este caso, pero no dije
nada. Y por otra parte, Le Bon me hizo un servicio en cierta oportunidad y
quiero demostrarle que no soy ingrato. Iremos al lugar del hecho y lo
examinaremos con nuestros propios ojos. Conozco a G…, el prefecto de policía, y
no me será difícil conseguir el permiso necesario.
Conseguimos la autorización y nos
dirigimos inmediatamente a la rué Morgue. Esta es una de esas miserables
callejas que unen la calle Richelieu y la de Saint-Roch. Cuando llegamos a ella
eran las últimas horas de la tarde, porque este barrio queda muy lejos de donde
vivíamos. Pronto encontramos la casa, porque todavía había unas cuantas
personas mirando los postigos con una curiosidad sin sentido. Era una casa,
como tantas en París, con una entrada principal y en uno de los lados tenía una
casilla de cristales con un papel corredizo en la ventanilla: la lo ge de
concierge. Antes de entrar, fuimos calle arriba, doblando por un callejón y
doblando de nuevo, pasamos a la fachada posterior del edificio. Dupin examinó
los alrededores, como también la casa, con una atención tan minuciosa, que no
me imaginé qué se proponía.
Volviendo sobre nuestros pasos,
llegamos al frente de la casa, llamamos a la puerta, y cuando enseñamos
nuestras credenciales los agentes de guardia nos dejaron pasar. Subimos las
escaleras hasta que llegamos a la habitación donde se había encontrado el cuerpo
de mademoiselle L’Espanaye y donde se hallaban aún los dos cadáveres. Como de
costumbre se había respetado el desorden de la habitación. No vi nada que no se
hubiera publicado en la Gazette des Tribunaux. Dupin analizó todo
minuciosamente, sin exceptuar los cuerpos de las víctimas. Pasamos entonces a
las otras habitaciones y luego bajamos al patio. Un gendarme nos acompañó en
toda nuestra gira. La investigación nos ocupó hasta el anochecer, hora en que
nos volvimos. De regreso a casa, mi compañero entró unos minutos en la oficina
de uno de los diarios.
Ya he dicho que las rarezas de mi
amigo eran muy diversas y que Je le ménagais (no hay equivalente en inglés para
esta frase). Le había dado por no contestar a ninguna pregunta con respecto al
asesinato; y esto le duró hasta el día siguiente. De pronto me preguntó si yo
había observado algo especial en el lugar del hecho. En su manera de pronunciar
la palabra “especial” había algo que me estremeció, no sé por qué.
—No, nada en especial —le dije—;
al menos, nada fuera de lo que ya sabemos por los diarios.
—Mucho me temo —me respondió— que
la Gazette no se haya compenetrado del horror de este asunto. Pero olvidémonos
de las necias opiniones de este diario. Creo que este misterio ha sido
considerado insoluble por la misma razón por la que debería ser considerado de
fácil solución y me refiero al carácter outré de sus circunstancias. La policía
se ha confundido por la falta aparente de móviles, no sólo para el crimen, sino
para el ensañamiento con que fue cometido. Les confunde, asimismo, la aparente
imposibilidad de conciliar las voces que disputaban con la circunstancia de que
no se hubiera encontrado arriba sino a mademoiselle L’Espanaye, asesinada, y de
que no se encontrara la manera en que pudiera haber salido el asesino sin ser
visto por las personas que subían la escalera. El extraño desorden de la
habitación; el cadáver, metido cabeza abajo en la chimenea; la espantosa
mutilación del cuerpo de la anciana; todas estas consideraciones, con las ya
descritas y otras, que no merecen mención, han sido suficientes para paralizar
sus facultades, haciendo que fracasara completamente la sagacidad tan mentada
de los agentes del gobierno. Han caído en el error grosero, aunque común, de
confundir lo inesperado con lo abstruso. Pero, precisamente, apoyándose en
estas desviaciones de lo corriente y normal es que la razón hallará su camino
en la investigación de la verdad, siempre que ese hallazgo sea posible. En
investigaciones como la que estamos realizando ahora, nos preguntamos no sólo
qué ha ocurrido, sino qué ha ocurrido que hasta ahora no había ocurrido.
Realmente, la sencillez con que yo he de llegar, o he llegado ya a la solución
de este misterio, se halla en razón directa con su aparente imposibilidad de
solución, a criterio de la policía.
Mudo de asombro, lo miré con
fijeza.
—Estoy esperando ahora —continuó,
mirando la puerta de nuestra habitación—, a un individuo que aun cuando con
seguridad no ha cometido esta carnicería, puede estar, en cierto modo,
complicado en ella. Es probable que sea inocente de la parte más desagradable
de los crímenes cometidos. Creo no equivocarme en esta suposición, porque en
ella se funda mi esperanza de resolver el misterio. Yo busco a este individuo
aquí, en esta habitación, en todo momento. Puede ser que no venga, pero existe
la probabilidad de que venga. Si viene, hay que detenerlo. Aquí hay unas
pistolas y los dos sabemos usarlas cuando las circunstancias lo requieren.
Sin saber casi lo que hacía y sin
creer lo que oía, tomé las pistolas, mientras Dupin seguía hablando como en un
monólogo. Ya me he referido a esta manera suya de hablar, en abstracto. Sus
palabras iban dirigidas a mí, pero su voz, aunque no muy alta, tenía esa
entonación que se emplea frecuentemente al hablar con una persona que se halla
a gran distancia. Sus pupilas, inexpresivas, miraban con fijeza sólo hacia la
pared.
—Las declaraciones han demostrado
plenamente que las voces que disputaban —dijo—, y que oyeron los que subían por
la escalera, no eran las de las dos mujeres. Esto hace que se descarte la
hipótesis de que la anciana hubiese matado primero a su hija y se haya
suicidado después. Menciono esto únicamente para proceder con método; porque
madame L’Espanaye no tenía fuerza como para empujar el cuerpo de su hija,
chimenea arriba, tal como fue hallado. Por otra parte, la naturaleza de las
heridas en su propio cuerpo excluye totalmente la idea de suicidio. Por lo
tanto, el asesinato fue cometido por terceras personas, y las voces de éstas
son las que se oyeron discutir. Permítame que aluda, no a todo lo que se ha
declarado con respecto a estas voces, sino a lo que hay de curioso en esos
testimonios. ¿No observó nada curioso en ellos?
Yo le dije haber observado que
mientras todos los testigos coincidían en que la voz grave era de un francés,
había gran desacuerdo en lo que respecta a la voz aguda o como uno de ellos la
había clasificado, áspera.
—Eso es el testimonio en sí mismo
—dijo—, no lo curioso del testimonio. Usted no ha observado nada
característico, pero, sin embargo había algo que observar. Como usted observó,
los testigos estuvieron de acuerdo en cuanto a la voz grave. En esto había unanimidad.
Pero en lo que respecta a la voz aguda, su particularidad consiste no en que
hubiera desacuerdo, sino en que, cuando un italiano, un inglés, un español, un
holandés y un francés intentan describirla, cada uno de ellos opina que era la
de un extranjero. Cada uno de ellos está seguro de que no es la de un
compatriota y cada uno la compara, no a la de un hombre de una nación
cualquiera, cuyo lenguaje conoce, sino todo lo contrario. El francés supone que
era la voz de un español y que “hubiera podido distinguir algunas palabras de
haberle sido familiar el español”. El holandés sostiene que era la de un
francés, pero sabemos que por no conocer este idioma^ el testigo fue
interrogado por un intérprete. Supone el inglés que la voz fue la de un alemán,
pero añade que no entiende el alemán. El español “está seguro” de que es la de
un inglés pero “basándose en la entonación tan sólo, ya que no tiene ningún
conocimiento del inglés”. El italiano cree que es la voz de un ruso, pero jamás
ha conversado con un ruso. Otro francés difiere del primero y está seguro de
que la voz era de un italiano; pero aunque no conoce este idioma, él, como el
español, “está seguro por la entonación.” Ahora bien: ¡qué extraña debía de ser
esa voz para que se dieran testimonios semejantes de ella y en cuyo tono,
personas de cinco grandes naciones europeas, no reconocen nada que les sea
familiar! Tal vez usted diga que puede muy bien haber sido la voz de un
asiático o la de un africano; pero ni los asiáticos ni los africanos abundan en
París. Pero, sin negar la deducción, quiero ahora dirigir su atención nada más
que hacia tres puntos. Uno de los testigos describe aquella voz como “más
áspera que aguda”; otros dicen que es “rápida y desigual”; en este caso, no
hubo palabras, no hubo sonido que tuviera semejanza alguna con palabras, que
algún testigo mencionara como inteligibles.
”Ignoro qué impresión —continuó
Dupin— puede haberle producido, pero no vacilo en expresarle que las
deducciones que legítimamente se infieren de esta parte de los testimonios: la
que se refiere a las voces graves y agudas, bastan para que se sospeche en una
cierta dirección que nos llevará a la solución de este misterio. He dicho
“deducciones que legítimamente” se infieren; pero con ello no he expresado todo
mi pensamiento. Me propuse sugerir nada más, que estas deducciones son las
únicas apropiadas y que mi sospecha surge inevitablemente de ellas, como una
conclusión única. No diré todavía cuál es esa sospecha. Quiero pedirle una sola
cosa: recuerde que para mí tiene suficiente fuerza como para dar forma concreta
a mis investigaciones en esa habitación.
”Trasladémonos, mentalmente, a
esa habitación. ¿Qué es lo que buscaremos, ante todo? Los medios que utilizaron
los asesinos para huir. No vamos a insistir en que ni usted ni yo creemos en
hechos sobrenaturales. Madame y mademoiselle L’Espanaye no fueron, desde luego,
asesinadas por espíritus. Los que cometieron el crimen fueron seres materiales
y escaparon por medios naturales. Por fortuna hay una única forma de razonar
frente a este punto y ella nos tiene que llevar a una solución precisa.
Examinemos pues uno por uno, los posibles medios de evasión: Es cierto que los
asesinos estaban en la habitación en la que fue encontrada mademoiselle
L’Espanaye o por lo menos, en la habitación de al lado, en el momento en que el
grupo subía por la escalera. Por lo tanto, sólo hay que investigar las salidas
de estas dos habitaciones. La policía ha escudriñado los pisos, los techos y la
mampostería de las paredes. Ninguna salida secreta habrá escapado a su
vigilancia. Pero no fiándome de sus ojos, he querido examinarlos con los míos.
En efecto, no había ninguna salida secreta. Las dos puertas de las habitaciones
que daban al pasillo estaban perfectamente cerradas por dentro. Veamos las
chimeneas: aunque hasta una altura de unos tres metros sobre los hogares son de
un ancho normal, en toda su longitud, no pueden dejar pasar ni siquiera un gato
grande. Siendo absoluta la imposibilidad de salida por estos medios, no nos
quedan más que las ventanas. Por las de la pieza del frente, nadie podría haber
escapado sin ser visto por la muchedumbre que estaba en la calle. Por lo tanto,
los asesinos tienen que haber pasado por las de la habitación del fondo.
Llevados por estas inferencias y en forma tan inequívoca a esta conclusión, no
podemos como entes razonadores, rechazarla basándonos en imposibilidades
aparentes. Nos queda sólo por demostrar que esas “imposibilidades” aparentes,
no son en realidad tales.
”En la habitación hay dos
ventanas. Una de ellas no está obstruida por los muebles y está completamente
visible. La parte inferior de la otra está tapada por la cabecera de la pesada
armazón de la cama que está pegada a ella. La primera de las dos ventanas está
cerrada fuertemente desde adentro. Resistió los más violentos esfuerzos de los
que quisieron levantarla. En la parte izquierda del marco, se ve un gran
agujero, hecho con barrena y hay un clavo grueso hundido hasta la cabeza. Al
examinar la otra ventana, se encontró otro clavo igual, clavado de la misma
manera y también fracasó el intento para levantarla. La policía se convenció
entonces de que por ese lado no habían salido los asesinos y por esta razón,
consideró ocioso quitar los clavos y abrir las ventanas.
”El examen que yo hice fue
bastante más minucioso por el motivo que acabo de dar, pues sabía que era
preciso probar que no existían tales imposibilidades.
”A posteriori, continué razonando
así: los asesinos, en realidad, tienen que haber escapado por una de esas
ventanas. Admitiendo esto, no es fácil que las hayan podido ajustar por dentro,
como se las ha encontrado, lo que hizo que la policía no siguiera investigando.
Sin embargo, las ventanas estaban cerradas y aseguradas. Era, pues, preciso que
pudieran cerrarse por sí mismas. Esta conclusión era ineludible. Fui
directamente a la ventana que no estaba trancada y con cierta dificultad,
extraje el clavo y traté de levantar el marco. Como me lo había imaginado
resistió todos mis esfuerzos. Existía, pues, un resorte escondido y esta
corroboración de mi idea, me convenció de que mis premisas eran correctas por
muy misteriosas que las circunstancias relativas a los clavos pareciesen en
este caso. Una investigación minuciosa puso en descubierto el resorte oculto.
Lo oprimí y satisfecho con mi descubrimiento, me abstuve de abrir la ventana.
”Volví entonces a colocar el
clavo en su sitio y lo examiné atentamente. Si alguien hubiera pasado por
aquella ventana, podía haberla cerrado haciendo funcionar el resorte; pero el
clavo no podía haber vuelto a su sitio. Esta conclusión era clarísima y restringía
el campo de mis observaciones. Los asesinos debían, por lo tanto, haber
escapado por la otra ventana. Suponiendo que los dos resortes fueran iguales
como era probable, debía pues, haber una diferencia entre los clavos o por lo
menos, en el modo de estar colocados. Me subí sobre las tiras de arpillera de
la armazón de la cama y por encima de la cabecera examiné la segunda ventana.
Pasando la mano por detrás de la madera descubrí y apreté el resorte que, como
había supuesto, era idéntico al anterior. Entonces examiné el clavo. Era del
mismo grosor que el otro y aparentemente estaba clavado en la misma forma:
hundido hasta la cabeza.
”Usted creerá que me quedé
perplejo; pero, en ese caso, no ha comprendido bien la índole de mis
deducciones. Sin embargo, en ningún momento me encontré desorientado. El rastro
no se había perdido nunca. No había falla en ninguno de los eslabones de la cadena.
He seguido el misterio hasta su última consecuencia… Y esa consecuencia era el
clavo. En todos sus aspectos parecía ser igual al de la otra ventana; pero este
hecho, por decisivo que parezca, no era nada comparado con la consideración de
que en aquel punto terminaba mi pista. “Este clavo debe de tener algo raro”, me
dije. Lo toqué y me quedé con la cabeza y con casi un centímetro de la espiga
en la mano. El resto quedó en el orificio en que se había roto. La rotura no
era nueva, pues los bordes estaban herrumbrados y al parecer, había sido
producida por un martillazo que hundió una parte de la cabeza del clavo en la
parte superior del marco inferior. Volví a colocar con cuidado esa parte en el
lugar del que la había sacado y entonces nadie habría dicho que no era un clavo
intacto. No se veía la fisura. Apreté el resorte y levanté suavemente el marco,
unos centímetros. Al hacerlo, subió la cabeza del clavo y quedó fija en su
quicio. Cerré la ventana, y otra vez el clavo volvió a parecer entero.
”Hasta aquí, el enigma estaba
resuelto. El asesino había huido por la ventana que estaba a la cabecera de la
cama. Al bajar por sí misma, después que ellos habían escapado o tal vez, al
ser cerrada deliberadamente, había quedado sujeta por el resorte, lo que había
despistado a la policía, la cual pensó que el clavo había bloqueado la apertura
de la ventana.
”El problema siguiente era ahora
averiguar cómo había bajado el asesino. El paseo que di alrededor del edificio,
me daba respuestas satisfactorias. Más o menos a un metro ochenta de la ventana
de marras, pasa el cable de un pararrayos. Habría sido imposible que nadie
llegara por él hasta la ventana, y menos aún que entrara. Sin embargo, al
examinar los postigos del cuarto piso, vi que eran de un tipo especial, al que
los carpinteros en París llaman ferrades (especie poco usada hoy, pero que en
las casas antiguas de Lyon y Burdeos, todavía se ven). Tienen la forma de una
puerta normal de una sola hoja, pero en la parte inferior tienen unas tablillas
que ofrecen un buen asidero. En este caso, estos postigos tienen un ancho de
casi un metro aproximadamente. Cuando los vimos desde la parte posterior de la
casa los dos estaban abiertos hasta la mitad; es decir, formaban un ángulo
recto con la pared. Es probable que la policía haya examinado la parte
posterior de la vivienda, como lo hice yo; pero al mirar las ferrades en el
sentido del ancho, como seguramente lo hicieron, no han tenido en cuenta su
gran ancho o al menos no le han dado a este punto mayor importancia. En
realidad, al convencerse de que la huida no podía haber sido por ese lado, no
hicieron sino un examen superficial. Sin embargo, para mí era claro que si el
postigo pertenecía a la ventana que estaba cerca de la cabecera de la cama,
podía abrirse totalmente hasta tocar la pared y en ese caso llegaría hasta unos
sesenta centímetros del cable del pararrayos. También era evidente que con un
esfuerzo y un coraje singulares se podría muy bien haber entrado por aquella
ventana con ayuda del cable. Llegado a esa distancia de sesenta centímetros,
con el postigo abierto, un ladrón audaz podría haberse tomado del postigo, para
desde él soltando el cable y apoyando bien los pies contra la pared, saltar
dentro de la habitación y atraer hacia sí, violentamente, el postigo, de modo
que se cerrase y suponiendo, por supuesto, que la ventana estuviera cerrada.
”Tenga en cuenta que me he
referido a una energía extraordinaria, indispensable para llevar a cabo, con
éxito, una empresa tan arriesgada y difícil. Me propongo demostrarle que, en
primer lugar, esto era posible; y muy especialmente, llamarle la atención sobre
el carácter muy extraordinario, el carácter casi sobrenatural, de la agilidad
que se necesitaría para llevarlo a buen término.
”Me replicará, sin duda, usando
el lenguaje de la ley, que para “defender mi causa” debería más bien, devaluar
la energía requerida, en lugar de empeñarme en darle su verdadero valor. Esto
puede ser que lo haga la ley; pero la razón no lo recomienda. Mi objetivo final
es tan sólo la verdad, y mi propósito inmediato es llevarlo a que usted compare
esa energía insólita, con la peculiarísima voz aguda (o áspera) y desigual, con
respecto a cuya nacionalidad no se han encontrado ni siquiera dos testigos que estuvieran
de acuerdo y de la que no se pudo entender ni una sílaba.
Al oír estas palabras una vaga
idea de lo que pensaba Dupin pasó como un relámpago por mi mente. Parecíame
estar al borde de la comprensión, sin que todavía pudiera comprender; como les
ocurre a esas personas que se encuentran a veces a punto de recordar y no lo
consiguen. Mi amigo siguió discurriendo:
—Verá que he trasladado la
cuestión del modo de salir al de entrar. Me proponía demostrarle que las dos
cosas se han hecho de la misma manera y por el mismo sitio. Entremos nuevamente
en la habitación. Estudiemos todos sus aspectos. Se ha dicho ya que los cajones
del bureau habían sido saqueados, aunque habían quedado en ellos algunos
adornos. Esta conclusión es absurda. Es sólo una conjetura, muy necia, por
cierto; nada más. ¿Quién puede asegurar que los objetos encontrados en los
cajones no fueran todo lo que habían contenido en un principio? Madame
L’Espanaye y su hija vivían una vida excesivamente retirada. No se trataban con
nadie. Salían rara vez y por consiguiente, tenían pocas ocasiones para cambiar
de ropas. Los objetos que se han encontrado eran de tan buena calidad como los
que, posiblemente, habrían tenido esas señoras. Si un ladrón hubiera sacado
alguno, ¿por qué no los mejores, o por qué no todos? En suma, ¿hubiese
abandonado cuatro mil francos en oro para cargar con su fardo de ropa blanca?
El oro fue abandonado. Casi la totalidad de la suma mencionada por monsieur
Mignaud, el banquero, se encontró sobre el piso, en los bolsos. Insisto, por lo
tanto, en que descarte la idea desatinada de un móvil, engendrada en el cerebro
de la policía por ese testimonio que menciona cierto dinero entregado a la
puerta de la casa. Coincidencias diez veces más notables que ésta (entrega del
dinero y tres días después, asesinato de la persona que lo recibe) ocurren con
frecuencia en nuestra vida, sin que despierten ni siquiera nuestra atención del
momento. Por lo general, las coincidencias, son otros tantos motivos de
tropiezo en el camino de este tipo de pensadores educados de modo tal que no
saben nada de la teoría de las probabilidades, teoría a la que las más memorables
conquistas de la civilización, deben lo más glorioso de su saber. En este caso,
si el oro hubiera desaparecido, el hecho de que había sido entregado tres días
antes, habría podido parecer algo más que una coincidencia. Corroboraría la
idea de un motivo. Pero, dadas las circunstancias reales en que nos
encontramos, si suponemos que el oro fue el móvil del crimen debemos imaginar
que quien lo cometió fue un idiota tan indeciso, que abandonó no sólo el oro,
sino también el motivo.
”Teniendo presente los puntos
sobre los que le he llamado la atención: la voz peculiar, la insólita agilidad
y la sorprendente falta de motivo en un crimen de una atrocidad tan
espectacular como éste, examinemos ahora esta carnicería en sí misma. Tenemos
aquí una mujer estrangulada con las manos y metida cabeza abajo en una
chimenea. En general los criminales no usan estos procedimientos al asesinar y
menos aun, se desembarazan de su víctima en esta forma. En el violento modo de
introducir el cuerpo en la chimenea, tendrá que admitir que hay algo
excesivamente outré: algo irreconciliable con nuestras nociones corrientes de
los actos humanos, aun cuando supongamos que los autores de este crimen fueran
los seres más depravados. Por otra parte, piense qué enorme debe haber sido la
fuerza que consiguió introducir tan forzadamente el cuerpo hacia arriba en una
abertura como aquélla, por cuanto varias personas apenas lograron sacarlo de
ella.
”Ocupémonos ahora de otros
indicios que ponen de manifiesto un vigor extraordinario. En el hogar había
unas gruesas guedejas de pelo humano canoso. Habían sido arrancadas de raíz.
Imagínese la fuerza que se necesita para arrancar de la cabeza aunque sólo sean
veinte o treinta pelos juntos. Tanto usted como yo, hemos visto esos rizos. Las
raíces (¡qué espectáculo horrible!) tenían adheridos coágulos de sangre junto
con pedazos de cuero cabelludo, índice seguro de la prodigiosa fuerza que se
usó para arrancar un millar de pelos a la vez. El cuello de la anciana no sólo
estaba cortado, sino que tenía la cabeza completamente separada del tronco y el
instrumento que se había usado fue una sencilla navaja de afeitar. Observe
también la brutal ferocidad de ese acto. No hablo de las magulladuras que se
veían en el cuerpo de madame L’Espanaye. Monsieur Dumas y su honorable
colaborador, monsieur Etienne, han declarado que eran producidas por un
instrumento romo y en esto están en lo cierto. El instrumento fue, no cabe duda,
el empedrado del patio sobre el que la víctima cayó desde la ventana situada
encima de la cama. Por muy sencilla que ahora parezca esta idea, escapó a la
policía, por la misma razón que les impidió notar el ancho de los postigos:
porque una vez que vieron los clavos, rechazaron inflexiblemente toda idea de
que las ventanas pudieran haber sido abiertas.
”Si a esto añadimos el extraño
desorden en que se encontró la habitación, hemos llegado al momento de combinar
las ideas de: una agilidad asombrosa, una fuerza sobrehumana, una ferocidad de
bestia, una carnicería sin motivo, una grotesquerie en el horror ajena a toda
condición humana y una voz extraña por su acento para los oídos de hombres de
distintas nacionalidades y desprovista de un silabeo que la hiciera
inteligible. ¿Qué se deduce de todo esto? ¿Cuál es la impresión que he
producido en su imaginación? Sentí un escalofrío cuando Dupin me hizo esta
pregunta.
—Un loco ha cometido ese crimen
—le dije—, algún loco furioso, escapado de alguna Maison de Santé de la
vecindad.
—Su idea es, en cierto modo,
atinada —me contestó—. Pero aun en sus más feroces paroxismos de los locos no
concuerda con esa voz peculiar que se oyó desde la escalera. Los locos tienen
distintas nacionalidades y su idioma aunque incoherente por el sentido es
siempre articulado. Por otra parte, el pelo de un loco no se parece al que
tengo en la mano: de los dedos crispados de madame L’Espanaye, he desenredado
este rizo. ¿Qué saca usted en conclusión?
—Dupin —exclamé, completamente
desconcertado—, ¡qué pelo más raro! No es pelo humano.
—Yo no he dicho que lo fuera —me
replicó—. Pero antes de decidir ese punto, le ruego que examine el croquis que
he hecho en este papel. Es un facsímil que representa lo que un grupo de
testigos ha descrito como “moretones violáceos y rasguños profundos hechos con
las uñas” en el cuello de mademoiselle L’Espanaye; y que los doctores Dumas y
Etienne denominan “manchas lívidas producidas, sin la menor duda, por la
impresión de los dedos”.
”Este dibujo —continuó mi amigo,
desdoblando el papel sobre la mesa— le dará una idea de una presión firme y
poderosa. Aquí no hay deslizamiento aparente. Cada dedo ha mantenido,
presumiblemente hasta la muerte de la víctima, la misma presión con la que se
hincó desde un principio. Trate ahora de colocar sus dedos, todos a un mismo
tiempo, en las correspondientes impresiones, tal como se ven aquí.
Traté de hacerlo, pero sin éxito.
—Es posible —continuó— que este
experimento no sea concluyente hecho así, con el papel extendido sobre una
superficie plana. El cuello del cuerpo humano es cilíndrico. Pero, aquí tenemos
un tronco de leña, cuya circunferencia es, más o menos, la del cuello. Cúbralo
con el diseño y hagamos el experimento otra vez.
Así lo hice, pero la dificultad
fue todavía más evidente que la primera vez.
—Esta —dije— no es la huella de
una mano humana.
—Ahora lea este pasaje de Cuvier
—continuó Dupin.
Era una minuciosa descripción
anatómica y del aspecto general del gran orangután salvaje de las islas de la
India oriental. La estatura gigantesca, la fuerza y agilidad prodigiosa, la
ferocidad y la propensión de estos mamíferos a imitar a los humanos es harto
conocida. Entonces, de pronto, comprendí todos los horrores del asesinato que
investigábamos.
—La descripción de los dedos
—dije cuando terminé la lectura— está totalmente de acuerdo con este dibujo.
Creo que ningún animal, excepto el orangután de la especie que aquí se
menciona, puede haber dejado unas huellas como las que usted dibujó aquí. Esta
mecha de pelo rojizo, tiene el mismo carácter que el del animal descrito por
Cuvier. Pero no puedo entender los detalles de este espantoso misterio. Además,
se oyeron disputar dos voces, e indiscutiblemente, una de ellas pertenecía a un
francés.
—Cierto y usted recordará que
casi todos los testigos estaban de acuerdo en que una de las palabras usadas
era: Mon Dieu! Y en esas circunstancias, uno de los testigos, Montani, el
confitero, le atribuyó a esa frase un tono de protesta o de reconvención. Por
eso, he fundado en estas palabras mis esperanzas de resolver esta incógnita.
Sin la menor duda, un francés está enterado del asesinato. Es posible, más que
posible, probable, que él sea inocente de toda participación en estos hechos
sangrientos. A lo mejor, el orangután se le había escapado y el hombre lo había
seguido hasta la habitación. Pero en las agitadas circunstancias que siguieron,
quizá le haya sido imposible capturarlo de nuevo. Todavía el animal anda
suelto. No me propongo continuar con estas conjeturas, pues no tengo derecho a
llamarlas de otro modo, ya que los atisbos de reflexión en que se apoyan,
apenas tienen suficiente base para ser tenidas en cuenta, incluso por mi propia
inteligencia y además, porque no pretendo hacerlas inteligibles para la
comprensión de otros. Llamémoslas, entonces, conjeturas, y, como tales las
consideraremos. Si, como supongo, el francés aludido es inocente de tal
atrocidad, este aviso que, anoche al volver dejé en las oficinas de Le Monde,
periódico que se especializa en asuntos marítimos y es muy buscado por los
marineros, nos lo traerá a casa.
Me dio el diario, y leí:
CAPTURA. En el Bois de Boulogne
se ha encontrado en las primeras horas de la mañana del día… del corriente (la
mañana del crimen) un enorme orangután de la especie de Borneo. Su propietario
(que se sabe es un marinero de un navío maltés) podrá recuperar el animal,
previa identificación, abonando una pequeña suma en concepto de gastos
ocasionados por su captura y manutención. Dirigirse al número… de la rué…
faubourg Saint-Germain…, tercer piso.
—¿Cómo puede saber que se trata
de un marinero de un navío maltés? —le pregunté.
—No lo sé —repuso Dupin—; no
estoy seguro. Pero tengo este pedacito de cinta que, a juzgar por su aspecto
grasiento, ha sido usado, evidentemente, para anudar el cabello en una de esas
largas queues, que tanto les gustan a los marineros. Por otra parte, este nudo
casi no saben hacerlo sino los marineros y es característico de los malteses.
Recogí la cinta al pie del pararrayos. No podía ser de ninguna de las víctimas.
Ahora, si después de todo, estoy equivocado al deducir por este lazo que el
francés era un marinero de un barco maltés, no perjudico a nadie con lo que
digo en el aviso. Si me he equivocado se imaginará que algunas circunstancias
me engañaron y no se tomará el trabajo de averiguarlas. Pero, si estoy en lo
cierto, habremos dado un paso muy importante. Aunque el francés sea inocente
del crimen, debe estar enterado de él y dudará si debe responder o no al aviso,
y si debe o no reclamar el orangután. Razonará así: “Soy inocente; soy pobre; mi
orangután vale mucho dinero (una verdadera fortuna) para un hombre como yo.
¿Por qué he de perderlo por un tonto temor al peligro? Aquí está, a mi alcance.
Se le encontró en el Bois de Boulogne, a mucha distancia del lugar del crimen.
¿Quién va a sospechar jamás que un animal haya cometido semejante acto? La
policía está desorientada: no tiene la menor pista. En el caso improbable de
que sospecharan del animal, sería imposible demostrar que tengo conocimiento
del crimen, ni enredarme en él por el hecho de estar enterado. Además no me
conocen. El avisador me señala como dueño del animal. No sé qué más sabrá. Si
eludo reclamar una propiedad tan valiosa y que a él le consta, además, que es
mía, terminaré haciéndome sospechoso. No es táctica mía el llamar la atención
sobre mí, ni sobre él. Contestaré, por lo tanto, este aviso, recobraré mi
orangután y lo encerraré hasta que este asunto caiga en el olvido.
En ese instante oímos pasos en la
escalera.
—Esté listo —me dijo Dupin—. Tome
las pistolas, pero no las use, ni las muestre hasta que yo no le haga una seña.
Habíamos dejado abierta la puerta
de calle y el visitante había entrado sin llamar y subido algunos escalones,
cuando pareció vacilar, y oímos que bajaba. Dupin iba ya hacia la puerta cuando
le oímos subir de nuevo. Esta vez no retrocedió, sino que subió y decididamente
llamó a nuestra puerta.
—Adelante —dijo Dupin con voz
amable y cordial.
Entró un hombre. Un marinero,
evidentemente. Alto, fuerte, musculoso, con una expresión temeraria, no del
todo desagradable. Más de la mitad de su cara muy tostada por el sol, estaba
oculta por las patillas y el mustacchio. Estaba provisto de un pesado garrote
de roble (su única arma, en apariencia.) Saludó inclinándose con torpeza,
pronunció un “buenas tardes” con acento francés teñido apenas de suizo, lo que
no empañaba su origen parisiense.
—Siéntese amigo —dijo Dupin—.
Supongo que viene a reclamar su orangután. Casi le tengo envidia por ser dueño
de un animal tan hermoso y que es, con seguridad muy valioso. ¿Qué edad cree
que tiene?
El marinero suspiró hondo, como
aliviándose de un peso intolerable y contestó luego con tono firme:
—No hay manera de saberlo; pero
no creo que tenga más de cuatro a cinco años. ¿Lo tiene aquí?
—¡Oh, no! No hay comodidad en
esta habitación para un orangután. Está en una cochera de alquiler en la rué
Dubourg, cerca de aquí. Mañana por la mañana, si quiere, puede recuperarlo. Sin
duda, usted podrá probar que es el dueño, ¿no?
—Claro que sí, señor.
—Me va a doler separarme de él
—dijo Dupin.
—Por supuesto que le voy a
recompensar las molestias que se ha tomado, señor —dijo el hombre—. Estoy
dispuesto a pagarle una suma razonable, por haberlo encontrado.
—Bien —contestó mi amigo—. Es muy
justo, sin duda. Vamos a ver, ¿cuánto le pediré? Bueno, mire: como
gratificación, usted me va a decir todo lo que sabe con respecto a los
asesinatos de la rué Morgue.
Dupin dijo estas últimas palabras
con voz baja y con gran tranquilidad. Con esa misma tranquilidad, se dirigió a
la puerta, la cerró y se guardó la llave en el bolsillo. Luego sacó la pistola
y sin evidenciar la menor excitación la colocó sobre la mesa.
La cara del marinero se puso roja
como si estuviera luchando para no sofocarse. Se levantó y empuñó su bastón.
Pero, en seguida se dejó caer sobre la silla con un temblor convulsivo y con la
cara de un cadáver. No dijo una palabra. Lo compadecí con toda el alma.
—Amigo mío —dijo Dupin, en tono
bondadoso—, le aseguro que no tiene por qué alarmarse. No quiero hacerle el
menor daño. Le doy mi palabra, como caballero y como francés, de que no tengo
intención de perjudicarlo. Sé muy bien que usted no tiene nada que ver con las
atrocidades de la rué Morgue. Pero usted está innegablemente complicado en
ellas. Por todo esto, se dará cuenta de que tengo medios de información
excelentes, medios que a usted no se le hubieran ocurrido nunca. Las cosas
están así: usted no ha hecho nada que pudiera haber evitado. Desde luego nada
que lo haga a usted culpable. No se le puede acusar de robo, cuando pudo haber
robado con toda impunidad. No tiene nada que ocultar, tampoco. No tiene motivos
para hacerlo. Por otra parte, de acuerdo con los principios del honor está
obligado a confesar todo lo que sabe. Se ha encarcelado a un inocente por un
crimen que usted sabe muy bien quién lo cometió.
Cuando Dupin dijo estas palabras
ya el marinero se había repuesto. Pero la arrogancia del comienzo había
desaparecido.
—¡Dios me ampare! —dijo, después
de una breve pausa—. Le voy a decir todo lo que sé sobre este asunto; pero
estoy seguro de que no me va a creer ni la mitad de lo que diga. Sólo un loco
me podría creer. Sin embargo, soy inocente y aunque me cueste la vida, voy a
confesarle todo.
La sustancia de lo que dijo es lo
que sigue: Acababa de hacer un viaje al archipiélago índico. Formaba parte de
un grupo que desembarcó en Borneo, y que recorrió el interior, en una gira de
placer. Junto con un compañero capturaron el orangután. Al morir su compañero,
el animal pasó a ser de él exclusivamente. Después de muchas molestias que le
ocasionó su cautivo, por su indomable ferocidad, consiguió alojarlo en su misma
casa, en París, donde (para no atraer la insoportable curiosidad de los
vecinos) lo tuvo recluido hasta que se curase de una herida que se había hecho
en el pie con una astilla, a bordo. Se proponía venderlo.
Una noche, mejor dicho, una
mañana (la del crimen), al volver de una juerga con otros marineros, encontró
al animal en su dormitorio, al que había entrado desde el cuarto contiguo,
donde él creía que estaba encerrado sin posibilidad de escaparse. Sentado
frente al espejo, con una navaja de afeitar en la mano, todo enjabonado,
trataba de afeitarse (como había visto por el ojo de la cerradura que lo hacía
su amo). Aterrado, al ver un arma tan peligrosa en manos de un animal tan feroz
y sabiendo que era capaz de usarla, el hombre, por unos segundos, estuvo sin
saber qué hacer. En otras oportunidades había dominado al animal, en sus
accesos más feroces, con un látigo y echó mano de este recurso también en este
caso. Pero cuando el orangután vio el látigo, de un salto estuvo fuera de la
habitación, corriendo escaleras abajo. Al ver una ventana que, por desgracia
estaba abierta, se lanzó a la calle.
Desesperado el francés corrió
tras él. El mono, sin soltar la navaja, se paraba de vez en cuando, lo miraba y
le hacía muecas, hasta el momento en que el hombre lo alcanzaba. Entonces
escapaba otra vez. La persecución duró, así, mucho rato. Las calles estaban en
silencio pues eran las tres de la madrugada. Al tomar un pasaje que queda
detrás de la rué Morgue, una luz, que venía de la ventana abierta de la
habitación de madame L’Espanaye, atrajo la atención del fugitivo. Se precipitó
hacia la casa y al ver el pararrayos, se trepó por él hasta que se tomó del
postigo, que estaba abierto de par en par tocando la pared y apoyándose en ésta
se abalanzó sobre la cabecera de la cama. Todo esto duró un minuto escaso. El
orangután, al entrar en la habitación, lanzó el postigo contra la pared. La
ventana quedó abierta.
A todo esto, el marinero estaba
contento y perplejo. Tenía grandes esperanzas de capturar el animal, que no
podría salir de la trampa en que se había metido, a menos que no fuera por el
pararrayos y en ese caso, él lo interceptaría cuando llegase abajo. Por otra
parte le inquietaba qué podría estar ocurriendo en la casa y decidió continuar
persiguiendo al fugitivo. Trepar el cable de un pararrayos no es cosa difícil
para un marinero. Pero cuando llegó a la altura de la ventana (que estaba a
gran distancia sobre la izquierda) tuvo que detenerse. Todo lo que pudo hacer
fue echar una ojeada rápida al interior de la habitación. Lo que vio lo
sobrecogió de tal terror, que estuvo a punto de caer. Fue entonces cuando, en
el silencio de la noche, se oyeron los terribles gritos que hicieron que los
vecinos de la rué Morgue se despertaran sobresaltados. Madame L’Espanaye y su
hija, en camisón, estaban, según parece, ordenando unos papeles en el cofre de
hierro, con ruedas, que ya hemos mencionado y que habían empujado al centro de
la habitación. Estaba abierto y su contenido esparcido por el suelo. Sin duda,
las víctimas habrán estado de espalda a la ventana y a juzgar por el tiempo que
pasó entre la llegada del animal y los gritos, es probable que no se hayan dado
cuenta, al primer momento, de la presencia de la fiera. Habrán atribuido el
golpe del postigo al viento.
Cuando el marinero miró hacia
adentro, el animal había tomado a madame L’Espanaye del pelo (que en ese
momento tenía suelto, porque se estaba peinando) y blandía la navaja frente a
su cara, imitando los ademanes de un barbero. La hija yacía inmóvil en el
suelo, desvanecida. Los gritos y esfuerzos de la anciana (durante los cuales le
estuvo arrancando el pelo) tuvieron como resultado el cambiarle al orangután
sus probables propósitos pacíficos en tremenda cólera. Con un movimiento
decidido del brazo le seccionó la cabeza del tronco. Al ver la sangre, la ira
se convirtió en frenesí. Con los dientes apretados y echando llamas por los
ojos, se echó sobre el cuerpo de la hija y le clavó las garras en el cuello,
sin soltarla, hasta que murió. Sus ojos, extraviados y feroces, se fijaron en
la cabecera de la cama, sobre la que distinguió la cara de su amo, paralizado
de horror. La furia de la bestia, que todavía recordaba el temido látigo, se
transformó en miedo. Comprendiendo que merecía un castigo, pareció querer ocultar
sus sangrientos actos. Con la angustia de su agitación y su nerviosismo, empezó
a saltar por la pieza, tirando y destrozando los muebles al moverse y sacando
los colchones de la cama. Por fin, tomó el cuerpo de la joven y empujándolo, lo
introdujo en la chimenea en la posición en que fue encontrado. Después se lanzó
sobre el de la madre y la tiró por la ventana.
Al ver que el mono se acercaba a
la ventana con su carga hecha pedazos, el marinero retrocedió horrorizado hacia
el pararrayos y dejándose deslizar por él, se fue inmediatamente a todo correr
a su casa, atemorizado por las consecuencias de esa horrible carnicería y
contento de abandonar al orangután (tal era su horror). Las voces que oyeron
los que subían por la escalera fueron sus exclamaciones de horror y espanto,
mezcladas con los farfulleos del animal.
Poco queda por añadir. El
orangután debió huir de la habitación (antes de que se forzara la puerta)
utilizando el pararrayos. Maquinalmente habrá cerrado la ventana al pasar por
ella. Tiempo más tarde fue capturado por su dueño, que lo vendió por una buena
suma para el Jardin des Plantes. Después de haber contado cuanto sabíamos, (con
algunos comentarios de Dupin) en el bureau del prefecto de policía, Le Bon fue
puesto inmediatamente en libertad. Este funcionario, por bien dispuesto que
estuviera en favor de mi amigo, no podía ocultar su mal humor por el giro que
el asunto había tomado y se permitió algunas frases sarcásticas, sugiriendo que
cada uno se ocupara de sus propios asuntos.
—Déjelo que diga lo que quiera
—me dijo luego Dupin, que no había considerado oportuno contestarle—. Déjelo
que hable. Eso le aliviará la conciencia. Por lo que a mí respecta, estoy
contento de haberlo vencido en su propio terreno. No obstante, el que no haya
acertado con la solución de este misterio no es tan extraño como él supone,
porque, en realidad, nuestro amigo el prefecto, es demasiado sagaz para poder
ser profundo. Su ciencia carece de vigor. Todo en él es cabeza, pero sin
cuerpo, como las imágenes de la diosa Laverna o más bien, todo cabeza y
hombros, como el bacalao. Sin embargo, es una buena persona. Le tengo un
aprecio especialísimo por un golpe genial de gazmoñería, al que debe su fama de
hombre talentoso. Me refiero a su manera de nier ce qui est, et d’expliquer ce
qui n’est pas.