LA INTEGRACIÓN
SECRETA
THOMAS PYNCHON
En el exterior caía la primera
lluvia de octubre, señalando el final de la estación del heno y la brillantez
del otoño, la pureza de la luz y cierta estabilidad del tiempo que pocas
semanas atrás había dado lugar a la invasión de neoyorquinos a través de los
Berkshires, para ver cómo cambiaban los árboles bajo el sol de la región. Aquel
día, en cambio, era sábado y llovía, una mala combinación. Por el momento Tim
Santora estaba dentro, esperando que dieran las diez y preguntándose cómo se
las arreglaría para salir sin que se lo impidiera su madre. Grover quería verle
aquella mañana a las diez, por lo que tenía necesariamente que salir. Estaba
acurrucado en una vieja lavadora que yacía sobre un costado en un cuarto
trasero de la casa; escuchaba el sonido de la lluvia que bajaba por una tubería
de desagüe y se miraba una verruga en un dedo. La verruga llevaba dos semanas
instalada allí y no tenía trazas de marcharse. Días antes su madre le había
llevado al consultorio del doctor Slothrop, el cual le embadurnó el dedo con
una sustancia roja, apagó las luces y dijo:
—Ahora, cuando encienda mi mágica
lámpara violeta, observa lo que le ocurre a la verruga.
El aspecto de la lámpara no era
demasiado mágico, pero, una vez tal médico la encendió, el color de la verruga
se transformó en un verde brillante.
—Esto va bien —dijo el doctor
Slothrop—. Es verde, Tim, y eso significa que la verruga se irá. No tiene otra
posibilidad.
Pero cuando salían, el médico
explicó a la madre de Tim, en un tono bajo que el muchacho había aprendido a
captar:
—La terapia de sugestión surte
efecto más o menos la mitad de las veces. Si esto no elimina la verruga de una
manera espontánea, vuelva a traerle y probaré con hidrógeno líquido.
En cuanto llegó a casa, Tim
corrió a preguntarle a Grover qué significaba «terapia de sugestión». Le
encontró en el sótano, trabajando en otro invento.
Grover Snodd era un poco mayor
que Tim y un genio adolescente, dentro de unos límites. En cualquier caso, un
genio adolescente con defectos. Sus inventos, por ejemplo, no siempre
funcionaban. Y el año anterior organizó un fraude: se prestó a hacer los deberes
de sus compañeros a diez centavos por encargo, pero se delató con demasiada
frecuencia. De algún modo los profesores supieron que él estaba detrás de todas
las buenas notas que los chicos empezaron a obtener. (Según Grover, tenían una
«curva» que les indicaba lo bien que podía hacerlo cada alumno.)
—No puedes oponerte a la ley de
los promedios —dijo Grover—. No puedes luchar contra la curva.
Así pues, se empeñaron en
convencer a sus padres de lo conveniente que sería enviarle a cualquier otro
centro. Por muy brillante que fuese en todos los temas escolares, desde las
rocas ígneas a los ataques de los indios, Grover era todavía demasiado tonto,
en opinión de Tim, para ocultar lo listo que era. Cada vez que encontraba
ocasión de mostrarlo, cedía a la debilidad. Ante un problema como el de
encontrar el área de un jardín triangular, Grover no podía resistirse a
utilizar un poco de trigonometría, término que la mitad de la clase ni siquiera
podía pronunciar, o de cálculo vectorial, palabras que veían de vez en cuando
en los tebeos de naves espaciales. Pero Tim y otros se lo toleraban. ¿Por qué
Grover no habría de pavonearse? A veces lo pasaba mal. De nada le servía hablar
de matemáticas superiores o cualquier otra cosa superior con chicos de su edad.
Le confió a Tim que solía discutir con su padre de política internacional,
hasta que una noche tuvieron una seria división de opiniones acerca de Berlín.
—Sé lo que deberían hacer —gritó
Grover (siempre gritaba, a las paredes, a cualquier cosa sólida que estuviese a
mano, para hacerte saber que no estaba furioso contigo, sino con alguna otra
cosa, algo relacionado con el mundo en proporción agrandado que los adultos
hacían y rehacían y donde vivían sin él, cierta inercia y testarudez que era
demasiado pequeño, excepto en su interior, para superar)—, exactamente lo que
deberían hacer.
Pero cuando Tim le preguntó qué
era, Grover se limitó a decir:
—Eso es lo de menos. El asunto de
la discusión no importa. Lo importante es que ahora ya no nos hablamos. Cuando
estoy en casa ellos me dejan en paz y yo les dejo en paz.
Aquel año sólo estaba en casa los
fines de semana y los miércoles. Los demás días recorría treinta kilómetros
hasta el colegio, un centro masculino de Berkshire que seguía el modelo de
Williams aunque más pequeño, para asistir a las clases y hablar con los demás
de todo tipo de cosas superiores. La escuela pública había ganado, se lo había
quitado de encima. No disponían de tiempo para él y querían que cada uno
hiciera sus deberes. Al parecer, el padre de Grover no se opuso en absoluto a
que su hijo fuese a estudiar tan lejos, debido a su distanciamiento tras la
discusión sobre Berlín.
—No es que sea estúpido o malo
—gritó Grover a la caldera de fuel oil de su familia—. No lo es, sino algo peor
que eso. Comprende cosas que a mí no me interesan, mientras que a mí me
interesan cosas que él jamás comprenderá.
—No lo entiendo —dijo Tim—. Oye,
Grover, ¿qué significa «terapia de sugestión»?
—Es como la curación por la fe
—respondió Grover—. ¿Es así cómo intentan quitarte esa verruga?
—Sí. —Le habló de la sustancia
roja que tenía un brillo verde y de la lámpara.
—Fluorescencia ultravioleta —dijo
Grover, claramente divertido al pronunciar estas palabras—. Eso no tiene ningún
efecto sobre la verruga. Quieren convencerla para que se vaya, pero acabo de
fastidiarles el plan. —Empezó a reírse y a rodar de un lado a otro por el suelo
del sótano, como si alguien le estuviera haciendo cosquillas—. No servirá de
nada. Cuando quiera irse, se irá. Eso es todo. Las verrugas tienen una voluntad
propia.
A Grover le encantaba
obstaculizar las maquinaciones de los mayores, y a Tim nunca se le había
ocurrido imaginar por qué era así. Al mismo Grover sólo le interesaban
ligeramente sus propios motivos.
—Me consideran más listo de lo
que soy —aventuró en cierta ocasión—. Creo que tienen esa idea del «genio
juvenil»…, lo que uno debería ser, ¿no? Los ven en la televisión y quieren que
yo también sea así.
Tim recordaba que ese día su
amigo estaba muy furioso, a causa de un nuevo invento que no había funcionado.
Era una granada de sodio: dos compartimientos, sodio y agua, separados por un
diafragma detonador. Cuando el sodio entraba en contacto con el agua, estallaba
con un ruido tremendo. Pero el diafragma era demasiado resistente y no se
rompía. Para empeorar las cosas, Grover acababa de leer Tom Swift y su cámara
mágica, de Victor Appleton. Al parecer, topaba una y otra vez con esos libros
de Tom Swift por casualidad, aunque últimamente había concebido la teoría de
que era adrede, que los libros topaban con él y que en ello estaban muy
implicados sus padres, la escuela o ambos. Los libros de Tom Swift eran para él
una afrenta directa, como si esperasen que compitiera, que creara mejores
inventos, ganara más dinero y lo invirtiera más juiciosamente que Tom Swift.
—¡Odio a Tom Swift! —gritó.
—Entonces deja de leer esos
libros —le sugirió Tim.
Pero Grover no podía dejarlos; lo
intentaba, pero le era imposible. Cada vez que aparecía uno a su alcance, como
si hubiera salido de una tostadora invisible y malévola, lo devoraba. Era una
adicción, estaba obsesionado con las aeronaves guerreras y los fusiles
eléctricos.
—Es horroroso —decía—. Ese tipo
es un farolero, habla de una manera ridicula, es un esnob y… —golpeándose la
cabeza para recordar la palabra— un racista.
—¿Un qué?
—¿Recuerdas a ese criado de color
que tiene Tom Swift? Se llama Eradicate Sampson, Rad para abreviar. Su manera
de tratarle es repugnante. ¿Quieren que lea esas cosas para que sea así?
—Tal vez quieren que te portes de
esa manera con Carl —dijo Tim, excitado por la posibilidad que se le acababa de
ocurrir.
Se refería a Carl Barrington, un
chico de color al que ellos conocían y que había llegado hacía poco tiempo con
su familia desde Pittsfield. Los Barrington vivían en las Fincas
Northumberland, una nueva urbanización más allá de una cantera abandonada y de
un par de campos de centeno que la separaban de la parte más antigua de
Mingeborough, donde vivían Grover y Tim. Al igual que ellos y Étienne Cherdlu,
Carl se pirraba por las bromas pesadas y no se limitaba a mirar y reír, sino
que las hacía e inventaba otras nuevas. Esa era una de las razones de que los
cuatro chicos andarán siempre juntos. La sugerencia de que Rad, el personaje de
un libro, tuviera algo que ver con Carl dejó perplejo a Grover.
—¿No les gusta Carl o qué?
—preguntó.
—No creo que se trate de él, sino
de sus padres.
—¿Qué han hecho?
Tim puso una cara de «a mí que me
registren».
—Pittsfield es una ciudad
—respondió—. Supongo que en una ciudad puedes hacer casi cualquier cosa. A lo
mejor dirigían una lotería ilegal.
—Eso lo has sacado de la
televisión —le acusó Grover, y Tim dijo que sí y se echó a reír—. ¿Sabe tu
madre que tú, yo y Carl vamos por ahí…, ya sabes, gastando bromas?
—No le he hablado de eso.
—Ni se lo digas —le pidió Grover.
Y Tim no se lo dijo. No es que
Grover siempre diese órdenes, pero existía un entendimiento entre ellos, porque
aunque Grover se equivocara a veces, seguía sabiendo más que cualquiera del
grupo y debían escucharle. Si te decía que una verruga no iba a desaparecer,
que tenía una voluntad propia, todas las luces violeta y la fluorescencia verde
de Massachusetts serían inútiles. La verruga se quedaría.
Tim miró la verruga, un poco
receloso, como si aquella cosa tuviera una inteligencia independiente. De haber
tenido unos años menos, habría puesto un nombre a la verruga, pero empezaba a
darse cuenta de que sólo los niños pequeños ponían nombres a todo. Sentado
dentro de la lavadora que el año anterior utilizó como cápsula espacial,
escuchaba el ruido de la lluvia y pensaba. Pasó por su mente la idea de que se
haría mayor, de que envejecería más y más, sin parar, e interrumpió el
pensamiento antes de que abordara el tema de la muerte y decidió que aquel
mismo día preguntaría a Grover si se había enterado de algo nuevo sobre la otra
cosa, el nitrógeno líquido. «El nitrógeno es un gas», le había dicho Grover.
«Nunca he oído que sea un líquido.» Eso fue todo. Pero hoy tal vez tendría
nuevos datos. Uno nunca sabía con qué podría volver del colegio. Cierta vez
trajo un modelo multicolor de molécula de proteína que ahora estaba en el
escondite, junto con el televisor japonés y la reserva de sodio, un montón de viejas
piezas de transmisión, procedentes del depósito de chatarra del padre de
Étienne Cherdlu, un busto de cemento armado de Alf Landon, robado durante una
de las correrías semanales por el parque de Mingeborough, una silla rota de
estilo Mies van der Rohe, salvada de otra de las viejas fincas, por no
mencionar un surtido de piezas que pertenecieron a lámparas de araña,
fragmentos de tapices, madera de teca en forma de pomos de escalera, un abrigo
de piel que podían colgar alrededor del busto y, a veces, esconderse debajo,
como en una tienda de campaña.
Tim salió rodando de la lavadora
y fue tan silenciosamente como pudo a la cocina para consultar el reloj.
Pasaban unos minutos de las diez. Grover nunca llegaba a tiempo, pero siempre
quería que los demás fuesen puntuales. «La puntualidad», decía, lanzándote la
palabra como si fuese una invencible canica de vidrio transparente, «no es una
de tus virtudes sobresalientes.» Todo lo que tenías que decirle entonces era
«¿eh?», y él lo olvidaba e iba al grano. Ese era uno de los motivos por los que
le gustaba a Tim.
La madre de Tim no estaba en la
sala de estar, el televisor estaba apagado y, al principio, pensó que había
salido. Colgó el impermeable en el armario del vestíbulo y se encaminó a la
puerta trasera. Entonces oyó que su madre hacía girar el disco del teléfono.
Tim dobló una esquina y allí estaba ella, bajo las escaleras de atrás,
sujetando el teléfono azul princesa entre la mandíbula y el hombro. Había
marcado el número con una mano mientras cerraba la otra delante de ella,
formando un puño prieto y pálido. Su cara tenía una expresión que Tim nunca le
había visto hasta entonces. Un poco… ¿cómo lo diría? ¿Nerviosa? ¿Asustada? Tim
no lo sabía. Si ella le vio allí no dio señal alguna de que así fuera, a pesar
de que el muchacho había hecho bastante ruido. El timbre del teléfono dejó de
sonar y alguien respondió.
—Negros asquerosos —dijo su madre
entre dientes—. Marchaos de esta ciudad y volved a Pittsfield. Largaos antes de
que os metáis en un buen aprieto.
Nada más decir esto, colgó el
aparato. Le temblaba la mano apretada en un puño, y cuando la otra mano dejó el
teléfono también le temblaba un poco. Se volvió rápidamente, como si hubiera
olfateado al chico igual que una cierva, y descubrió a Tim mirándola
estupefacto.
—Ah, eres tú —le dijo, y empezó a
sonreír, pero la expresión de sus ojos contradecía su sonrisa.
—¿Qué estabas haciendo? —le
preguntó Tim, aunque no era eso lo que había querido decirle.
—Nada, gastaba una broma, Tim,
una broma pesada.
El chico se encogió de hombros y
salió por la puerta trasera.
—Me voy —le dijo, sin mirar
atrás, seguro de que ella no tendría ahora nada que objetar, porque la había
descubierto.
Salió a la lluvia, pasó ante dos
arbustos de lilas mojadas, bajó por una cuesta y cruzó un campo de alta hierba
convertida en heno, con las zapatillas empapadas tras los primeros pasos. La
casa de Grover Snodd, más vieja que la de Tim y con tejado a la holandesa,
sobresalía por detrás de un gran arce para saludarle. Cuando era más pequeño,
Tim consideraba a la casa como a una persona, y le decía hola cada vez que
llegaba, como si fuese una especie de juego entre amigos. Aún no había podido
prescindir por completo de ese juego, pues sería cruel para la casa que dejara
de creer en ella. Así que le dijo: «Hola, casa», como de costumbre. Al fin y al
cabo, la casa tenía rostro, una cara vieja y agradable, con ventanas por ojos y
nariz, una cara que siempre parecía sonriente. Tim corrió junto a ella y por un
momento sólo fue una sombra, empequeñecido contra el rostro descollante y
benevolente. Llovía con bastante intensidad. El chico dobló una esquina y
empezó a trepar por otro arce con trozos de madera clavados en el tronco.
Siguió trepando, resbaló una vez y avanzó por una larga rama hasta la ventana
de Grover. Le llegaron desde el exterior unos sonidos silbantes, electrónicos.
—Eh, Grovie —dijo Tim, golpeando
la ventana.
Grover la abrió y anunció a su
amigo que tenía una lamentable tendencia a la «dilación».
—¿Qué es eso? —quiso saber Tim.
—Acabo de oír a un chico de Nueva
York —le dijo Grover mientras Tim entraba en el cuarto—. Hoy tenemos algo raro
en el cielo, porque me ha costado mucho sintonizar incluso con Springfield.
Grover era un radioaficionado. El
mismo montaba sus aparatos de transmisión y equipo de pruebas. No sólo el
cielo, sino también aquellas montañas hacían que las señales de entrada fuesen
caprichosas. Ciertas noches, cuando Tim se quedaba allí, a medida que
transcurrían las horas, la habitación de Grover se llenaba de voces descarnadas
que a veces incluso llegaban desde alta mar. A Grover le gustaba escuchar, pero
no solía transmitir a nadie. Tenía mapas de carreteras clavados en la pared, y
cada vez que oía una nueva voz señalaba su origen, junto con la frecuencia, en
el mapa. Tim nunca le había visto dormir. A cualquier hora que entrase en el
cuarto encontraba a su amigo levantado, manejando los diales, con unos gruesos
audífonos de caucho en la cabeza. También había un altavoz, y a veces se lo
ponía encima. Tim se adormecía y, mezclados con sus sueños, oía las llamadas a
la policía para que investigaran accidentes de circulación, o sólo ruidos o
sombras que se movían por donde todo debería estar silencioso y quieto,
taxistas que habían salido para esperar a los trenes nocturnos y no hacían más
que refunfuñar mientras tomaban café o intercambiaban chistes aburridos con
quien les había enviado, media parte de una partida de ajedrez, remolcadores al
otro lado de las Dutch Hills que tiraban de una ristra de gabarras de grava
Hudson abajo, peones camineros que en otoño e invierno trabajaban hasta altas
horas colocando palizadas para nieve o abriendo surcos, un mercante en alta mar
de vez en cuando, cuando aquella cosa celeste, la capa Heaviside, era propicia…
todo eso bajaba, se filtraba para poblar sus sueños, de modo que por la mañana
nunca sabía qué había sido real y qué respondía a sus alucinaciones. Grover no
le servía jamás de ayuda. Al despertar, antes de haberse desprendido por
completo de los sueños, Tim le preguntaba: «Grover, ¿qué ha pasado con el
mapache perdido? ¿Lo ha encontrado la policía?», o: «¿Qué ha sido de ese
cargador de troncos en la casa flotante río arriba?». Y Grover siempre
respondía: «No me acuerdo de eso». Cuando Étienne Cherdlu también se quedaba a
pasar la noche, recordaba cosas distintas a las de Tim: cantos, vigilantes de
tejones que informaban en una especie de centro de operaciones, o enconadas
discusiones, medio en italiano, sobre fútbol.
Étienne tendría que estar allí
aquel día, pues era sábado por la mañana, cuando tenían lugar las reuniones
informativas. Probablemente una vez más su padre le habría obligado a trabajar
hasta muy tarde en aquel depósito de chatarra. Era un chico muy gordo que
escribía su nombre como «80N»,9 normalmente en los postes telefónicos, seguido
de «ja, ja», con tiza de color, marcadores amarillos robados a los peones
camineros. Como a Tim, Grover y Carl, a Étienne le encantaba gastar bromas
pesadas, pero en su caso era una obsesión. Grover era un genio, Tim quería
convertirse algún día en entrenador de baloncesto y Carl podría ser la estrella
en uno de sus equipos, pero a Étienne no se le ocurría qué podría hacer en la
vida si no era dedicarse profesionalmente a gastar bromas. «Estás loco», le
decían los chicos. «¿Una profesión? ¿Quieres decir comediante, presentador de
televisión, payaso o algo así?» y Étienne, pasándote un brazo alrededor de los
hombros (lo cual, si estabas lo bastante despierto, te percatabas de que no lo
hacía por amistad, sino para pegarte con cinta adhesiva un letrero que decía MI
MADRE USA BOTAS DE COMBATE O COCEA AQUI, con una flecha), te decía: «Mi padre
dice que, cuando sea mayor, todo lo harán las máquinas. Dice que sólo habrá
trabajo en los depósitos de chatarra, adonde irán a parar las máquinas
estropeadas. Una máquina puede hacer cualquier cosa menos bromas. En el futuro
la gente sólo servirá para gastar bromas».
Tal vez los chicos tenían razón.
Étienne podría estar algo loco. Corría más riesgos que nadie: desinflaba los
neumáticos de los coches policiales, se ponía un equipo de buceo para agitar el
limo del arroyo que usaba la fábrica de papel (lo cual cierta vez detuvo la
producción durante casi una semana), dejaba notas absurdas y casi incoherentes
firmadas por «El fantasma» sobre la mesa de la directora cuando ésta se
encontraba fuera de su despacho, dando clase a los de octavo…, cosas por el
estilo. Étienne detestaba las instituciones. Sus grandes enemigos, los blancos
perpetuos de sus bromas, eran la escuela, el ferrocarril y la Asociación de
Padres y Profesores. Había reunido a su alrededor a un grupo de descontentos a
quienes la directora, cuando les gritaba, nunca dejaba de llamar «ineducables»,
una palabra que ninguno de ellos comprendía y que Grover no les explicaba
porque le enfurecía, era como llamarle a alguien espagueti o chocolate,
refiriéndose despectivamente a su origen o al color de su piel. Entre los
amigos de Étienne figuraban los hermanos Mostly, Arnold y Kermit, que aspiraban
por la nariz el pegamento de aeromodelismo y robaban ratoneras en la tienda,
para divertirse tensándolas y lanzándolas uno contra el otro en medio de algún
campo abandonado; Kim Dufay, una alumna de sexto curso esbelta y exótica, con
una cola de caballo rubia que le llegaba hasta la cintura y que solía tener el
extremo de color azul, por haber sido puesto en remojo en los tinteros,
interesada en las reacciones químicas explosivas y responsable de reponer las
existencias de sodio en el escondite, sustancia que sacaba de contrabando del
laboratorio del instituto de Mingeborough con la connivencia de su novio
Gaylord, un amartelado estudiante de segundo y lanzador de pesas, a quien le
gustaban las chicas muy jóvenes; Hogan Slothrop, el hijo del médico, que a los
ocho años adquirió la costumbre de tomar unas cervezas después de la hora de
acostarse, a los nueve le dio por la religión, juró que no volvería a tomar
cerveza y entró en Alcohólicos Anónimos, un paso al que su padre, conocido por
su actitud permisiva, dio su bendición y que el grupo local de A.A. toleró
porque creyeron que contar con un niño en la asamblea podría ser para los demás
aleccionador; Nunzi Passarella, que inició su carrera en el segundo curso de
primaria llevando un cerdo adulto a la hora de «mostrar y explicar», una hembra
Poland-China de un cuarto de tonelada a la que metió incluso en el autobús
escolar, y que había fundado un culto a la loca Sue Dunham, en honor de aquella
legendaria y bella mujer sin rumbo del siglo pasado que recorrió la región
intercambiando bebés y provocando incendios y que, de alguna manera, era la
santa patrona de todos aquellos chicos.
—¿Dónde está Carl? —preguntó Tim
tras haberse secado la cabeza con una de las camisetas de Grover.
—Abajo, en el sótano —dijo
Grover—, tonteando con los pies de rinoceronte. —Unos pies que podían servir de
zapatos y se usaban como tales cuando caían las primeras nieves—. ¿Qué ocurre?
—Verás, mi madre… —le costaba
decirlo, porque uno no tenía que delatar a su propia madre— …ha molestado a la
gente. Otra vez.
—¿Ha molestado a los padres de
Carl?
Tim asintió. Grover frunció el
ceño.
—Mi madre también lo ha hecho.
Les oí hablar de eso, ¿sabes? —Señaló con el pulgar unos audífonos de los que
partía un cable conectado a un micrófono que había colocado un año atrás en el
dormitorio de sus padres—. Se llama el problema racial. Durante mucho tiempo
creí que se referían a una carrera de verdad, de coches o algo por el estilo.10
—Y ella ha dicho de nuevo esa
palabra —dijo Tim.
En aquel momento entró Carl, sin
los pies de rinoceronte, sonriente y callado, como si hubiera instalado un
micrófono oculto en la habitación de Grover y supiera de qué habían estado
hablando.
—¿Queréis escuchar? —les preguntó
Grover, indicando con la cabeza el equipo de radioaficionado—. He sintonizado
con Nueva York durante un minuto.
Carl asintió, tomó asiento ante
el aparato, se puso los audífonos y empezó a sintonizar.
—Aquí está Étienne —dijo Tim. El
grueso muchacho parecía flotar al otro lado de la ventana, como un globo
lustroso. Tenía la cara manchada de grasa y bizqueaba. Abrieron para que
entrara.
—Tengo algo que te va entusiasmar
de veras —dijo Étienne.
—¿Qué es? —respondió Tim, sin
prestar demasiada atención porque todavía estaba pensando en lo de su madre.
—Esto —dijo Étienne, y vació
sobre él una bolsa llena de agua de lluvia que había ocultado bajo la camisa.
Tim le agarró y empezaron a zarandearse, mientras Grover gritaba que tuvieran
cuidado con el equipo de radio y Carl alzaba los pies y se reía cada vez que
los otros dos rodaban cerca de él. Cuando dejaron de pelearse, Carl se quitó
los auriculares y cerró el aparato. Grovie se sentó en la cama con las piernas
cruzadas, lo cual significaba que la Junta Interna celebraba sesión.
—Creo que, primero, vamos a
examinar los informes de los progresos —dijo Grover—. ¿Qué has conseguido esta
semana, Étienne? —Tenía una tablilla sujetapapeles cuya pinza metálica siempre
hacía sonar rítmicamente cuando estaba absorto en sus pensamientos.
—Ferrocarril. Un farol nuevo, dos
torpedos añadidos al arsénico.
—Arsenal —le corrigió Grover
mientras anotaba en la tablilla.
—Eso mismo. Yo y Kermie salimos y
contamos otra vez los coches en los puntos Foxtrot y Quebec. En Foxtrot había
diecisiete coches, tres camiones entre las cuatro y media y…
—Luego anotaré las cifras —le
interrumpió Grover—. ¿Podemos hacer algo en ese cruce, o bien en ese tramo de
vía, o pasan demasiados coches por la calzada de arriba? Esa es la cuestión.
—Bueno, el tráfico era bastante
intenso, Grovie —dijo Étienne. Mostró los dientes y miró a Carl y Tim tirando
de los ángulos de los ojos para que parecieran oblicuos. Los dos muchachos se
echaron a reír.
—¿Puedes salir tarde? —le
preguntó Grover, irritado—. Por la noche, pongamos hacia las nueve.
—No lo sé —dijo Étienne—. Tendría
que escaparme y…
—Pues escápate —replicó Grover—.
También necesitamos cifras para la noche.
—Pero él… está preocupado por mí
—dijo Étienne—, se preocupa de veras.
Grover miró la tablilla con el
ceño fruncido, hizo sonar la pinza un par de veces y preguntó:
—Bien, ¿qué me dices de la
escuela? ¿Alguna novedad?
—He alistado a otro par de
chicos, de primer curso. Siempre les están gritando. Lanzan tizas y todo lo que
encuentran. Uno de ellos tiene un brazo bueno de veras, Grovie. Tendremos que
entrenarles un poco para manejar el sodio. Eso podría ser un problema.
—¿Problema? —Grover alzó la
vista.
—Tal vez intenten comérselo o
algo por el estilo. Uno de ellos… —Étienne se rió entre dientes— masca tiza.
Dice que tiene buen sabor.
—Bueno, sigue buscando —dijo
Grover—. Necesitamos a alguien, Étienne. Es una zona muy vital. Vamos a tener
que derribar la letrina de esos chicos. Lo que buscamos es simetría.
—¿Simetría? —intervino Tim, con
los ojos entrecerrados y la nariz arrugada—. ¿Qué quieres decir con esa
palabreja, Grovie?
Grover le explicó el significado
de la palabra. En la pizarra verde colgada de la pared trazó con tiza un plano
esquemático del edificio de la escuela.
—Simetría y cronometraje —gritó—,
coordinación.
—Esa palabra está en mi libreta
de calificaciones —dijo Étienne.
—Exacto —dijo Grover—. Significa
que tus brazos, piernas y cabeza trabajan juntos en el gimnasio, y lo mismo que
ocurre con las partes de tu cuerpo es aplicable a esto, a una banda como la
nuestra. —Pero los otros habían dejado de escucharle. Étienne se ensanchaba la
boca tirando de las comisuras; Tim y Carl se golpeaban por turno en el brazo.
Grover hizo sonar estrepitosamente la pinza de la tablilla y sus compañeros
dejaron de tontear—. ¿Algo más, Étienne?
—Eso es todo. Ah, la reunión de
la Asociación de Padres y Profesores el martes. Creo que enviaré de nuevo a
Hogan.
—Recuerda lo que hizo la última
vez —dijo Grover, haciendo un esfuerzo.
Inicialmente habían pensado que
Hogan Slothrop sería un mejor infiltrado en las reuniones de la Asociación
debido a su experiencia en Alcohólicos Anónimos. Grover suponía que Hogan sabía
más sobre la clase de reuniones que tenían los adultos. Fue otro error de
cálculo, y Grover estuvo molesto durante una semana por haber juzgado tan mal
las cosas. Lo que Hogan había tratado de hacer, en vez de quedarse sentado y en
silencio, pasando desapercibido mientras tomaba notas, fue entrometerse en la
reunión. Luego explicó: «No vi nada malo en levantar la mano y decir: "Me
llamo Hogan Slothrop, soy un alumno" y contarles entonces lo que significa
ser eso».
—No quieren saberlo —le dijo
Grover.
—Mi madre sí —replicó Hogan—.
Cada día me pregunta qué he hecho en la escuela, y yo se lo digo.
—No te escucha.
Habían expulsado a Hogan Slothrop
de la reunión cuando se dirigía a la tarima con la intención de recitarles las
Doce Etapas de Alcohólicos Anónimos. Le echaron literalmente… pesaba poco y era
fácil levantarle del suelo.
—¿Por qué? —le gritó Grover.
—Hay reuniones y reuniones
—intentó explicarle Hogan—. Las de la Asociación son diferentes. Tienen no sé
qué reglas y todo el mundo es más, más…
—Formal —sugirió Grover—.
Oficial.
—Como si estuvieran jugando a un
juego nuevo del que uno nunca había oído hablar antes —dijo Hogan—. En
Alcohólicos Anónimos sólo hablamos.
En la siguiente reunión de la
Asociación de Padres y Profesores, Kim Dufay se pintó los labios, se hizo un
peinado de adulta, se puso su ropa más refinada y un sostén acolchado de cuya
compra convenció engañosamente a su madre. Ataviada de esa guisa, logró pasar
desapercibida, y así se convirtió en la nueva infiltrada.
—Y ahora Hogan se siente mal
porque le ha sustituido una chica —resumió Étienne.
—Hogan me gusta —dijo Grover—. No
me entendáis mal, amigos, pero ¿puede funcionar bien en una situación altamente
estructurada? Eso es lo que…
—¿Qué? —dijeron Tim y Carl al
unísono.
Habían convenido entre ellos que
reaccionarían así cuando Grover soltara una de sus frases complicadas, y nunca
dejaban de confundir a su amigo. Grover se encogió de hombros, admitió que
podría haber un problema de moral baja y dio su consentimiento a Étienne para
que Hogan lo intentara de nuevo. Entonces le tocó a Tim presentar su informe.
Su campo de actuación era el dinero y el entrenamiento. En aquellos momentos
todos estaban ocupados en las prácticas anuales de tiro con cartuchos de
fogueo, cuyo nombre en código era Operación Espartaco, que Grover había tomado
de la película del mismo nombre. Cierta vez fue hasta Stockbridge para verla y
se quedó tan impresionado que durante todo un mes no podía pasar por delante de
un espejo sin poner cara de Kirk Douglas. Aquel sería el tercer año de
Espartaco, la tercera práctica de tiro para el auténtico alzamiento de los
esclavos, al que se refería sólo como Operación A. Tim le preguntó una vez qué
significaba la A, y Grover le miró divertido y respondió: «Al matadero,
Armagedón». «Farolero», dijo Tim, y se olvidó del asunto. No era necesario
saber el significado de las iniciales para adiestrar a los chicos.
—¿Qué tal está saliendo, Tim? —le
preguntó Grover.
Tim no se mostró muy
entusiasmado.
—Sin un buen modelo a escala,
Grovie, no valdrá gran cosa.
—Ahora sólo estamos recapitulando
para que se enteren los demás, Tim —dijo Grover mientras escribía en el papel—.
Está saliendo más o menos como el año pasado, ¿no? Muy bien. Usamos de nuevo el
Campo de Fazzo y lo proyectamos —señaló el bosquejo de la pizarra— a tamaño
natural. Pero en vez de cal usamos las pequeñas estacas y las banderas rojas
que Étienne ha cogido a los peones camineros.
El año anterior demasiados niños
pequeños lo habían hecho muy bien hasta que llegaron al contorno blanco del
edificio de la escuela: entonces se pararon en seco y se quedaron allí,
restregando la hierba con los zapatos. En la sesión de crítica celebrada más
tarde, Grover ofreció la teoría de que el contorno pintado en la hierba podría
haber recordado a los pequeños las líneas de tiza en una pizarra. La cal
también presentaba el problema de eliminar la figura una vez finalizada la
Operación Espartaco. Las estacas, en cambio, sólo había que arrancarlas. Las
estacas eran mejores.
—De todos modos no es tan bueno
como si hubiera paredes de verdad, aunque fuesen de cartón de fibra. Correr a
través de una línea que figura ser una puerta es una cosa… pero hace falta la
misma puerta, escaleras reales y lavabos auténticos en los que echar el sodio.
—Pero hace dos años no pensabas
así —señaló Grover. Tim se encogió de hombros.
—Mira, ya no es tan real, por lo
menos para mí. ¿Cómo sabemos que cuando llegue el momento, la hora cero, lo
harán de la misma manera? Sobre todo los más pequeños.
—No lo sabemos, es cierto —dijo
Grover—, pero no podemos permitirnos construir una maqueta complicada.
—Tenemos veinticinco pavos
—replicó Tim—. Ahora están empezando a darnos su dinero para la leche, ¿sabes?
Incluso algunos a los que aún no les toca el turno.
Grover le miró con los ojos
entornados.
—¿Les has intimidado, Tim? No
quiero nada de eso.
—No, Grovie, te lo juro, todos lo
hacen voluntariamente. Dicen… un par de chicos lo han dicho… que creen en
nosotros. De todos modos, a algunos no les gusta la leche, así que no les
importa darnos la pasta.
—Procura que no se entusiasmen
demasiado, o los maestros podrían darse cuenta —dijo Grover—. La idea es
conseguir una cantidad más o menos constante cada día y hacer turnos muy
gradualmente, sin armar alboroto. De esa manera el ingreso diario puede que sea
pequeño, pero es fijo. Si empezamos a tener esas fluctuaciones enormes, si todo
el mundo te da sus monedas a la vez, sospecharán. Tómalo con calma. ¿Cómo va la
otra fuente de ingresos, nuestro traficante de Pittsfield?
—Ahora quiere muebles —respondió
Tim— y eso es un problema. Podemos conseguirlos en la Finca Velour, en la casa
de Rosenzweig y en dos o tres más, ¿pero cómo los llevamos a Pittsfield? No
podemos. Y, además, ya no quiere más llamadas a cobro revertido.
—Bah, entonces sería mejor
tacharle también de la lista —dijo Grover—. ¿Te das cuenta? No puedes confiar
en ellos. Empiezan a mostrarse tacaños contigo y eso significa que ya no
quieren más tratos.
—Bueno, ¿y qué me dices de esa
maqueta? —le preguntó Tim, procurando evitar que Grover soltara su andanada.
—No, no —dijo Grover—.
Necesitamos ese dinero para otras cosas. —Tim se dejó caer sobre la alfombra y
miró el techo—. ¿Eso es todo, Tim? Bien, pasemos a Carl. ¿Qué tal va la
urbanización?
Carl era el organizador encargado
de las Fincas Northumberland, la parte nueva de Mingeborough. Sería bastante
fácil ocuparse de la ciudad vieja cuando llegara el momento, pero aquel centro
de compras con el supermercado, el nuevo y brillante drugstore donde vendían
máscaras para la noche de Halloween y el aparcamiento siempre lleno de coches
incluso a altas horas de la noche les preocupaba. Cuando lo estaban
construyendo, dos veranos atrás, Tim y Étienne iban allí por las tardes y
jugaban al rey de la montaña en los montones de tierra hasta que oscurecía.
Luego robaban madera, vaciaban los depósitos de combustible de niveladoras y
excavadoras e incluso rompían algunas ventanas si las ranas del pantano de
Corrody, al pie de la colina, armaban bastante jaleo. A los chicos no les
gustaba mucho la urbanización, les molestaba que llamaran «fincas» a aquellas
parcelas que sólo medían quince por treinta metros, muy lejos del tamaño de las
viejas fincas llamadas Edad de Oro, que eran auténticas y rodeaban a la ciudad
antigua como las criaturas de los sueños rodean tu cama, más altas y ocultas,
pero siempre presentes. Las grandes casas de aquella urbanización también
tenían cara, como la casa de Grover, pero sin la expresión sincera que
proporcionaba a ésta su tejado a la holandesa. En cambio, tenían unos ojos
misteriosos y profundos, bordeados de elementos rebuscados y máscaras de hierro
forjado, grandes bocas como verjas deslizantes a la entrada de un castillo, con
filas de palmeras muertas por dientes… Visitar una de ellas era como entrar de
nuevo en el sueño, y el botín que te llevabas nunca parecía del todo real;
tanto si te lo quedabas para amueblar el escondite como si lo vendías a un
traficante de objetos robados como aquel anticuario de Pittsfield, eran los despojos
de un sueño. Pero no había nada en los hogares pequeños, bajos, irregularmente
construidos y más o menos idénticos de las Fincas Northumberland que interesara
o mereciera la pena por su capacidad de asustar, ninguna oportunidad de botín
salvo las cosas ordinarias del mundo despierto y por las que podías acabar en
prisión si las cogías. No había pequeñas inmunidades ni posibilidades de una
vida oculta o una presencia ultraterrena, ni árboles, rutas secretas, atajos,
alcantarillas y maleza en cuyo centro pudieras hacer un hueco. Allí todo estaba
al descubierto, todo se abarcaba de un solo vistazo y detrás, debajo, alrededor
de las esquinas de sus casas y en las curvas seguras y suaves de sus calles
regresabas, nunca dejabas de regresar a nada, nada salvo la tierra adusta. Carl
era uno de los pocos niños que vivían allí con quien los chicos de la ciudad
vieja podían congeniar. Su tarea consistía en solicitar apoyo, hacer nuevos
conversos, explorar la importancia estratégica que pudieran tener los cruces de
caminos, tiendas y cosas por el estilo. Era un trabajo que los otros le
envidiaban.
—Hemos vuelto a recibir esas
llamadas telefónicas —mencionó Carl, tras hacer un resumen de cómo había ido la
semana—. Bromas pesadas. —Contó algunas de las cosas que les habían dicho.
—Bromas —dijo Étienne—. ¿Qué
tienen de divertido? Llamar a alguien e insultarle… eso no es una broma, no
tiene ningún sentido.
—¿Qué te parece, Carl? —quiso
saber Grover—. ¿Crees que sospechan algo? ¿Han caído en la cuenta de lo que nos
proponemos?
Carl sonrió, y los otros supieron
lo que iba a decir.
—No, no hay peligro. Todavía no.
—¿Entonces a qué vienen esas
llamadas telefónicas? ¿A qué se deben si no es a la Operación A?
Carl se encogió de hombros y
permaneció sentado, mirándolos, como si supiera lo que ocurría, lo supiera
todo, secretos que ninguno de ellos había barruntado siquiera, como si después
de todo hubiera algún escondrijo, alguna cripta en las Fincas Northumberland
que hasta entonces había pasado desapercibida a los demás y de la que Carl les
hablaría algún día, como recompensa por haber sido más ingeniosos en sus
tretas, o más valientes al enfrentarse a sus padres, o más listos en la
escuela, o quizá mejores en algo que aún no habían considerado pero de lo que
Carl les hablaría cuando estuviera dispuesto, por medio de indirectas,
anécdotas divertidas, cambios de tema aparentemente casuales.
—Fin de la reunión —anunció
Grover—. Vámonos al escondite.
La lluvia se había reducido a una
especie de bruma arrastrada por el viento. Los cuatro muchachos bajaron del
árbol, cruzaron corriendo el patio de Grover, continuaron manzana abajo y
recorrieron un campo entre montones de heno acumulados durante el verano y
aplastados por la lluvia. Por el camino encontraron un gordo perro basset
llamado Pierre que los días soleados dormía en medio de la carretera estatal
que se convertía brevemente en la calle Chickadee al pasar por Mingeborough.
Pero la lluvia le había afectado, vigorizándole, y retozaba a su alrededor como
un cachorro, ladraba y parecía empeñado en recoger con la lengua las gotas de
lluvia.
La desolación de la tarde
anunciaba que aquella noche el sol se pondría sin que nadie lo viera. Las
nubes, demasiado bajas, ocultaban las montañas. Tim, Grover, Étienne, Carl y
Pierre se deslizaron por el campo como sombras oscilantes y llegaron a un camino
de tierra cuyos surcos estaban ahora llenos de agua. El camino serpenteaba por
la ladera de una colina y penetraba en el bosque del rey Yrjö, nombre del
pretendiente a un trono europeo que, en los años treinta, huyó del eclipse que
cayó sobre Europa y su propio estado espectral, y que, según la leyenda, pagó
por aquella extensa propiedad un cubo lleno de joyas. Nadie explicaba nunca por
qué tenía que ser un cubo, que parecía una manera poco práctica de transportar
joyas. También se contaba que había tenido tres esposas (algunos decían
cuatro), una oficial y las otras morganáticas, y un ayudante de fidelidad
imbatible, un oficial de caballería que medía dos metros, tenía una barba
poblada y llevaba botas con espuelas, charreteras doradas y una escopeta de la
que nunca prescindía y que no dudaría en usar contra cualquiera, sobre todo un
niño, al que sorprendiera entrando en la propiedad. Era él quien deambulaba por
aquellos terrenos. Seguía viviendo allí, a pesar de que su rey había muerto
mucho tiempo atrás —por lo menos todo el mundo lo creía así—, a pesar de que
nadie le había visto jamás, y sólo oías sus pesadas botas que hacían crujir las
hojas muertas, persiguiéndote mientras huías presa del pánico. Uno siempre
escapaba ileso. Los chicos percibían que el exilio del rey era algo de lo que
sus padres estaban bien informados, pero que les ocultaban. Cayó la oscuridad,
en efecto, y hubo una desbandada general y una gran guerra… todo ello sin
nombres ni fechas, obtenido de lo que acertaban a oír cuando sus padres
conversaban, de los documentales de la televisión, de la clase de ciencias
sociales, si uno estaba casualmente atento, y de los tebeos de guerra, aunque
nada fuera tan nítido y concreto; todo eso en una especie de código, a media
luz, siempre inexplicado. La finca del rey Yrjö era la única conexión real de
los chicos con aquella cosa cataclismática que había ocurrido, y al vigilante,
al perseguidor, le era inútil haber sido soldado.
Sin embargo, aquel hombre no
había molestado lo más mínimo a la Junta Interna. Años atrás, sólo ellos habían
comprendido que nunca les molestaría. Desde entonces habían estado en todos los
lugares de la finca sin ver ningún rastro concreto del vigilante, eso sí,
muchos ambiguos, que no refutaban su existencia, pero indicaban que habían
encontrado el escondite perfecto. Real o inventado, el caballero gigante se
convirtió en su protector. El camino pasaba entre un grupo de pinos, en cuyas
ramas altas aleteaban las perdices. De las ramas se desprendían gotas de agua;
los zapatos chapoteaban en el barro. Detrás de los árboles había una extensión
de lo que en otro tiempo fuera césped suave, tan suave como el lomo de una
larga ola marina, pero que ahora estaba llena de hierbajos, conejeras y altas
espigas de centeno. Según el padre de Tim, los pavos reales bajaban corriendo
la pendiente de la gran extensión de césped cada vez que un carruaje pasaba por
aquella parte del camino, y desplegaban sus colas de brillantes colores.
—Ah, sí —dijo Tim—, igual que
justo antes de un programa en color. ¿Cuándo tendremos un televisor en color,
papá?
—En blanco y negro es suficiente
—replicó su padre, y zanjó el asunto.
Cierta vez Tim preguntó a Carl si
en su casa tenía televisor en color.
—¿Por qué habría de tenerlo?
—dijo Carl, y un instante después añadió—: ¡Ah! Sí —y se echó a reír.
Tim sabía tan bien como Étienne,
el cómico profesional, cuándo tu oyente sabía lo que dirías a continuación, por
lo que no dijo nada más. Le intrigó que Carl se riese de aquella manera. No
había dicho nada divertido y aquella reacción no tenía ninguna lógica.
Consideraba a Carl no sólo como un chico «de color», sino también, de alguna
manera, más profundamente relacionado con todos los colores. Cuando Tim pensaba
en Carl siempre le veía contra los rojos y ocres brillantes a principios de
aquel otoño, el mes pasado, cuando Carl acababa de llegar a Mingeborough.
Todavía no eran amigos y tuvo la impresión de que Carl llevaba consigo un
perpetuo otoño de los Berkshires, un Mundo Maravilloso de Color. Incluso en el
ambiente gris de la tarde y el distrito en el que habían entrado (que parecía
privado de su justa medida de luz porque parte de él pertenecía al pasado),
Carl aportaba una especie de iluminación, un abrillantamiento, una compensación
de la luz que faltaba.
Abandonaron el camino y se
internaron entre arbustos de azaleas hasta las orillas de un canal ornamental,
parte de un sistema de vías acuáticas e islas construido hacia finales del
siglo pasado, tal vez con la idea de crear una Venecia en miniatura o de juguete
para el magnate neoyorquino de los dulces, Ellsworth Baffy, el primer
propietario de la finca. Como tantos otros que levantaron castillos en aquellas
colinas tierra adentro, fue coetáneo de Jay Gould y su socio, el alegre
mercachifle de los Berkshires Jubilee Jim Fisk. Cierta vez, alrededor de
aquella época del año, Baffy dio un baile de máscaras en honor del candidato
presidencial James G. Blaine, al que éste no asistió a causa de una tormenta y
una confusión en los horarios de los trenes. Nadie le echó en falta. Todos los
ricos del condado de los Berkshires se congregaron en la gran sala de baile de
la pomposa casa solariega de Baffy. La fiesta se prolongó durante tres días y
por el campo deambularon las figuras tambaleantes de Pierrots pálidos a la luz
de la luna, monos de Borneo con jarras del licor casero confeccionado en la
región, exuberantes actrices de labios color de fresa importadas de Nueva York,
con capas de seda, corsés rojos y medias largas; indios salvajes, príncipes del
Renacimiento, personajes de Dickens, toros de colores vistosos, osos con
ramilletes de flores; muchachas alegóricas, enguirnaldadas y llamadas Libre
Empresa, Progreso, Ilustración; una langosta gigante de Maine que nunca llegó a
extender su pinza hacia el candidato. Cayó una nevada y, a la mañana siguiente,
una bonita bailarina vestida de Colombina fue hallada en una cantera, casi
muerta; los dedos de un pie estaban tan congelados que tuvieron que
amputárselos. No volvió a bailar, y en noviembre Blaine perdió las elecciones y
también fue olvidado. A la muerte de Baffy, la finca fue adquirida por un
asaltante de trenes retirado, natural de Kansas, y en 1932 fue vendida por una
suma irrisoria a una cadena de hoteles, que no pudo restaurarla y, finalmente,
decidió que el cubo de joyas del rey Yrjö era mejor que pagar impuestos por una
propiedad que traía más problemas que ventajas. Y ahora el rey también había
desaparecido y la casa estaba vacía de nuevo, con excepción de la Junta y tal
vez un oficial de caballería.
Oculta entre los juncos había una
embarcación de fondo plano que los chicos descubrieron y a la que remendaron y
pusieron el nombre de Vía de agua. Subieron a bordo, Étienne y Tim se pusieron
a los remos y Pierre se sentó en la proa, como un mascarón. Una rana saltó por
delante de ellos, las gotas de lluvia punteaban la oscura superficie del agua.
Pasaron por debajo de falsos puentes venecianos, algunos sin el suelo de
tablas, por lo que si uno alzaba la vista podía ver el cielo grisáceo a su
través; dejaron atrás pequeños embarcaderos cuyos pilotes sin embrear se habían
podrido y estaban cubiertos de légamo verde; una casa de campo abierta, cuya
puerta de tela metálica, completamente oxidada, movían incluso las brisas más
ligeras; estatuas corroídas de nariz recta, jóvenes y doncellas con hojas de
higuera que, además de sostenerse entre sí, sostenían cuernos de la abundancia,
ballestas, zampoñas imposibles e instrumentos de cuerda, granadas, pergaminos
enrollados. Pronto, por encima de las copas de los sauces sin hojas, apareció
la gran casa, cada vez más alta a medida que se aproximaban…, más torres,
almenas y contrafuertes voladizos que aparecían a la vista a cada golpe de
remos. El exterior era bastante ruinoso: faltaban muchas ripias, las pizarras
del tejado destrozadas y amontonadas donde habían caído. Casi todas las
ventanas estaban rotas, tras años de incursiones por parte de chiquillos
nerviosos que se habían atrevido a enfrentarse al oficial de caballería y su
escopeta. Y por todas partes el olor a madera vieja, una madera de ochenta
años.
Ataron la barca a un travesaño de
hierro hundido en una especie de alameda, saltaron a tierra y se dirigieron a
una entrada lateral de la casa. Por muy a menudo que visitaran el escondrijo,
tenían una sensación de ceremonia más que de transgresión cuando entraban en la
casa: era preciso hacer un esfuerzo para pasar de fuera a dentro, pues en el
interior había una presión, un olor que ofrecía resistencia a las intrusiones,
que les obligaba a ser conscientes de su entorno hasta que se marchaban.
Ninguno de ellos llegaría al extremo de dar un nombre a aquella presencia, pero
todos sabían que estaba allí. Parte de la ceremonia consistía en mirarse unos a
otros y sonreír, azorados, antes de internarse en la penumbra que les
aguardaba.
Avanzaron bordeando los lados de
la sala por la que entraron, porque del centro del techo colgaba una lámpara de
cristal de roca con telarañas y montones de polvo, como gruesas estalagmitas,
en sus facetas superiores, y sabían lo que ocurriría si pasaban por debajo. En
la casa abundaban tales prohibiciones silenciosas: lugares ocultos desde los
que alguien podría abalanzarse sobre ti, trechos de suelo alabeado que podrían
ceder de repente y arrojarte a mazmorras o simples sitios oscuros sin nada a lo
que agarrarte para salir, puertas que no seguirían abiertas a tus espaldas,
sino que se cerrarían lentamente, a menos que las mirases. Era mejor mantenerse
alejado de esos lugares. Así pues, el camino hacia el escondite era como la
ruta hacia un puerto, llena de escollos y peligrosa. Si ellos fuesen más de
cuatro, no habría habido ningún peligro; serían otra pandilla de chicos que
recorren una casa vieja; pero si fuesen menos, probablemente les habría sido
imposible pasar de la primera habitación.
Crujientes, resonantes o como
oscuras huellas dejadas por las suelas de unas zapatillas en una fina capa de
humedad, las pisadas de la Junta se internaron en la casa del rey Yrjö, pasaron
ante unos grandes espejos de pared que les devolvían sus imágenes oscuras y
desvaídas, como si se las quedaran en algún lugar a modo de precio de admisión,
a través de puertas forradas de terciopelo viejo cuyo desgaste había producido
accidentes semejantes a los de un mapa, mares y masas terrestres que no
constaban en la geografía enseñada en las escuelas, a través de la antecocina,
donde habían encontrado una caja de Moxie con décadas de antigüedad y en la que
quedaban nueve botellas; en cuanto a las restantes, Kim Dufay rompió una contra
la proa del Vía de agua cuando lo botaron tras su reparación, y las otras dos
se las bebieron solemnemente para celebrar el mayor o menor éxito de las
maniobras de Espartaco el año anterior y el reciente ingreso de Carl Barrington
en la pandilla. Pasaron entre hileras de vacíos botelleros de vino, entraron en
la trascocina con mesas de trabajo desocupadas y tomas eléctricas sin corriente
que en la oscuridad colgaban del techo como arañas sin patas. Finalmente
llegaron al lugar más secreto de la casa, la habitación detrás del antiguo
horno de carbón que encontraron y arreglaron, y al que Étienne dotó de trampas
que le costaron una semana de trabajo. Allí era donde se reunían y
confeccionaban los horarios; allí guardaban el sodio bajo keroseno en una lata
de veinticinco litros, y tenían los mapas, con los objetivos indicados en
ellos, en un viejo canterano que encontraron vacío, y la lista de los enemigos
públicos a la que nadie, excepto Grover, tenía acceso.
La tarde se fue oscureciendo y
llovía con intermitencia, unas veces caía un chaparrón, otras sólo lloviznaba,
y en lo profundo de la casa, en el cuarto seco y frío, conspiraba la Junta. Su
conspiración se había iniciado tres años atrás, y en ocasiones le recordaba a
Tim los sueños que tenía cuando estaba enfermo y febril, en los que siempre
había algo que te ordenaban hacer, encontrar a alguien importante en una ciudad
inmensa llena de rostros y de pistas; abrirte paso por la larga e inagotable
red de un problema aritmético, en el que cada paso conduce a una docena de
otros nuevos. Nada parecía cambiar jamás, no se señalaba ningún «objetivo» que
no creara la necesidad de empezar a pensar en otros, por lo que pronto los
anteriores se olvidaban, volvían a deslizarse por abandono en manos de los
adultos o en una tierra de nadie pública, y uno se encontraba de nuevo en el
punto de partida. Así pues, ¿qué más daba que Étienne (por poner un ejemplo
importante) hubiera logrado el año anterior detener la fábrica de papel durante
casi una semana al enturbiar el agua que usaba? Otras cosas siguieron
funcionando, como si hubiera algo básicamente erróneo y contraproducente en la
misma conspiración. Hogan Slothrop tenía que haber hecho estallar una bomba de
humo en una reunión de la Asociación de Padres y Profesores aquella misma
tarde, para alzarse con todas sus actas y declaraciones finales, pero recibió
una súbita llamada para que acompañara a otro miembro de Alcohólicos Anónimos,
un desconocido que estaba de paso en la ciudad y había llamado a la
organización local porque estaba en un aprieto y tenía miedo.
—¿De qué tiene miedo? —quiso
saber Tim.
Sucedió el año anterior, a
principios del otoño, algo después de que empezara el curso escolar. Hogan
llegó a casa de Tim cuando acababan de cenar, el cielo aún estaba iluminado,
aunque el sol ya se había ocultado, y se pusieron a encestar pelotas en el patio
trasero de Tim. En realidad, sólo jugó Tim, pues en la mente de Hogan distintos
compromisos estaban en conflicto.
—Teme empezar a beber de nuevo
—dijo Hogan, respondiendo a la pregunta de Tim—. Voy a llevarme esto —añadió al
tiempo que enseñaba al otro un envase de leche—. Si le entran ganas que se lo
tome.
—Puaf —dijo Tim, a quien no le
gustaba demasiado la leche.
—Mira, toda la vida tendrás
necesidad de leche —le informó Hogan—. Déjame que te hable de la leche, de lo
importante que es.
—Habíame de la cerveza —replicó
Tim, a quien últimamente fascinaba la idea de emborracharse.
Hogan se sintió ofendido.
—No te lo tomes a guasa. Como
dice mi padre, he tenido la suerte de pasar por eso cuando lo hice. Mira ese
tipo al que debo acompañar. Tiene treinta y siete años. Fíjate qué ventaja le
llevo.
—Tienes que colocar esa bomba de
humo esta noche —dijo Tim.
—Vamos, Tim, puedes hacerlo por
mí, ¿verdad?
—Grovie y yo íbamos a echar el
sodio. ¿Recuerdas? Todo tiene que estallar al mismo tiempo.
—Pues dile a Grovie que no puedo
hacerlo —dijo Hogan—. Lo siento, Tim, no puedo.
En aquel momento apareció Grover
y se lo explicaron con tanta diplomacia como pudieron, lo cual, como de
costumbre, sirvió de poco, porque a Grover le dio un ataque de furia, les
dirigió un surtido de insultos y salió airadamente a la oscuridad, que había
descendido tan lenta y furtiva de las montañas que ni se habían dado cuenta.
—Parece que lo del sodio se va a
quedar en nada, ¿eh, Tim? —aventuró Hogan al cabo de un rato.
—Sí —convino Tim.
Siempre ocurría lo mismo. Las
cosas nunca salían a pedir de boca, no había ningún progreso. Aquel día Étienne
hizo de hombre rana por nada, nada excepto risas. La fábrica de papel
funcionaría de nuevo, la gente volvería al trabajo, la inseguridad y el descontento
que Grover necesitaba y con los que había contado por oscuras razones que nunca
confiaba a nadie se desvanecerían, y todo seguiría como siempre.
—No te lo tomes así, Tim —le
sugirió Hogan en su voz del oso Yogi, que usaba para animar a la gente—. ¿Por
qué no te vienes al hotel y me ayudas a atender a ese tipo?
—¿Está en un hotel? —inquirió
Tim.
Tim le dijo que sí, que el tipo
estaba de paso y, por alguna razón, nadie más quería ir. Nancy, la secretaria
en la oficina central de Alcohólicos Anónimos, había telefoneado a Hogan como
último recurso. Cuando el chico aceptó, la mujer dijo: «Ese irá», a alguien que
estaba en la oficina con ella, y Hogan creyó oír las risas de un par de
personas.
Tim cogió la bicicleta, gritó a
su familia que volvería pronto y los dos chicos pedalearon un rato hasta que la
pendiente les dispensó de hacerlo. Las sombras del crepúsculo cubrían ya el
pueblo. El tiempo otoñal era agradable, ese tiempo fronterizo en el que algunos
árboles se adelantan y empiezan a cambiar de color, los insectos son cada vez
más ruidosos y algunas mañanas, cuando sopla el viento del noroeste, si
contemplas las montañas más altas, camino de la escuela, puedes ver halcones
solitarios que empiezan a dirigirse al sur siguiendo las crestas de la
cordillera. A pesar de la insipidez de aquella jornada, Tim aún podía gozar de
la sensación de descender por inercia hacia los racimos de luces amarillas,
dejando atrás los deberes, dos páginas de ejercicios aritméticos y un capítulo
de ciencias que debía leer, por no mencionar una mala película, cierta comedia
romántica de los años cuarenta que daban en el único canal que se podía
sintonizar allí. Al pasar zumbando ante casas con las puertas y las ventanas
todavía abiertas para aprovechar el primer frescor de la oscuridad, Tim y Hogan
vislumbraban la fluorescencia azulada de las pantallas, con la misma película
en todas ellas, y les llegaban retazos del diálogo: «…soldado, ¿está
completamente fuera de sus…?»; «…quiero decir que, en efecto, había una chica
en casa…»; «…(chapoteo, grito cómico) Oh, lo siento, señor, creí que era usted
un japonés infiltrado…»; «¿Cómo iba a ser un japonés infiltrado cuando estamos
a cinco mil…?», «esperaré, Bill, te esperaré durante tanto tiempo como…», y
siguieron bajando, rebasaron el cuartelillo de bomberos, donde unos chicos
mayores estaban sentados alrededor de la vieja máquina La France, contando
chistes y fumando, y la confitería, en la que ni Tim ni Hogan tenían ganas de
hacer un alto aquella noche, y de repente aparecieron los parquímetros y varias
manzanas de aparcamientos en diagonal, lo cual significaba que debías frenar y
prestar atención al tráfico. Cuando llegaron al hotel había anochecido por
completo, la noche se había depositado sobre Mingeborough como la tapa de una
cazuela, y las tiendas habían empezado a cerrar.
Aparcaron las bicicletas y
entraron en el vestíbulo. El empleado nocturno, que acababa de llegar, les miró
con suspicacia.
—¿Alcohólicos Anónimos? —replicó
cuando le dijeron a qué venían—. Estáis de broma.
—Lo juro —dijo Hogan, enseñándole
el envase de leche—. Llámele. Es el señor McAfee, habitación 217.
El empleado, que tenía toda la
aburrida noche por delante, telefoneó a la habitación y habló con el señor
McAfee. Cuando colgó, su expresión era divertida.
—Bueno, parece que hay un negro
ahí arriba —comentó.
—¿Podemos subir? —le preguntó
Hogan.
El empleado se encogió de
hombros.
—Dice que os espera. Si tenéis…,
en fin, algún problema, descolgad el teléfono, ¿de acuerdo? Entonces sonará
aquí.
—Muy bien —dijo Hogan.
Cruzaron el vestíbulo desierto,
entre hileras de sillones unos frente a otros, y tomaron el ascensor. La
habitación del señor McAfee estaba en el segundo piso. Tim y Hogan se miraron
mientras subían, pero no dijeron nada. Llamaron varias veces a la puerta de la
habitación antes de que aquel hombre les abriera. No era mucho más alto que
ellos, un negro con bigotito que llevaba una rebeca gris y fumaba.
—Creí que ese tipo estaba de
guasa —les dijo el señor McAfee—. ¿Sois realmente de Alcohólicos Anónimos?
—Este lo es —respondió Tim.
Algo pareció cambiar en el rostro
del señor McAfee.
—Ah, bueno, esto es muy
divertido. Sí, aquí son casi tan divertidos como en Mississippi. Bien, ya
habéis cumplido con vuestra misión, ¿no? Podéis marcharos.
—Creía que necesitaba ayuda —dijo
Hogan, con una expresión de perplejidad.
El señor McAfee se hizo a un
lado.
—En eso sí que tienes razón. ¿De
veras queréis entrar?
Parecía como si no le importara.
Entraron, y Hogan dejó el envase de leche sobre el pequeño escritorio en un
rincón. Era la primera vez que entraban en una habitación de hotel y que
hablaban con un adulto de color.
El señor McAfee era músico,
tocaba el contrabajo, pero no tenía allí su instrumento. Había participado en
un festival de música en Lenox, y no tenía idea de cómo había llegado a ese
lugar.
—Sucede a veces —les dijo—. Paso
por estos periodos en blanco. Hace un momento estaba en Lenox y un instante
después aparezco…, ¿cómo lo llamáis?…, en Mingeborough. ¿Os ha ocurrido alguna
vez?
—No —respondió Hogan—. Lo peor
que me ha pasado ha sido ponerme enfermo.
—¿Has dejado el alcohol?
—Para siempre —dijo Hogan—. Ahora
sólo bebo leche.
—Entonces eres un lecheadicto
—observó el señor McAfee, con una sonrisa triste.
—¿Qué debo hacer exactamente? —le
preguntó Hogan.
—Pues charlar, o escuchar mi
chachara, hasta que me duerma o alguien… Jill… venga a buscarme, ¿sabes?
—¿Es su esposa? —quiso saber Tim.
—Es la que se largó con Jack
—dijo el señor McAfee, y soltó una risita—. No, no es broma, eso ocurrió de
veras.
—¿Quiere hablar de eso? —le
preguntó Hogan.
—No, supongo que no.
Así pues, Tim y Hogan hablaron al
señor McAfee de su escuela, del pueblo y de lo que hacían sus padres para
ganarse la vida. Pero pronto, como confiaban en él, le contaron las cosas más
secretas… el estropicio que hizo Étienne en la fábrica de papel, el escondite y
la reserva de sodio.
—¡Eso es! —exclamó el señor
McAfee—. El sodio. Lo recuerdo. Cierta vez eché un poco en un lavabo. Primero
tiré de la cadena, ¿sabéis?, y luego eché el sodio. Y en cuanto llegó al agua
allá abajo, ¡pam! Fue en Beaumount, Texas, donde vivía entonces. El director de
la escuela entró en el aula, muy serio, con un trozo del retrete en la mano, y
preguntó: «¿Quién de ustedes, caballeros, es el responsable de este
desafuero?».
Hogan y Tim le contaron entre
risas la ocasión en que Étienne se había encaramado a la copa de un árbol con
una honda, para lanzar bolas de sodio del tamaño de un guisante a la piscina de
una finca durante una fiesta, y cómo la gente se escabulló tras las primeras
explosiones.
—Os codeáis con una gente muy elegante
—comentó el señor McAfee—. Fincas y todo.
—Nosotros no —dijo Tim—. Nosotros
sólo entramos de noche y nadamos en las piscinas. La de la Finca Lovelace es la
mejor. ¿Quiere ir ahí? Hace bastante calor.
—Sí —dijo Hogan—. Podríamos ir
ahora. Vamos.
—Bueno, veréis… —objetó el señor
McAfee. Parecía azorado.
—¿Por qué no? —le preguntó Hogan.
—Ya sois lo bastante mayores para
saber por qué no —replicó el señor McAfee, un tanto irritado. Les miró a las
caras y entonces meneó la cabeza, aún más enfadado—. Me cogerían, pequeños, eso
es todo.
—Nunca cogen a nadie —dijo Hogan,
tratando de tranquilizarle.
El señor McAfee se tendió en la
cama y miró el techo.
—Cuando uno es del color
adecuado, nadie le coge —dijo en voz muy baja, pero los niños le oyeron.
—Pero usted tiene mejor color que
nosotros para escapar por la noche. Es más grande y más rápido. Si nosotros
podemos hacerlo, usted también puede, señor McAfee, no es broma.
El señor McAfee se quedó
mirándoles. Encendió otro cigarrillo con la colilla del que estaba fumando sin
apartar la vista de los dos chicos. No era fácil saber en qué estaba pensando.
—Quizá más tarde —dijo tras
aplastar la colilla del cigarrillo anterior—. Os diré por qué eso me pone
nervioso. Es el agua de la piscina, ¿sabéis? Si uno es alcohólico, puede tener
un efecto curioso. ¿No te ha ocurrido nunca, Hogan? —El muchacho meneó la
cabeza—. Bueno, a mí me pasó, cuando estaba en el ejército.
—¿Estuvo en la segunda guerra
mundial? —le preguntó Tim—. ¿Luchando contra los japoneses o algo así?
—No, ésa me la perdí —dijo el
señor McAfee—. Era demasiado joven.
—Nosotros también nos la perdimos
—observó Hogan.
—No, fue durante la guerra de
Corea, pero estuve todo el tiempo en Estados Unidos. Formaba parte de la banda…
la banda militar, ¿sabéis?, de Fort Ord, California. En aquella zona, en las
colinas alrededor de Monterey, hay una infinidad de barecillos, en los que
cualquiera puede entrar y ponerse a tocar si lo desea. A muchos jóvenes músicos
que tocaban en Los Angeles los reclutaron y enviaron a Ord. La mayoría habían
trabajado en orquestas de estudios, así que muchas veces te encontrabas codo a
codo con músicos muy buenos. Una noche nos habíamos reunido cuatro en una
especie de albergue de carretera, estábamos tocando y, al parecer, lo hacíamos
muy bien. Todos habíamos empinado un poco el codo… en ese valle, como se llame,
hay mucho vino. Bueno, pues estamos bebiendo y tocando… no sé qué blues o algo
por el estilo, cuando entra una señora, una blanca, de esas que se sientan al
borde de la piscina y toman cócteles en las fiestas, ya me entendéis, ¿verdad?
Sí, bueno, es una señora muy robusta, no gorda, sino robusta, y dice que quiere
que vayamos a tocar a su fiesta. Pero es martes o miércoles, y a todos nos pica
la curiosidad: ¿cómo es posible que dé una fiesta en un día laborable? Y ella
responde que la fiesta se prolonga desde el fin de semana, no ha parado,
¿sabéis?, y cuando llegamos allí descubrimos que la mujer no nos ha tomado el
pelo. Ahí está la fiesta… gritos, aullidos; se oye desde dos kilómetros de
distancia. El saxofonista barítono, un chico italiano, Sheldon no sé qué,
apenas ha cruzado la puerta cuando tiene dos o tres tías encima que le dicen…
bueno, no importa, pero nos instalamos, empezamos a tocar y el vino nos llega
como si una cadena humana lo fuera pasando en cubos. ¿Sabéis qué es? Champán,
un champán de primera. Lo bebemos durante toda la noche, y cuando empieza a
amanecer todo el mundo está durmiendo la mona y dejamos de tocar. Me tiendo al
lado de la batería para dormir. No me entero de nada más hasta que oigo a esa
chica, que se está riendo. Me levanto y el sol me da en los ojos, sólo son las
nueve o las diez de la mañana. Debería sentirme horriblemente mal, pero estoy
la mar de bien. Salgo a una especie de terraza, hace frío y hay una niebla que
no llega hasta el suelo y sólo cubre las copas de los árboles, creo que son
pinos, porque tienen los troncos muy rectos. Está esa niebla blanca y allá
abajo el mar, el océano Pacífico, y desde costa arriba incluso nos llega el
ruido de las prácticas de artillería en Ord, envuelto en la niebla, ¡buum,
buum! así que podéis imaginar el silencio que hay ahí. Voy a la piscina,
todavía intrigado por esa chica a la que he oído reír, y de repente aparece
corriendo el bueno de Sheldon, dobla una esquina, perseguido por una chica, y
choca conmigo, ella tampoco puede detenerse a tiempo y los tres nos caemos a la
piscina con toda la ropa puesta. Y nada más tragar un poco de ese agua, ¿sabéis
que me ocurre? Vuelvo a emborracharme, tanto como lo había estado por la noche,
cuando bebí tanto champán. ¿Qué os parece?
—Estupendo —dijo Hogan—. Excepto
eso del alcohol, claro.
—Sí, fue estupendo —convino el
señor McAfee—. No recuerdo otra mañana como ésa.
Permaneció un rato sin decir
nada. Entonces sonó el teléfono. Era una llamada para Tim.
—Eh —dijo Grover al otro extremo
de la línea—. ¿Podemos ir ahí? Étienne necesita un sitio donde esconderse esta
noche.
Al parecer, aquella mañana
Étienne había reflexionado sobre su ataque a la fábrica de papel. Empezaba a
darse cuenta de que había hecho algo grave, que si la policía le capturaba
descubriría sus demás actividades y sería implacable con él. La casa de Grover
era el primer sitio que se les ocurriría examinar. Debía ir a algún lugar como
el hotel si quería librarse de sus pesquisas. Tim preguntó al señor McAfee, el
cual dijo que las suposiciones del muchacho le parecían correctas, pero se
mostró reacio a aceptar lo que le pedían.
—No se preocupe —le dijo Hogan—.
Étienne sólo está asustado, como usted.
—¿Es que no te asustas nunca?
—replicó el señor McAfee, en un tono divertido.
—Por la escuela no —dijo Hogan—.
Supongo que nunca he sido demasiado malo.
—Ya veo, te limitas a salir del
paso.
El señor McAfee seguía tendido en
la cama, su cara muy negra contra la almohada. Tim se dio cuenta de que el
hombre había sudado mucho. El sudor le corría por los lados del cuello y
empapaba la funda de la almohada. Parecía enfermo.
—¿Quiere alguna cosa? —le
preguntó Tim, un poco preocupado. Como el hombre no le respondía, repitió la
pregunta.
—Sólo un trago —cuchicheó el
señor McAfee, señalando a Hogan—. A ver si puedes convencer a tu amigo para que
me deje tomar algo que me relaje. No es broma, lo necesito de veras.
—No es posible —dijo Hogan—. De
eso se trata, precisamente. Por eso estoy aquí.
—¿Crees que estás aquí por eso?
Te equivocas. —Se levantó lentamente, como si le doliera algo, y descolgó el
teléfono—. ¿Pueden traerme una botella de tres cuartos de Jim Beam y… —hizo
gesto de contar a los presentes en la habitación— tres vasos? Ah, ya. De
acuerdo, un solo vaso. Sí, ya hay un vaso aquí. —Colgó el aparato—. No se les
escapa nada, ¿eh? Son muy competentes en Mingeborough, Massachusetts.
—Oiga, ¿para qué nos ha llamado?
—le preguntó Hogan, pronunciando las palabras de una manera obstinada y
rítmica, la cual indicaba que iba a echarse a llorar de un momento a otro—.
¿Por qué se ha puesto en contacto con Alcohólicos Anónimos si no está dispuesto
a dejar la bebida?
—Necesitaba ayuda —le explicó el
señor McAfee— y creí que me ayudarían. Y lo han hecho, ¿no? Ya veis lo que me
han enviado.
—Eh —dijo Tim, y Hogan empezó a
llorar.
—Muy bien —dijo el señor McAfee—.
Largo de aquí, chicos. Volved a casa.
Hogan dejó de llorar y respondió,
testarudo:
—Me quedo.
—Y un cuerno. Marchaos de una
vez. Sois los grandes guasones del pueblo, ¿no?, pues deberíais distinguir una
broma cuando os la hacen. Y tú vuelve a Alcohólicos Anónimos y diles que te han
dado un hueso demasiado duro de roer. Demuéstrales que eres capaz de ser un
perdedor elegante.
Permanecieron mirándose en la
pequeña habitación, con su cuatricromía de un florero con crisantemos en la
pared, su reglamento enmarcado al lado de la puerta, su jarra de agua y el
vaso, vacíos y polvorientos, su único sillón, su cama con una colcha beige y su
olor a desinfectante, y empezó a parecer como si ninguno de ellos volviera a
moverse jamás, como si fueran a quedarse así, convertidos en una escena de
museo de cera. Pero entonces se presentaron Grover y Étienne, y los otros
chicos les hicieron pasar. El señor McAfee puso los brazos en jarras y cogió de
nuevo el teléfono.
—Por favor, haga salir a estos
chicos de aquí —pidió al empleado.
Étienne parecía estar bajo los
efectos de un fuerte impacto nervioso y unas dos veces más gordo de lo
habitual.
—Creo que los polis nos han visto
—repetía—. ¿No es cierto, Grovie?
Llevaba su equipo de buceo
completo, pues había supuesto que sería una prueba condenatoria si lo
encontraban en su casa.
—Está nervioso —dijo Grover—.
¿Qué ocurre aquí? ¿Tenéis problemas?
—Procuramos evitar que beba —dijo
Hogan—. Llamó a Alcohólicos Anónimos pidiendo ayuda y ahora quiere que nos
marchemos.
Grover se dirigió al hombre.
—Supongo que es usted consciente
de la inequívoca correlación que existe entre el alcoholismo y las enfermedades
cardiacas, la infección crónica de las vías respiratorias superiores, la
cirrosis hepática…
—Aquí está —le interrumpió el
señor McAfee.
En la puerta, que estaba
entreabierta, apareció Beto Cufifo, el botones y borrachín del pueblo, que ya
estaría jubilado y viviría de la Seguridad Social si no fuese mexicano y
hubiera una orden de busca y captura contra él en su país por contrabando o robo
de coches… la acusación variaba según la persona a la que contara su caso.
Nadie sabría jamás cómo se había abierto paso hasta el condado de Berkshire. La
gente siempre le tomaba por un extranjero de las únicas clases que allí eran
probables, canadiense francófono o italiano, y, al parecer, al hombre le
gustaba esa cómoda ambigüedad, razón por la que se había quedado en
Mingeborough.
—Una botella de whisky —dijo
Beto—. Son seis con cincuenta.
—¿Cómo seis con cincuenta?
—inquirió el señor McAfee—. ¿Acaso es de importación? —Había sacado la cartera
y echó un rápido vistazo a su interior. Tim vio un solo billete de un dólar.
—Dígaselo a recepción —replicó
Beto—. Yo me limito a hacer los recados.
—Mire, anótelo en mi cuenta, ¿de
acuerdo? —dijo el señor McAfee, haciendo ademán de coger la botella.
Beto se puso la botella a la
espalda.
—El de abajo dice que ha de pagar
ahora.
Su cara tenía tantas arrugas que
era difícil distinguir su expresión, pero Tim creyó verle sonreír, con una
sonrisa maliciosa. El señor McAfee sacó el dólar y se lo ofreció a Beto.
—Vamos, hombre, anótelo en mi
cuenta.
Tim vio que el hombre estaba
sudando, aunque nadie más en la habitación parecía tener calor.
Beto cogió el billete y dijo:
—Ahora son cinco con cincuenta.
Lo siento, señor, hable con recepción.
—Eh, chicos —dijo el señor
McAfee—. ¿Tenéis algo de pasta? Necesito cinco con cincuenta. ¿Podríais
prestármelos?
—Para whisky no se los daría
aunque los tuviera —respondió Hogan.
Los demás sacaron la calderilla
que tenían y contaron las monedas, pero el total no pasaba de un dólar y
veinticinco centavos.
—Todavía faltan cuatro con
veinticinco —dijo Beto.
—¡Eres una calculadora! —le gritó
el señor McAfee—. Vamos, muchacho, vamos, déjame ver esa botella.
—Si no me cree, ellos se lo dirán
—dijo Beto, señalando el teléfono—. Pregúnteselo.
Por un instante pareció como si
el señor McAfee fuese a llamar a recepción, pero al final dijo:
—Mira, lo partiremos, ¿de
acuerdo? La mitad de la botella para ti. Debes de estar seco, con tanto trajín.
—No bebo eso —replicó Beto—. Lo
mío es el vino. Buenas noches, señor.
Se encaminó a la puerta. El señor
McAfee se abalanzó sobre él e intentó apoderarse de la botella. Beto, cogido
por sorpresa, la soltó. La botella cayó sobre la alfombra y rodó un trecho. El
señor McAfee y Beto se zarandearon mutuamente con mucha torpeza. Hogan recogió
la botella y corrió con ella hacia la puerta. Al verle, el señor McAfee soltó
una exclamación e intentó zafarse del botones, pero cuando llegara a la puerta
Hogan le llevaría demasiada ventaja, y el hombre debía de saberlo. Se detuvo y
apoyó la cabeza en el marco de la puerta. Beto sacó un peine y se peinó el poco
pelo que le quedaba. Luego se abrochó el cinturón mientras miraba furibundo al
señor McAfee, pasó por el lado de éste, salió al corredor y avanzó de espaldas
hacia el ascensor, sin quitarle la vista de encima, como desafiándole a que lo
intentara de nuevo.
Grover, Tim y Étienne seguían
allí sin saber qué hacer exactamente. El señor McAfee había empezado a emitir
un sonido gutural, un sonido que hasta entonces ninguno de los chicos había
oído hacer a nadie, aunque Norman, un cachorro extraviado de color rojizo que a
veces acompañaba a Pierre cuando éste no dormía, se tragó un día unos huesos de
pollo que se le atascaron en la garganta, y estuvo tendido en la oscuridad,
haciendo un sonido parecido, hasta que el padre de Grover se llevó al perro en
su coche. El señor McAfee seguía con la cabeza apoyada en el marco de la
puerta, haciendo el mismo sonido.
—Eh —dijo Grover finalmente y,
acercándose al hombre, le cogió de la mano, que sólo era algo más grande que la
suya, pero de color oscuro, y tiró de él.
—Sí —dijo Tim—. Vamos.
Y poco a poco le apartaron de la
puerta, mientras Étienne abría la colcha beige de la cama, le acostaron y
abrigaron. De repente, se oyó una sirena en el exterior.
—¡La poli! —gritó Étienne, y
corrió al baño.
La sirena pasó de largo y Tim
miró por la ventana y vio que era un coche de bomberos que se dirigía al norte.
Cuando volvió a hacerse el silencio, oyeron el ruido del agua en la bañera y al
señor McAfee que lloraba. Estaba tendido boca abajo, apretaba la almohada con
las manos a cada lado de la cabeza y lloraba, como lo hace un niño pequeño,
aspirando el aire con un graznido y soltándolo con un gemido, una y otra vez,
como si no fuese a detenerse nunca.
Tim cerró la puerta y se sentó en
la silla del escritorio. Grover lo hizo en el sillón al lado de la cama, y así
comenzó su vigilia nocturna. Primero los lloros: lo único que pudieron hacer
fue quedarse sentados y escuchar. Una vez sonó el teléfono. Era el empleado,
que quería saber si tenían algún problema, y Grover le dijo que no se
preocupara, pues el señor McAfee estaba perfectamente bien. Tim tuvo que ir una
vez al baño, y allí encontró a Étienne metido en la bañera llena de agua,
enfundado en su traje de hombre rana, con el aspecto de una sandía negra con
brazos y piernas. Tim le dio unos golpecitos en el hombro y Étienne empezó a
chapotear, tratando de sumergirse más.
—¡No es la policía! —gritó Tim
tan fuerte como pudo—. Soy Tim.
Étienne salió a la superficie y
se quitó el tubo de respiración.
—Estoy escondido —explicó—. He
intentado llenar el agua de espuma, pero sólo había una pastilla de jabón muy
pequeña y supongo que se ha gastado.
—Anda, ven a ayudarnos —le pidió
Tim.
Étienne regresó a la habitación
dejando charcos de agua por todas partes y se sentó en el suelo. Entonces los
tres permanecieron sentados y escucharon los lloros del hombre. Este lloró
durante largo rato, hasta que cayó dormido. De vez en cuando despertaba, se
ponía a hablar y volvía a dormirse. En ocasiones, alguno de los chicos también
echaba unas cabezadas. Tim se sentía un poco como cuando estaba en casa de
Grovie y oía a los policías, los capitanes de mercantes y los gabarreros por la
radio, todas aquellas voces que rebotaban en la bóveda invisible del cielo,
llegaban a la antena de Grover y a los sueños de Tim. Era como si el señor
McAfee también emitiera desde algún lugar remoto, hablando de cosas de las que
Tim no estaría seguro a la luz del día: un hermano que salió de casa una
mañana, en la época de la Depresión, subió a un tren de carga y desapareció, y
más adelante les envió una sola postal desde Los Angeles, y el señor McAfee,
que entonces era sólo un muchacho, decidió imitarle, pero aquella primera vez
no fue más allá de Houston; una chica mexicana con la que vivió algún tiempo y
que bebía continuamente, una palabra que Tim no llegó a entender y ella tuvo un
hijo que murió a causa de la picadura de una serpiente cascabel (Tim vio la
serpiente que se dirigía hacia él y salió del sueño, aterrado, gritando), y una
mañana la mujer se marchó, al igual que el hermano desvanecido en la misma
mañana desierta, antes incluso de que saliera el sol, y las noches en que se
sentaba solo en los muelles y miraba hacia el negro Golfo, donde las luces
terminaban, cesaban bruscamente y te dejaban ante aquella nada gigantesca, y
las peleas entre pandillas un día tras otro, arriba y abajo por las calles del
barrio, o las peleas en la playa bajo el tórrido sol del verano; y las sesiones
de jazz en Nueva York y Los Angeles, aquellas sesiones de música mala que sería
mejor olvidar pero ¿cómo hacerlo?; los policías que le cogieron, las celdas de
comisaría que conocía y los compañeros de celda con nombres como Gran Cuchillo y
Paco el de la Luna, un tal Francis X. Fauntleroy (que le quitó su último medio
Pall Mall arrugado mientras dormía una mala mañana, tras mezclar marihuana y
vino con un compinche que era operador de cabina, bajo una pantalla de cine al
aire libre en las afueras de Kansas City, una gran pantalla curvada, mientras
una película de John Wayne titilaba por encima de sus cabezas).
—Callejón sangriento —dijo Tim en
voz baja—. Sí, la he visto. Yo también la he visto.
Entonces el señor McAfee durmió
un poco, y al despertar recordó en voz alta a otra muchacha a la que conoció en
un autobús, que tocaba el saxo tenor y acababa de abandonar a un músico blanco
con el que había vivido. Salían de Chicago, hacia el Oeste. Los dos estaban
sentados en los últimos asientos, encima del motor, y cantaban coros
improvisados de diferentes melodías, y más tarde, por la noche, ella se durmió
sobre su hombro y su cabello era suave y brillante, y cerca de Cheyenne se apeó
y dijo que quizás iría a Denver, así que él no volvió a verla nunca más tras
aquel último atisbo de su figura menuda que erraba alrededor de la vieja
estación de ferrocarril, al otro lado de la calle, frente a la de autobuses,
entre aquellos carros para transportar equipajes que parecían salidos de una
película del Oeste, cargada con el estuche de su saxofón y que le saludó
agitando la mano cuando el autobús arrancó. Y entonces recordó cómo cierta vez
dejó a Jill de la misma manera, aunque eso fue en Lake Charles, Louisiana, en
la época en que Camp Polk aún estaba en su apogeo y las calles llenas de
soldados borrachos que cantaban:
Mis ojos han visto llegar la
desdicha del reclutamiento, y el día que recibí la carta me dieron plantón.
Decían: «Hijo mío, te necesitamos
porque al ejército le falta personal».
Y estoy en la F.T.A.
—¿La qué? —preguntó Grover.
—La organización Futuros Maestros de América
—dijo el señor McAfee—, una organización muy sana.
Y Jill se iba al norte, a Saint
Louis o algún sitio parecido, y él volvía a casa, de regreso a Beaumount,
porque su madre estaba enferma. El y Jill habían vivido en Algiers, al otro
lado del río, frente a Nueva Orleans, y en esa ocasión vivieron juntos dos
meses, no tanto como cuando estuvieron en Nueva York ni tan poco ni tan
desastroso como la época en Los Angeles, y esa vez sólo llegaron al mutuo
acuerdo de que debían despedirse en el lugar de empalme lleno de borrachos en
medio de un pantano y en plena noche.
—Eh, Jill —dijo—. Eh, pequeña.
—¿A quién llama? —preguntó
Grover.
—A su mujer —respondió Tim.
—¿Jill? —dijo el hombre tendido
en la cama. Tenía los ojos cerrados y parecía como si se esforzara por
abrirlos—. ¿Está Jill aquí?
—Usted dijo que vendría a
buscarle —le recordó Tim.
—No, no, no va a venir, hombre,
¿quién te dijo eso? —Abrió los ojos de súbito, sobresaltado—. Tenéis que
llamarla. ¿Eh, Hogan? ¿La llamarás por mí?
—Soy Tim —dijo el chico—. ¿Cuál
es su número?
—En mi cartera. —Se sacó la vieja
cartera de cuero, abultada por los papeles y demás cosas que contenía—. Aquí.
Buscó afanosamente: sus dedos
esparcían cosas, sacaban viejas tarjetas de agencias de empleo, vendedores de
coches y restaurantes de diversos lugares del país, un calendario de dos años
atrás con las fechas de los partidos de fútbol de la Universidad de Texas
impresas en una cara, una foto en la que aparecía él con uniforme de soldado y
sonriente, rodeando con el brazo a una chica que llevaba un abrigo blanco,
bajaba la vista y también sonreía un poco, un cordón de zapato, un mechón de
cabello metido en un sobre, en uno de cuyos ángulos se leía parte del nombre de
un hospital, un viejo permiso de conducir militar que ya no tenía validez, un
par de agujas de pino, una lengüeta de saxofón, toda clase de fragmentos de
papel, de colores y formas diferentes. En uno de ellos, azul, estaba escrito el
nombre «Jill», junto con una dirección de Nueva York y un número de teléfono.
—Aquí tienes. —Se lo dio a Tim—.
Llámala a cobro revertido. ¿Sabes cómo hacerlo? —Tim asintió—. Tienes que pedir
una línea exterior, para hablar personalmente con la señorita Jill… —chascó los
dedos para ayudarse a recordar el apellido—, ah, Jill Pattison. Eso es.
—Es tarde —observó Tim—. ¿Estará
levantada? —El señor McAfee no dijo nada. Tim consiguió la línea, se puso en
contacto con la operadora a larga distancia y encargó la conferencia—. No
querrá que les dé mi nombre, ¿verdad?
—No, no, diles que es Carl
McAfee.
La línea pareció desconectarse.
Poco después se oyó el sonido del timbre. Sonó durante largo rato, y al final
respondió una voz de hombre.
—No, no está —dijo—. Se fue a la
costa hace una semana.
—¿Tiene usted otro número para
intentar localizarla? —preguntó la operadora.
—Hay una dirección en algún
sitio.
El hombre se alejó. Se hizo el
silencio en la línea y fue en aquellos momentos cuando el pie de Tim notó el
borde de cierto abismo cerca del cual había caminado, ¿quién sabía durante
cuánto tiempo?, sin saberlo. Miró por encima del borde, sintió miedo y retrocedió,
pero no antes de que aprendiera algo desagradable acerca de la noche: que era
de noche allí y en Nueva York y probablemente en cualquier costa a la que el
hombre se había referido, una sola noche en toda la tierra, que hacía a la
gente, ya tan pequeña en ella, invisible también en la oscuridad; y qué difícil
sería, qué imposible encontrar de veras a una persona a quien necesitaras de
repente, a menos que vivieras toda tu vida en una casa, como vivía él, con una
madre y un padre. Se volvió para mirar al hombre acostado y tuvo un atisbo de
lo perdido que realmente estaba el señor McAfee. ¿Qué harían si no podían
encontrar a aquella mujer? Y entonces el hombre regresó y leyó una dirección,
que Tim anotó, y la operadora quiso saber si debía conectar con información de
Los Angeles.
—Sí —dijo el señor McAfee.
—Pero si está en Los Angeles no
podrá venir a buscarle.
—Es igual, tengo que hablar con
ella.
Así pues, Tim escuchó un nueva
serie de chasquidos y zumbidos, como si oyera el movimiento de unos dedos que
tanteaban por todo el país en la oscuridad, tratando de tocar a una sola
persona entre todos los millones que vivían en él. Finalmente respondió una voz
de mujer y dijo que era Jill Pattison. La operadora le informó de que tenía una
llamada a cobro revertido de un tal Carl McAfee.
—¿Quién? —preguntó la mujer.
Alguien llamó a la puerta y
Grover fue a abrir. La operadora repitió el nombre del señor McAfee y la
muchacha volvió a preguntar «¿quién?». Aparecieron dos policías en la entrada.
Étienne, que se había sentado detrás de la cama, lanzó un aullido, se escabulló
al cuarto de baño y se zambulló de nuevo en la bañera con un gran chapoteo.
—Leon, el recepcionista, pensó
que deberíamos echar un vistazo —dijo uno de los policías—. ¿Os ha traído este
hombre aquí, chicos?
—El empleado sabe que no —dijo
Grover.
—¿Qué debo…? —preguntó Tim,
moviendo el teléfono.
—Cuelga y olvídalo —le
interrumpió el señor McAfee. Apretó los puños y siguió tendido, mirando a los
policías.
—Oiga, amigo —dijo el otro
policía—, según el botones, hace un momento usted no podía pagar el precio de
una botella de whisky.
—Es cierto —dijo el señor McAfee.
—Aquí la habitación cuesta siete
dólares por noche. ¿Cómo iba a pagarla?
—No pensaba hacerlo. Soy un
vagabundo.
—Venga con nosotros —dijo el
primer policía.
—Eh, no pueden llevárselo
—intervino Tim—. Está enfermo. Llamen a Alcohólicos Anónimos. Ahí le conocen.
—Tranquilo, hijo —dijo el otro
policía—. Esta noche tendrá un bonito cuarto gratis.
—Llamen al doctor Slothrop —les
pidió Tim. Los policías habían levantado al señor McAfee de la cama y lo
llevaban hacia la puerta.
—¿Y mis cosas? —preguntó.
—Alguien se ocupará de ellas.
Vamos. Y vosotros también, chicos. Ya es hora de volver a casa.
Tim y Grover les siguieron por el
pasillo, bajaron en el ascensor, cruzaron el vestíbulo por delante del empleado
y salieron a la calle desierta, donde los policías hicieron subir al señor
McAfee a un coche patrulla. Tim se preguntó si las voces de los agentes habrían
sido captadas alguna vez por la radio de Grover, si habrían figurado en sus
sueños.
—¡Tengan cuidado! —les gritó—.
Está enfermo de veras. Tienen que cuidarle.
—Le cuidaremos, no te preocupes
—dijo el policía que no iba al volante—. El también lo sabe, ¿no es cierto?
Tim miró al hombre. Todo lo que
pudo ver fue el blanco de los ojos y los pómulos realzados por el sudor.
Entonces el coche se puso bruscamente en marcha, dejando el olor de caucho y un
largo chirrido suspendidos en el bordillo. Esa fue la última vez que vieron al
señor McAfee. Al día siguiente fueron a la comisaría, pero los policías les
dijeron que lo habían trasladado a Pittsfield, y era imposible saber si decían
la verdad.
Pocos días después la fábrica de
papel empezó a funcionar de nuevo, luego la Operación Espartaco de aquel año
centró sus preocupaciones y más tarde la idea que se le ocurrió a Nunzi
Passarella: hacerse con unas baterías de coche de las que tenía el padre de
Étienne en su depósito de chatarra, un par de viejos focos y papel de celofán
de un color verde nauseabundo, y colocar las luces junto al terraplén del
ferrocarril en las afueras de Mingeborough, donde el tren tenía que aminorar la
marcha para tomar una curva. Entonces cincuenta chicos, por lo menos, con
caretas de goma que representarían toda clase de monstruos, capas, disfraces de
murciélago de confección casera y cosas por el estilo se sentarían en las
vertientes del terraplén y, cuando el tren apareciera en la curva, encenderían
los focos de nauseabunda luz verde y verían qué pasaba. Sólo se presentaron la
mitad de los niños previstos, pero aun así fue un éxito, el tren se detuvo con
un horrible chirrido, las señoras gritaron, los revisores aullaron, Étienne
apagó las luces y los chicos huyeron por los lados del terraplén y
desaparecieron en los campos. Más tarde Grover, que se había puesto una careta
de zombie diseñada por él mismo, dijo algo curioso:
—Ahora me siento diferente y
mejor por haber sido verde, aunque fuera un verde nauseabundo, siquiera por un
minuto.
Aunque nunca hablaron de ello,
Tim sentía lo mismo.
En primavera, Tim y Étienne
saltaron a bordo de un tren de carga por primera vez en sus vidas y fueron a
Pittsfield para ver a un comerciante llamado Artie Cognomen, bostoniano de
origen, hombre robusto y de expresión impasible, que parecía un administrador
municipal y fumaba una pipa con la cazoleta tallada en forma de cabeza de
Winston Churchill, en cuyo orificio insertaba un cigarro puro. Artie vendía
artículos de broma.
—En el envío de esta primavera me
llegará un vaso goteante muy bonito —les informó—, y también una amplia
selección de cojines que chillan, cigarros explosivos…
—No queremos eso —le interrumpió
Étienne—. ¿Qué clase de disfraces tiene?
Artie se los mostró todos:
pelucas, narices postizas, gafas con ojos saltones… pero al final se quedaron
con un par de bigotes que podían fijarse con una pinza a la nariz y dos latas
de maquillaje para ennegrecer la cara.
—Debéis de ser reaccionarios o
algo por el estilo, chicos —les dijo el señor Cognomen—. Esa sustancia lleva
años aquí, hasta es posible que se haya vuelto blanca. ¿Acaso os proponéis
resucitar el vodevil?
—Intentamos resucitar a un amigo
—respondió Étienne sin pensarlo dos veces, y entonces él y Tim se miraron
sorprendidos, como si una cuarta persona en el local hubiera dicho esas
palabras.
Aquel verano los Barrington se
instalaron en las Fincas Northumberland y, como de costumbre, los chicos lo
supieron por anticipado. De repente sus padres parecían pasar más tiempo
hablando de la llegada de los Barrington que de cualquier otra cosa, y empezaron
a usar palabras como «efecto impresionante» e «integración».
—¿Qué significa integración? —le
preguntó Tim a Grover.
—Es lo contrario de
diferenciación. —Grover trazó un eje x un eje y y una curva en su pizarra—.
Llamemos a esto función de equis y consideremos los valores de la curva en
pequeños aumentos de equis —trazó unas líneas verticales desde la curva al eje
x, como los barrotes de una celda—, ¿ves?, puedes hacer tantas como quieras,
tan juntas como lo desees.
—Hasta que se junten en una masa
compacta —dijo Tim.
—No, eso no ocurre nunca. Si esto
fuese una celda de prisión y las líneas, los barrotes, y quienquiera que
estuviese detrás pudiera volverse del tamaño que quisiera, siempre podría
adelgazarse lo suficiente para fugarse, por muy juntos que estuvieran los
barrotes.
—Eso es integración —dijo Tim.
—Es la única de la que he oído
hablar —replicó Grover.
Aquella noche conectaron con el
dormitorio de los padres de Grover, para ver si podían averiguar algo nuevo
acerca de la familia de negros que iba a instalarse en el barrio.
—Ahí arriba están preocupados
—dijo el señor Snodd—. No saben si empezar a vender ahora o aguantar. Basta con
que uno se marche para que cunda el pánico.
—Gracias a Dios que no tienen
hijos —dijo la madre de Grover—, o también cundiría el pánico en la Asociación
de Padres y Profesores.
Intrigados, enviaron a Hogan a la
siguiente reunión de la Asociación de Padres y Profesores para enterarse de lo
que ocurría. Hogan les informó de lo mismo:
—Dicen que esta vez no hay niños,
pero que deberían ser previsores y hacer planes por si sucede en el futuro.
No era fácil descubrir qué temían
tanto sus padres. Resultó que no sólo estaban asustados, sino también mal
informados. Al día siguiente de la llegada de los Barrington, Tim, Grover y
Étienne fueron a su casa cuando salieron de la escuela, para echar un vistazo.
Vieron que la casa no se diferenciaba en nada de las otras viviendas de la
urbanización; pero entonces vieron al chico, que les observaba apoyado en una
farola. Era larguirucho, de piel oscura, y llevaba un suéter aunque hacía
calor. Los otros se presentaron, le dijeron que iban al paso elevado para
lanzar globos llenos de agua contra los coches y le preguntaron si quería ir
con ellos.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó
Étienne.
—Bueno —dijo el chico, al tiempo
que chascaba los dedos tratando de acordarse—, mi nombre es Carl, sí, Carl
Barrington.
Resultó que tenía una puntería
perfecta para estrellar los globos de agua en medio de un parabrisas. Más tarde
fueron al depósito de chatarra y jugaron con cojinetes y cambios de marchas
estropeados, y luego fueron a casa de Carl. A partir del día siguiente, el
muchacho asistió a la escuela. Se sentaba silencioso en el rincón que había
estado vacío, y el profesor nunca le llamaba, aunque en ciertos temas era tan
listo como Grover. Al cabo de una semana, más o menos, Grover se enteró del
otro significado de integración, gracias al Show de Huntley y Brinkley, el
único programa de televisión que miraba.
—Significa que los chicos blancos
y los de color van a la misma escuela —dijo Grover.
—Entonces estamos integrados,
¿no? —dijo Tim.
—Sí. Ellos no lo saben, pero
estamos integrados.
Entonces los padres de Tim y
Grover e incluso, según Hogan, el progresista doctor Slothrop empezaron a hacer
llamadas telefónicas, a insultar y decir aquellas palabrotas que tanto les
enfadaban cuando oían decirlas a los niños. El único que, al parecer, no hacía
nada de eso era el padre de Étienne.
—Dice que la gente debería dejar
de preocuparse por los negros y empezar a preocuparse por la automatización
—les informó Étienne—. ¿Qué es la automatización, Grovie?
—Empezaré a estudiarlo la semana
que viene —respondió Grover—. Entonces os lo diré.
Pero no lo dijo, porque por
entonces todos estaban ocupados de nuevo en los preparativos para las maniobras
de Espartaco de aquel año. Empezaron a pasar cada vez más tiempo en su
escondite en la finca del rey Yrjö, conspirando. Era el tercer año que lo hacían,
y no se les ocultaba que la realidad sería muy inferior a su maquinación, que
algo inerte e invisible, algo contra lo que no podrían ser crueles ni traidores
(aunque ¿quién habría llegado a llamarlo amor?) siempre se interpondría entre
ellos y cualquier paso claro e irreversible, de la misma manera que la
polvorienta ficción del contorno de la escuela en el Campo de Fazzo detuvo a
los niños pequeños el año anterior, porque cuantos formaban parte de la junta
escolar, el ferrocarril, la Asociación de Padres y Profesores y la fábrica de
papel tenían que ser la madre o el padre de alguien, ya fuese así realmente o
como un miembro de una categoría, y había un momento en que actuaba en ellos el
reflejo de buscar el calor, la protección, la eficacia contra las pesadillas,
las magulladuras en la cabeza o la mera soledad e imposibilitaba una ira contra
ellos que valiera la pena.
No obstante, ahora los cuatro
estaban sentados en la habitación secreta, a la que había enfriado la
proximidad de la noche, mientras Pierre, el perro basset, husmeaba incansable
los rincones. Convinieron en que Carl llevaría a cabo un estudio del tiempo y
los movimientos necesarios para sacar el aire de los neumáticos en el
aparcamiento del centro de compras, que Étienne se esforzaría más para obtener
piezas con destino a la gigantesca catapulta de sodio que Grover había
diseñado, que Tim iniciaría cada práctica de la Operación Espartaco aumentando
un poco los ejercicios de calentamiento y utilizando el plan de la Real Fuerza
Aérea Canadiense como punto de partida. Grover les destinó el personal que
consideraban necesario y, por fin, levantaron la sesión. Volvieron a pasar en
fila india por la baqueta de sombras, resonancias y temibles posibilidades,
salieron a la lluvia que no había cesado y embarcaron de nuevo en el Vía de
agua.
Remaron hasta la alcantarilla
bajo la carretera estatal, cruzaron ésta y rodearon una parte del pantano hasta
el Campo de Fazzo, para examinar el lugar de las maniobras. Luego fueron a la
vía férrea más allá del punto denominado Foxtrot y se agazaparon entre unos
arbustos cuyas bayas se habían comido a principios del año, y lanzaron piedras
a las vías para ver cuál era el ángulo de fuego. No obtuvieron mucha
información porque apenas quedaba luz en el cielo. Así pues, recorrieron las
vías casi hasta la estación de Mingeborough, se desviaron hacia el pueblo,
entraron en la confitería arrastrando los pies, pues empezaban a sentirse un
poco cansados, se sentaron en hilera ante el mostrador y pidieron cuatro vasos
de lima y limón con agua.
—¿Cuatro? —preguntó la señora que
les servía.
—Cuatro —respondió Grover, y,
como de costumbre, ella les miró con curiosidad.
Pasaron un rato examinando los
revisteros giratorios y hojeando tebeos. Luego se dirigieron a casa de Carl,
bajo la lluvia que arreciaba.
Incluso antes de llegar a la
manzana donde vivían los Barrington notaron que ocurría algo. Dos coches y una
camioneta de caja descubierta que contenía basura pasaron a toda velocidad,
desde aquella dirección, y sus neumáticos abrieron abanicos de agua que
salpicaron a los chicos aunque saltaron al césped de una casa. Tim miró a Carl,
pero éste no dijo nada.
Cuando llegaron a casa de Carl,
vieron que el césped delantero estaba cubierto de basura. Permanecieron
inmóviles durante un rato. Luego, como si algo les impulsara a hacerlo, se
pusieron a patearla, en busca de pistas. La basura llegaba hasta la espinilla
en toda la extensión del césped, y estaba extendida de manera que no rebasara
el límite de la propiedad. Debían de haberla transportado en la camioneta. Tim
encontró las familiares bolsas de compra de A & P que su madre siempre
llevaba a casa y las pieles de unas grandes naranjas amarillas que su tía les
había enviado desde Florida, así como el envase de medio litro de sorbete de
piña que el mismo Tim había comprado dos noches atrás y la intimidad de los
desechos, la mitad oscura de su vida familiar durante toda la semana anterior,
los sobres arrugados dirigidos a sus padres, las colillas de los negros
cigarros De Nobili que a su padre le gustaba fumar después de la cena, las
latas de cerveza dobladas, siempre con la punta entre las dos es de la palabra
beer, exactamente como su padre hacía y le había enseñado a él a hacer… diez
metros cuadrados de pruebas irrefutables. Grover iba de un lado a otro
desdoblando papeles, dando vuelta a las cosas y descubriendo que allí estaba
también su basura.
—Y la de los Slothrop y los
Mostly —informó Étienne—, y supongo que también la de mucha otra gente de la
urbanización.
Llevaban unos cinco minutos
recogiendo basura y echándola a los cubos que encontraron junto al cobertizo
para coches, cuando se abrió la puerta de la casa y la señora Barrington empezó
a gritarles.
—Pero estamos recogiéndola —dijo
Tim—. Estamos de su parte.
—No necesitamos vuestra ayuda
—replicó la mujer—. No nos hace falta nada de vosotros. Doy las gracias al
Padre celestial cada día de mi vida porque no tenemos hijos para que los
corrompan los de vuestra calaña. Vamos, largo de aquí, marchaos.
La mujer se echó a llorar. Tim se
encogió de hombros y tiró una piel de naranja que tenía en la mano. Pensó en la
posibilidad de llevarse una lata de cerveza para enfrentarse a su padre con la
prueba, pero imaginó que sólo lograría una zurra, y bien fuerte, así que lo
dejó correr. Los tres se alejaron lentamente, volviendo la cabeza de vez en
cuando para mirar a la mujer, que seguía en el umbral. Recorrieron dos manzanas
antes de darse cuenta de que Carl seguía con ellos.
—No lo ha dicho en serio —les
dijo—. Sólo… ya sabéis… está furiosa.
—Sí —dijeron a la vez Tim y
Grover.
El muchacho, ahora casi invisible
bajo la lluvia, señaló la casa.
—No sé si debería entrar ahora o
qué. ¿Qué debo hacer?
Grover, Tim y Étienne
intercambiaron miradas. Grover, como portavoz, le dijo:
—¿Por qué no te escondes
temporalmente?
—Sí —convino Carl.
Caminaron hasta el centro de
compras y cruzaron el negro y reluciente aparcamiento que reflejaba las luces
verdosas de vapor de mercurio, un letrero rojo de supermercado y otro azul de
gasolinera, así como muchas luces amarillas. Caminaron entre esos colores por
el ancho pavimento negro que parecía extenderse hasta las montañas.
—Creo que entonces… bueno, iré al
escondite, a la casa del rey Yrjö —dijo Carl.
—¿De noche? —replicó Étienne—. ¿Y
qué me dices del oficial de carabellía?
—De caballería —le corrigió
Grover.
—No me molestará —dijo Carl— Ya
lo sabéis.
—Sí, lo sabemos —dijo Tim.
Y era cierto. Sabían todo lo que
Carl decía. Tenía que ser así, pues era lo que los adultos, de haberlo sabido,
habrían llamado un «compañero de juegos imaginario». Sus palabras eran las
mismas palabras de los chicos, sus gestos también, como las muecas que hacía,
las ocasiones en que había llorado, su manera de encestar… Todo se lo habían
prestado ellos, era una ampliación o un talante que esperaban fuese el suyo
dentro de poco. Carl había estado formado por frases, imágenes, posibilidades
de las que los adultos habían prescindido, las habían repudiado, dejado en los
límites de los pueblos, como si fuesen piezas del depósito de chatarra del
padre de Étienne, cosas con las que ellos no querían o no podían convivir pero
los chicos, en cambio, eran capaces de pasar innumerables horas con ellas,
juntándolas, reordenándolas, alimentándolas, programándolas y refinándolas. Era
totalmente suyo, su amigo y su robot, para animarle, comprarle refrescos que no
tomaba, enviarle a misiones peligrosas o incluso, como ahora, por fin,
apartarle de su vista.
—Si me gusta —dijo Carl—, puede
que me quede allí algún tiempo.
Los otros asintieron, y entonces
Carl se separó de ellos y echó a correr por el aparcamiento, agitando una mano
sin mirar atrás. Cuando se desvaneció bajo la lluvia, los tres chicos se
metieron las manos en los bolsillos y se encaminaron a casa de Grover.
—¿Todavía estamos integrados,
Grovie? —preguntó Étienne—. ¿Y si no vuelve? ¿Si salta a un tren de carga en
alguna parte o hace algo por el estilo?
—Pregúntale a tu padre —respondió
Grover—. Yo no sé nada.
Étienne cogió un puñado de hojas
mojadas y las metió por debajo de la ropa en la espalda de Grover. Este le
arrojó agua con el pie, pero falló y salpicó a Tim. Tim dio un salto y agitó
una rama, duchando a Grover y Étienne. Étienne intentó empujar a Tim contra
Grover, que estaba a gatas, pero Tim se dio cuenta a tiempo y empujó la cara de
Grover contra el barro. Así dejaron atrás las luces del centro de compras y se
despidieron de Carl Barrington, dejándole en compañía de los demás fantasmas
atenuados de la vieja finca y su precario refugio, se alejaron haciendo
cabriolas bajo la lluvia nocturna, cada uno por fin hacia su casa, la ducha
caliente, la toalla seca, la televisión antes de acostarse, el beso de buenas
noches y los sueños que ya no podrían permanecer completamente indemnes.