LO QUE TRAJO EL
GATO
PATRICIA HIGHSMITH
Los segundos de pensativo
silencio en la partida de Intelect fueron interrumpidos por un crujido del
plástico en la trampilla de la gatera: Portland Bill volvía a entrar. Nadie le
hizo caso. Michael y Gladys Herbert iban en cabeza, Gladys un poco por delante
de su marido. Los Herbert jugaban al Intelect a menudo y eran muy hábiles. El
coronel Edward Phelps —vecino y buen amigo— avanzaba renqueando y su sobrina
americana, Phyllis, de diecinueve años, lo estaba haciendo muy bien, pero había
perdido interés en los últimos diez minutos. Pronto sería la hora del té. El coronel
estaba amodorrado y se le notaba.
—Mito —dijo el coronel
pensativamente, empujándose el bigote a lo Kipling con el dedo índice—.
Lástima, estaba pensando en terremoto.
—Tío Eddie, si tienes mito —dijo
Phyllis—, ¿cómo ibas a poner terremoto?
El gato hizo un ruido más
prolongado en su trampilla y, ya con la negra cola y los cuartos traseros a
manchas dentro de la casa, retrocedió tirando de algo hasta que pasó por el
óvalo de plástico. Lo que había metido en casa era blancuzco y mediría unos quince
centímetros.
—Ha cazado otro pájaro —dijo
Michael, impaciente porque pasara el turno de Eddie para poder hacer él una
jugada brillante, antes de que alguien se la pisara.
—Parece otra pata de ganso —dijo
Gladys, echando una breve ojeada.
El coronel jugó al fin, añadiendo
una S a suma. Entonces jugó Michael, despertando la admiración de Phyllis al
añadir tico a la palabra can y aprovechar la c para obtener coz.
Portland Bill lanzó su trofeo al
aire y este cayó sobre la alfombra con un golpe sordo.
—Está bien muerto ese pichón
—comentó el coronel, que era el que estaba más cerca del gato, pero cuya vista
dejaba que desear—. Quizás un nabo —le dijo a Phyllis—, un nabo sueco. O una
zanahoria con una forma rara —añadió forzando la vista, luego se rió—. He visto
zanahorias de las formas más extraordinarias. Una vez vi una…
—Esto es blanco —dijo Phyllis, y
se levantó para investigar, puesto que Gladys tenía que jugar antes que ella.
Phyllis, vestida con pantalones y
suéter, se inclinó apoyando las manos en las rodillas.
—¡Dios! ¡Oh! ¡Tío Eddie!
Se irguió y se tapó la boca con
la mano, como si hubiera dicho algo horrible. Michael Herbert se había
levantado a medias de su butaca.
—¿Qué pasa?
—¡Son dedos humanos! —dijo
Phyllis—. ¡Mirad!
Todos miraron incrédulos
acercándose despacio desde la mesa de juego. El gato miraba, orgulloso, las
caras de los cuatro humanos que estaban contemplándolo. Gladys contuvo el
aliento.
Los dos dedos estaban muy blancos
e hinchados, no había rastro de sangre, ni siquiera en la base de los dedos,
que incluía unos cinco centímetros de lo que había sido la mano. Lo que hacía
del objeto, innegablemente, los dedos tercero y cuarto de una mano humana eran
las uñas, amarillentas y cortas, que parecían pequeñas debido a la hinchazón de
la carne.
—¿Qué hacemos, Michael?
Gladys era práctica, pero le
gustaba que su marido tomara las decisiones.
—Eso lleva muerto dos semanas por
lo menos —murmuró el coronel, que tenía algunas experiencias bélicas.
—¿Podría venir de algún hospital
cercano? —preguntó Phyllis.
—¿Un hospital que ampute así?
—contestó su tío, con una risita.
—El hospital más próximo está a
treinta kilómetros —dijo Gladys.
—Que no lo vea Edna —dijo
Michael, mirando su reloj—, desde luego creo que debemos…
—¿Quizá llamar a la policía?
—preguntó Gladys.
—Eso estaba pensando. Yo…
La vacilación de Michael fue
interrumpida en ese momento por un golpe de Edna —el ama de llaves y cocinera—
empujando una puerta en el extremo opuesto del enorme cuarto de estar. La
bandeja del té había llegado. Los otros se acercaron discretamente a la mesa
baja que había delante de la chimenea, mientras Michael se quedaba de pie
fingiendo naturalidad. Los dedos estaban justo detrás de sus zapatos. Michael
sacó de su bolsillo una pipa y jugueteó con ella, soplando en la boquilla. Le
temblaban las manos. Apartó a Portland Bill con el pie.
Finalmente, Edna repartió
servilletas y platos y dijo: ¡Que aproveche!
Era una mujer del pueblo, de unos
cincuenta y tantos años, buena persona, pero más preocupada por sus propios
hijos y nietos que por otra cosa. Gracias a Dios, dadas las circunstancias,
pensó Michael. Edna llegaba en su bicicleta a las siete y media de la mañana y
se marchaba cuando quería, siempre que dejara algo para la cena. Los Herbert no
eran exigentes.
Gladys miraba con ansiedad hacia
Michael.
—¡Fuera, Bill!
—Tenemos que hacer algo con esto
mientras tanto —murmuró Michael.
Con determinación fue al cesto de
los periódicos que estaba al lado de la chimenea, sacó una página de The Times
y se volvió a donde estaban los dedos, que Portland Bill estaba a punto de
coger. Michael le ganó la vez al gato agarrando los dedos con el periódico. Los
demás no se habían sentado. Michael les hizo un gesto para que se sentaran y
envolvió los dedos con el periódico, enrollándolo y plegándolo.
—Creo que lo que hay que hacer
—dijo Michael— es notificarlo a la policía, porque podría haber gato encerrado.
—O puede haber caído —empezó el
coronel, cogiendo su servilleta— de una ambulancia o de algún furgón, ya me
entiendes. Puede haber habido un accidente en algún sitio.
—O deberíamos simplemente
dejarnos de problemas y desprendernos de ellos —dijo Gladys—. Necesito un té.
Se lo sirvió y se puso a beberlo
a sorbos.
Nadie tenía una respuesta a su
sugerencia. Era como si los otros tres estuvieran aturdidos o hipnotizados por
la presencia de los demás, esperando vagamente de otro una respuesta que no
venía.
—Desprendernos de ellos, ¿dónde?,
¿en la basura? —preguntó Phyllis—. Enterrarlos —añadió, como si respondiera a
su propia pregunta.
—Pienso que eso no estaría bien
—dijo Michael.
—Michael, tómate el té —dijo su
esposa.
—Tengo que poner esto en algún
sitio hasta mañana —Michael sostenía todavía el paquetito—. A menos que
llamemos a la policía ahora. Son ya las cinco y es domingo.
—¿Es que a la policía en
Inglaterra le importa que sea domingo o no? —preguntó Phyllis.
Michael se dirigió al armario
cercano a la puerta principal con la idea de poner la cosa encima, al lado de
un par de sombrereras, pero el gato lo siguió y Michael sabía que el gato en un
momento de inspiración podía llegar arriba.
—Creo que ya lo tengo —dijo el
coronel, complacido con su idea, pero con aire de tranquilidad por si acaso
Edna hacía una segunda aparición—. Ayer mismo compré unas zapatillas en High
Street y todavía tengo la caja. Iré a traerla, si me permitís —se fue hacia las
escaleras; luego se volvió y dijo en voz baja—: Ataremos la caja con una
cuerda. Así lo mantendremos fuera del alcance del gato.
El coronel subió las escaleras.
—¿En qué habitación lo
guardaremos? —preguntó Phyllis con una risita nerviosa.
Los Herbert no respondieron.
Michael, todavía de pie, sostenía el objeto en la mano derecha. Portland Bill,
sentado con las blancas patas delanteras juntas, contemplaba a Michael
esperando a ver qué iba a hacer con ello.
El coronel Phelps bajó con la
caja de zapatos de cartón blanco. El paquetito entró fácilmente en ella y
Michael dejó que el coronel cogiera la caja mientras él iba a lavarse las manos
en el aseo junto a la puerta principal. Cuando Michael volvió, Portland Bill
todavía esperaba y emitió un esperanzado ¿Miau?
—Vamos a ponerlo dentro del
aparador de momento —dijo Michael, y cogió la caja de las manos de Eddie. Pensó
que la caja por lo menos estaba comparativamente limpia, la puso al lado de una
pila de platos grandes que raramente se usaban y luego cerró la puerta del
aparador que tenía llave. Phyllis mordisqueó una galleta y dijo:
—He observado un pliegue en uno
de los dedos. Si hay un anillo, podría darnos una pista.
Michael intercambió una mirada
con Eddie, que asintió ligeramente con la cabeza. Ellos también habían
observado el pliegue. Tácitamente, los dos hombres acordaron ocuparse de eso
más tarde.
—¿Más té, querida? —dijo Gladys,
y volvió a llenar la taza de Phyllis.
Miau dijo el gato en tono de
desilusión. Ahora estaba frente al aparador, mirándolos por encima del lomo.
Michael cambió de tema: ¿Qué tal iban las obras en casa del coronel? La pintura
de los dormitorios del primer piso era la razón principal por la que el coronel
y su sobrina estaban visitando a los Herbert ahora. Pero eso no tenía interés
comparado con la pregunta de Phyllis a Michael:
—¿No deberías preguntar si
alguien ha desaparecido en el vecindario? Esos dedos pueden corresponder a un
asesinato.
Gladys movió la cabeza ligeramente
y no dijo nada. ¿Por qué los americanos pensaban siempre en términos tan
violentos? Sin embargo, ¿qué podría haber seccionado una mano de esta forma?
¿Una explosión? ¿Un hacha?
Un animado ruido de arañazos hizo
levantarse a Michael.
—¡Estáte quieto, Bill!
Michael se dirigió al gato y lo
echó de allí. Bill había estado intentando abrir la puerta del aparador.
Terminaron de tomar el té más rápidamente de lo habitual. Michael se quedó
parado al lado del aparador mientras Edna recogía el servicio.
—¿Cuándo vas a investigar lo del
anillo, tío Eddie? —preguntó Phyllis.
Ella usaba gafas redondas y era
bastante miope.
—No creo que Michael y yo
tengamos muy decidido qué hacer, querida —dijo su tío.
—Vamos a la biblioteca, Phyllis
—dijo Gladys—. Dijiste que querías ver algunas fotografías.
Phyllis había dicho eso. Había
fotografías de la madre de Phyllis y de la casa donde había nacido su madre, en
la que ahora vivía el tío Eddie. Eddie era quince años mayor que su madre.
Ahora Phyllis deseaba no haber pedido ver las fotos, porque los hombres iban a
hacer algo con los dedos y quería verlo. Después de todo ella había
diseccionado ranas y peces en el laboratorio de zoología. Pero su madre le
había aconsejado antes de salir de Nueva York que cuidara sus modales y que no
fuera «ordinaria e insensible», adjetivos corrientes de su madre para calificar
a los americanos. Phyllis se sentó obedientemente a mirar las fotografías, que
tenían quince o veinte años por lo menos.
—Vamos a llevarlos al garaje
—dijo Michael a Eddie—. Tengo una mesa de trabajo allí, ya sabes.
Los dos hombres caminaron por el
sendero de gravilla hacia el garaje de dos plazas al fondo del cual tenía
Michael un taller con sierras y martillos, formones y taladros eléctricos, más
una provisión de madera y tablas para el caso de que la casa necesitara una
reparación o él se sintiera con ganas de hacer algo. Michael era periodista
independiente y crítico de libros, pero disfrutaba con los trabajos manuales.
En cierto modo, Michael se sintió mejor aquí con la horrible caja. La pondría
sobre el robusto banco de trabajo como si fuera un cirujano preparando un
cuerpo o un cadáver.
—¿Qué demonios hacemos con esto?
—preguntó Michael, que había sacado los dedos tirando de un lado de la hoja de
periódico. Los dedos cayeron sobre la superficie de madera muy usada, esta vez
con el lado de la palma hacia arriba. La carne blanca estaba mellada por donde
había sido cortada y con la intensa iluminación del foco que lucía sobre el
banco de trabajo pudieron ver dos trozos de metacarpianos, también mellados,
sobresaliendo de la carne. Michael dio la vuelta a los dedos con la punta de un
destornillador. Hurgó con la punta del destornillador y separó la carne lo
suficiente como para ver el reflejo del oro.
—Un anillo de oro —dijo Eddie—.
Pero era un trabajador de algún tipo, ¿no crees? Mira estas uñas. Cortas y
gruesas. Todavía hay algo de tierra debajo de ellas; por lo menos, están
sucias.
—Estoy pensando…, si vamos a
informar a la policía, ¿no deberíamos dejarlo como está, sin intentar ver el
anillo?
—¿Vas a informar a la policía?
—preguntó Eddie con una sonrisa mientras encendía un cigarro—. ¿Sabes en qué
lío te meterías?
—¿Lío? Diré que lo trajo el gato.
¿Por qué iba a meterme en un lío? Tengo curiosidad por el anillo. Puede darnos
una pista.
El coronel Phelps miró de reojo a
la puerta del garaje que Michael había cerrado, pero no con llave. Él también
sentía curiosidad por el anillo. Eddie estaba pensando que si hubiera sido la
mano de un caballero ya la habrían entregado a la policía.
—¿Habrá muchos labradores por
aquí todavía? —caviló el coronel—. Supongo que sí.
Michael se encogió de hombros,
nervioso.
—¿Qué hacemos con el anillo?
—Vamos a echarle un vistazo.
El coronel chupó el cigarro
serenamente y miró el armario de herramientas de Michael.
—Ya sé lo que necesitamos.
Michael buscó la cuchilla Stanley
que usaba normalmente para cortar cartón, sacó la hoja con el pulgar y colocó
sus dedos sobre el trozo de palma hinchada. Hizo un corte por encima de donde
estaba el anillo y luego por debajo.
Eddie Phelps se inclinó para
observar.
—Ni gota de sangre. Desangrado.
Igual que en los días de la guerra.
«Solo es una pata de ganso», se
decía Michael a sí mismo para no desmayarse. Michael repitió los cortes sobre
la superficie del dedo. Le hubiera gustado preguntarle a Eddie si quería
terminar el trabajo, pero pensó que eso podía ser una cobardía.
—¡Válgame Dios! —murmuró Eddie.
Michael tuvo que separar algunas
tiras de carne y luego tirar fuertemente con las dos manos para sacar el anillo
de boda. Era con toda seguridad un anillo de boda de oro corriente, ni muy
grueso ni muy ancho, pero adecuado para un hombre. Michael lo limpió en el
grifo de agua fría de la pila que tenía a su izquierda. Cuando lo puso cerca de
la lámpara, unas iniciales se hicieron legibles: W.R. — M.T. Eddie las miró.
—¡Eso sí que es una pista!
Michael oyó al gato arañando la
puerta del garaje y luego un maullido. A continuación puso los tres trozos de
carne que había cortado dentro de un trapo viejo, lo enrolló y dijo a Eddie que
volvería en un minuto. Abrió la puerta del garaje, asustó a Bill con un
¡Fffuuu! y metió el trapo en un cubo de basura que tenía un cierre que el gato
no podía abrir. Michael había pensado que tenía un plan que proponer a Eddie,
pero cuando volvió —Eddie estaba examinando otra vez el anillo— estaba
demasiado afectado para hablar. Había querido decir algo acerca de hacer
«discretas averiguaciones». En lugar de eso dijo con voz que sonó hueca:
—Vamos a dejarlo…, a menos que se
nos ocurra algo brillante esta noche. Dejaremos la caja aquí. El gato no puede
cogerla.
Michael no quería la caja ni
siquiera en su banco de trabajo. Puso el anillo dentro con los dedos y colocó
la caja encima de una pila de bidones de plástico que estaban apoyados contra
una pared. Su taller era incluso impenetrable a los ratones. Nada iba a entrar
a roer lo de la caja.
Cuando Michael se metió en la
cama esa noche, Gladys dijo:
—Si no llamamos a la policía,
simplemente tenemos que enterrarlos en algún sitio.
—Sí —dijo Michael vagamente.
De alguna forma parecía un acto
criminal, enterrar un par de dedos humanos. Le había contado a Gladys lo del
anillo. Las iniciales no le decían nada. El coronel Edward Phelps se fue a
dormir muy tranquilamente, después de recordarse a sí mismo que había visto
cosas mucho peores en 1941.
Phyllis había intentado durante
la cena sonsacar a su tío y a Michael acerca del anillo. Quizá todo se
resolviera mañana y resultara ser, de algún modo, algo bastante simple e
inocente. De cualquier forma, sería una historia para contar a sus compañeros de
universidad. ¡Y a su madre! ¡Así que esa era la tranquila campiña inglesa!
Al día siguiente, que era lunes,
con la oficina de correos abierta, Michael decidió hacerle una pregunta a Mary
Jeffrey, que hacía doblete como empleada de correos y vendedora de comestibles.
Michael compró algunos sellos y entonces le preguntó, como sin darle
importancia:
—A propósito, Mary, ¿ha
desaparecido alguien últimamente en este vecindario?
Mary, una chica de cara vivaracha
y pelo negro rizado, pareció desconcertada.
—¿Cómo desaparecido?
—Desaparecido —dijo Michael con
una sonrisa.
Mary meneó la cabeza.
—Que yo sepa, no. ¿Por qué lo
pregunta?
Michael había intentado
prepararse para esto.
—He leído en algún sitio, en un
periódico, que la gente, algunas veces, simplemente desaparece, incluso en
pueblos pequeños como este. Se esfuman, cambian de nombre o algo parecido.
Nadie se explica a dónde van.
Michael divagaba. No le había
salido bien, pero la pregunta estaba hecha.
Anduvo el camino de vuelta a casa
deseando haber tenido el valor de preguntarle a Mary si alguien en la zona
tenía la mano izquierda vendada o si ella había oído de algún accidente así.
Mary tenía amigos que frecuentaban el bar del pueblo. En estos momentos quizá
supiese de algún hombre que tuviese la mano vendada, pero Michael no podía
decirle a Mary que los dedos desaparecidos estaban en su garaje.
El asunto de qué hacer con los
dedos fue pospuesto esa mañana, ya que los Herbert habían planeado ir en coche
a Cambridge y después comer en casa de un catedrático que era amigo de ellos.
Era inconcebible cancelar ese plan para complicarse la vida yendo a la policía,
así que esa mañana los dedos no se mencionaron en la conversación. Hablaron de
otras cosas durante el viaje. Michael, Gladys y Eddie habían decidido, antes de
salir para Cambridge, que no hablarían más de los dedos delante de Phyllis, si
era posible. Eddie y Phyllis tenían que irse el miércoles por la tarde, pasado
mañana, y puede que para entonces el asunto estuviese aclarado o en manos de la
policía.
Gladys también había advertido
amablemente a Phyllis que no mencionara «el incidente del gato» en casa del
catedrático, así que Phyllis no lo hizo. Todo salió bien y felizmente y los
Herbert, Eddie y Phyllis volvieron a casa alrededor de las cuatro. Edna dijo a
Gladys que acababa de darse cuenta de que casi no quedaba mantequilla y puesto
que estaba vigilando un bizcocho que tenía en el horno… Michael, que estaba en
el cuarto de estar con Eddie, lo oyó y se ofreció a ir a la tienda de
comestibles.
Compró la mantequilla, un par de
paquetes de cigarrillos y una caja de caramelos de café con leche que le
apetecieron, y fue atendido por Mary, tan recatada y amable como siempre. Había
esperado que ella le diera alguna noticia. Michael había cogido el cambio e iba
hacia la puerta cuando Mary le llamó:
—¡Eh, señor Herbert!
Michael se volvió.
—Precisamente este mediodía supe
de alguien que ha desaparecido —dijo Mary, inclinándose hacia Michael por
encima del mostrador, sonriéndole—. Bill Reeves. Vive en la finca del señor
Dickenson, ya sabe… Tiene una cabaña allí, trabaja la tierra…, o la trabajaba.
Michael no conocía a Bill Reeves,
pero sí conocía la finca de Dickenson, que era extensa y estaba al noroeste del
pueblo. Las iniciales de Bill Reeves encajaban con las W.R. del anillo.
—¿Sí? ¿Ha desaparecido?
—Hace aproximadamente dos
semanas, me dijo el señor Vickers. El señor Vickers tiene una gasolinera cerca
de la finca de Dickenson, ya sabe. Vino hoy, así que se me ocurrió preguntarle.
Sonrió de nuevo, como si hubiera
resuelto satisfactoriamente la pequeña adivinanza de Michael. Michael conocía
la gasolinera y recordaba vagamente el aspecto de Vickers.
—Interesante. ¿Sabe el señor
Vickers por qué ha desaparecido?
—No. El señor Vickers dice que es
un misterio. La esposa de Bill Reeves también dejó la cabaña hace unos días,
pero todo el mundo sabe que fue a Manchester a quedarse allí con su hermana.
Michael asintió con la cabeza.
—Vaya, vaya. Esto demuestra que
puede suceder incluso aquí, ¿eh? Que la gente desaparezca.
Sonrió y salió de la tienda.
Lo que hay que hacer es
telefonear a Tom Dickenson, pensó Michael, y preguntarle qué sabe. Michael no
conocía bien a Tom; se había encontrado con él solo un par de veces en
reuniones políticas locales y cosas así. Dickenson tenía aproximadamente
treinta años, estaba casado, había heredado y ahora llevaba la vida de un
hacendado, pensó Michael. La familia se dedicaba a la industria de la lana,
tenía fábricas en el Norte y eran propietarios de sus tierras desde hacía
varias generaciones.
Cuando llegó a casa, Michael
pidió a Eddie que viniera a su estudio y, a pesar de la curiosidad de Phyllis,
no la invitaron a unirse a ellos. Le contó lo que Mary le había dicho acerca de
la desaparición de un jornalero llamado Bill Reeves hacía un par de semanas.
Eddie estaba de acuerdo en que podían llamar a Dickenson.
—Las iniciales del anillo pueden
ser una coincidencia —dijo Eddie—. La finca de Dickenson está a veintidós
kilómetros de aquí, según dices.
—Sí, pero aún así creo que lo
llamaré.
Michael buscó el número en la
guía de teléfonos que tenía en la mesa. Había dos. Marcó el primero. Contestó
un criado, o alguien que sonaba como un criado, le preguntó su nombre a Michael
y luego dijo que llamaría al señor Dickenson. Michael esperó un minuto largo.
Eddie esperaba también.
—Hola, señor Dickenson. Soy uno
de sus vecinos, Michael Herbert… Sí, sí, nos hemos visto un par de veces. Verá,
tengo una pregunta que hacerle que puede parecerle extraña, pero… creo que
tenía usted un trabajador o arrendatario en su finca llamado Bill Reeves.
—¿Síí…? —replicó Tom Dickenson.
—¿Y dónde está ahora? Se lo
pregunto porque me dijeron que desapareció hace un par de semanas.
—Sí, es verdad. ¿Por qué lo
pregunta?
—¿Sabe usted a dónde fue?
—No tengo ni idea —replicó
Dickenson—. ¿Tenía usted negocios con él?
—No. ¿Podría decirme el nombre de
su esposa?
—Marjorie.
Eso encajaba con la primera
inicial.
—¿Sabe usted el apellido de
soltera?
Tom Dickenson rió entre dientes.
—Me temo que no.
Michael miró a Eddie, que estaba
observándolo.
—¿Sabe si Bill Reeves llevaba
anillo de casado?
—No, nunca presté mucha atención
a su persona. ¿Por qué?
«¿Y qué le digo yo ahora?», pensó
Michael. Si terminaba la conversación ahí, no habría sacado mucho.
—Porque… he encontrado algo que
podría ser una pista en relación con Bill Reeves. Supongo que habrá alguien
buscándolo, si nadie sabe su paradero.
—Yo no lo busco —replicó Tom
Dickenson con tono despreocupado—. Y dudo que su esposa lo haga tampoco. Ella
se mudó hace una semana. ¿Puedo preguntarle qué encontró?
—Preferiría no decírselo por
teléfono… Me pregunto si podría ir a verle. O quizá podría usted venir a mi
casa.
Después de un momento de
silencio, Dickenson dijo:
—Sinceramente, no me interesa
Reeves. No creo que haya dejado deudas, que yo sepa, eso tengo que decirlo en
su favor. Pero, si quiere que le diga la verdad, no me importa lo que le haya
sucedido.
—Ya veo. Lamento haberle
molestado, señor Dickenson.
Colgaron.
Michael se volvió hacia Eddie y
le dijo:
—Creo que te has enterado de casi
todo. Dickenson no está interesado.
—No se puede esperar que a
Dickenson le importe la desaparición de un jornalero. ¿Le oí decir que su mujer
también se había ido?
—Creí que te lo había dicho. Se
fue a Manchester a casa de su hermana, Mary me lo dijo —Michael cogió una pipa
del soporte que estaba sobre su mesa de despacho y empezó a llenarla—. El
nombre de su esposa es Marjorie. Encaja con la inicial del apellido.
—Cierto —dijo el coronel—, pero
hay montones de Marys y Margarets en el mundo.
—Dickenson no sabía su apellido
de soltera. Veamos, Eddie, sin la ayuda de Dickenson estoy pensando que debemos
llamar a la policía y acabar con este asunto. Estoy seguro de que no puedo
decidirme a enterrar esa… cosa. El asunto me obsesionaría. Estaría pensando que
un perro podría desenterrarlo, incluso si ya son solo huesos o están en peor
estado, y la policía tendría que interrogar a más gente además de a mí y seguir
una pista no tan fresca.
—¿Todavía piensas que hay gato
encerrado? Tengo una idea más sencilla —dijo Eddie con aire tranquilo y
lógico—. Gladys dijo que había un hospital a veinticinco kilómetros de aquí,
supongo que en Colchester. Podemos preguntar si en las últimas dos semanas o
así ha habido algún accidente que implicara la pérdida de los dedos tercero y
cuarto de la mano izquierda de un hombre. Tendrán su nombre. Parece un
accidente, y del tipo de los que no pasan todos los días.
Michael estaba a punto de
expresar su conformidad con esto, por lo menos antes de llamar a la policía,
cuando sonó el teléfono. Lo cogió y oyó a Gladys hablando por el teléfono de
abajo con un hombre cuya voz sonaba como la de Dickenson.
—Yo contestaré, Gladys.
Tom Dickenson saludó a Michael.
—He… pensado que si en realidad a
usted le gustaría verme…
—Estaría encantado.
—Preferiría hablar con usted a
solas, si es posible.
Michael le aseguró que sí y
Dickenson dijo que llegaría en unos veinte minutos. Michael colgó el teléfono
con una sensación de alivio y le dijo a Eddie:
—Viene ahora y quiere hablar
conmigo a solas. Es lo mejor.
—Sí.
Eddie se levantó del sofá de
Michael, defraudado.
—Hablará más francamente, si
tiene algo que decir. ¿Vas a contarle lo de los dedos?
Miró de soslayo a Michael,
levantando sus pobladas cejas.
—Puede que no llegue a eso.
Primero veré qué tiene que decir.
—Va a preguntarte qué has
encontrado.
Michael lo sabía. Bajaron las
escaleras. Michael vio a Phyllis en el jardín trasero, golpeando una pelota de
croquet ella sola, y oyó la voz de Gladys en la cocina. Michael informó a
Gladys, sin que lo oyera Edna, de la inminente llegada de Tom Dickenson y le
explicó por qué: la información de Mary acerca de un tal Bill Reeves que había
desaparecido, un jornalero de la finca de Dickenson. Gladys se dio cuenta en
seguida de que las iniciales encajaban.
Y llegó el coche de Dickenson, un
Triumph descapotable, bastante necesitado de un lavado. Michael salió a
recibirlo. «Holas» y de recuerdo. Cada uno recordaba vagamente al otro. Michael
invitó a Dickenson a entrar en la casa antes de que Phyllis acudiera y forzara
una presentación.
Tom Dickenson era rubio y más
bien alto, llevaba una cazadora de cuero, pantalones de pana y botas verdes de
goma que según aseguró a Michael no estaban sucias de barro. Había estado
trabajando en su finca y no había tenido tiempo de cambiarse.
—Subamos —dijo Michael
indicándole el camino hacia las escaleras.
Michael ofreció a Dickenson un
confortable butacón y se sentó en su viejo sofá.
—¿Me dijo usted… que la esposa de
Bill Reeves también se fue?
Dickenson sonrió ligeramente y
sus ojos gris azulados miraron sosegadamente a Michael.
—Su esposa se marchó, sí. Pero
esto sucedió después de que Reeves desapareciera. Marjorie se fue a Manchester,
oí decir. Tiene una hermana allí. Los Reeves no se llevaban muy bien. Los dos
tienen alrededor de veinticinco años… Reeves era aficionado a la bebida. Me
alegraré de sustituir a Reeves, sinceramente. No me será difícil.
Michael esperaba algo más. Pero
no llegaba. Se preguntaba por qué Dickenson habría querido venir a verlo para
hablar de un jornalero que no le agradaba.
—¿Por qué está usted interesado?
—preguntó Dickenson. Luego se echó a reír de una forma que le hacía parecer más
joven y alegre—. ¿Es que Reeves le está pidiendo trabajo… con otro nombre?
—Nada de eso —Michael también
sonrió—. No tengo sitio para dar alojamiento a un trabajador. No.
—Pero ¿usted dijo que había
encontrado algo? —Tom Dickenson frunció las cejas con un cortés gesto de
interrogación.
Michael miró al suelo, luego
levantó la vista y dijo:
—Encontré dos dedos de la mano
izquierda de un hombre, con un anillo de casado en uno de ellos. Las iniciales
del anillo podrían corresponder a William Reeves. Las otras iniciales son M.T.,
que podrían ser Marjorie y un apellido. Esta es la razón por la que pensé que
debía telefonearle.
¿Había palidecido Dickenson o
eran imaginaciones de Michael? Los labios de Dickenson estaban ligeramente
entreabiertos y sus ojos perplejos.
—Dios mío, ¿dónde lo encontró?
—Nuestro gato lo trajo…, lo crea
o no. Tuve que decírselo a mi mujer porque el gato lo metió en el cuarto de
estar delante de todos nosotros —de alguna manera fue un gran alivio para
Michael el haberlo dicho—. Mi viejo amigo Eddie Phelps y su sobrina americana
están con nosotros ahora. Ellos también lo vieron.
Michael se levantó. Ahora quería
un cigarrillo. Cogió la caja de la mesa del despacho y le ofreció a Dickenson.
Dickenson dijo que había dejado
de fumar, pero que le apetecía uno.
—Fue bastante desagradable
—continuó Michael—, así que pensé que debía hacer algunas averiguaciones en el
vecindario antes de hablar con la policía. Pienso que informar a la policía es
lo correcto, ¿no cree?
Dickenson no respondió de
momento.
—Anoche tuve que cortar parte del
dedo para poder sacar el anillo, con la ayuda de Eddie —Dickenson seguía sin
decir nada, solo chupaba su cigarrillo, frunciendo el ceño—. Pensé que el
anillo podía darnos una pista, y lo hizo, aunque puede que no tenga nada que
ver con ese tal Bill Reeves. Usted no parece saber si él llevaba anillo de
casado y no sabe el apellido de soltera de Marjorie.
—Oh, esto puede averiguarse —la
voz de Dickenson sonaba diferente y más ronca.
—¿Cree que deberíamos hacerlo? ¿O
quizás usted sabe dónde viven los padres de Reeves? ¿O los padres de Marjorie?
Tal vez Reeves esté ahora con ellos.
—Apostaría a que con sus suegros
no —dijo Dickenson con una sonrisa nerviosa—. Ella está harta de él.
—Bien, ¿qué le parece? ¿Llamo a
la policía?… ¿Le gustaría ver el anillo?
—No. Le creo.
—Entonces me pondré en contacto
con la policía mañana… o esta tarde. Supongo que cuanto antes mejor.
Michael observó que Dickenson
echaba ojeadas por la habitación como si fuera a ver los dedos sobre una
estantería.
La puerta del despacho se movió y
Portland Bill entró. Michael nunca cerraba la puerta y Bill era hábil con las
puertas y las abría apoyando las patas delanteras y dándoles un empujón.
Dickenson parpadeó mirando al
gato y luego dijo a Michael con voz firme:
—Tomaría un whisky. ¿Puedo?
Michael bajó las escaleras y
volvió trayendo la botella y dos vasos en las manos. No había encontrado a
nadie en el salón. Michael sirvió el whisky. Luego cerró la puerta de su
despacho.
Dickenson tomó una buena parte de
su bebida al primer trago.
—Será mejor que le diga ya que yo
maté a Reeves.
Un estremecimiento recorrió los
hombros de Michael, aunque se dijo a sí mismo que lo había sabido todo el
tiempo…, o al menos desde que Dickenson le telefoneó.
—¿Sí? —dijo Michael.
—Reeves había estado… intentando
intimar con mi mujer. No le concederé la dignidad de llamarlo una aventura. Le
reprocho a mi mujer el haber coqueteado tontamente con Reeves. Simplemente era
un patán, por lo menos en lo que a mí concierne. Guapo y estúpido. Su mujer se
enteró y lo odiaba por ello —Dickenson chupó el final de su cigarrillo y
Michael le ofreció la caja otra vez. Dickenson cogió uno—. Reeves estaba cada
vez más seguro de sí mismo. Quise despedirlo y alejarlo, pero no podía a causa
del arrendamiento de la cabaña, y no quería airear la situación con mi esposa
llevando el asunto a los tribunales… quiero decir, utilizándolo como argumento.
—¿Cuánto tiempo duró eso?
Dickenson tuvo que pensarlo.
—Quizá cerca de un mes.
—¿Y su esposa ahora…?
Tom Dickenson suspiró y se frotó
los ojos. Estaba sentado en el sillón encorvado hacia delante.
—Lo superaremos. Apenas llevamos
casados un año.
—¿Sabe ella que usted mató a
Reeves?
Ahora Dickenson se recostó
apoyando una bota en la rodilla y tamborileando con los dedos de una mano sobre
el brazo del sillón.
—No lo sé. Puede que crea que
simplemente lo despedí. No me hizo ninguna pregunta.
Michael imaginó y también
comprendió que Dickenson preferiría que su mujer no lo supiera nunca. Michael
se dio cuenta de que tenía que tomar una decisión: entregar a Dickenson a la
policía o no. ¿O quizá preferiría Dickenson que le entregara? Estaba escuchando
la confesión de un hombre que había tenido un crimen sobre su conciencia
durante más de dos semanas, encerrado dentro de sí mismo, o eso era lo que
suponía Michael. ¿Y cómo lo había matado Dickenson?
—¿Lo sabe alguien más? —preguntó
Michael con cautela.
—Bien, puedo decirle algo sobre
eso. Creo que debo hacerlo. Sí.
La voz de Dickenson estaba ronca
otra vez y su whisky se había terminado.
Michael se levantó y volvió a
llenar el vaso de Dickenson. Este tomó un sorbo y miró fijamente a la pared
detrás de Michael.
Portland Bill estaba sentado a
poca distancia de Michael, concentrado en Dickenson como si comprendiera cada
palabra y estuviera esperando la próxima entrega.
—Le dije a Reeves que dejara de
jugar con mi esposa o que abandonara la finca con su mujer, pero él sacó a
relucir el arrendamiento… y que por qué no se lo decía a mi esposa. Arrogante,
ya sabe, tan ufano por el hecho de que la esposa del amo se hubiera dignado
fijarse en él y… —empezó de nuevo—: Los martes y viernes yo voy a Londres a
ocuparme de la compañía. Un par de veces Diane dijo que no le apetecía ir a
Londres o que tenía algún otro compromiso. Reeves siempre se las arreglaba para
encontrar algún trabajillo cerca de la casa esos días, estoy seguro. Y además
hubo una segunda víctima, como yo.
—¿Víctima? ¿Qué quiere decir?
—Peter —ahora Dickenson hacía
rodar el vaso entre sus manos, con el cigarrillo en los labios, mirando a la
pared junto a Michael y hablando como si estuviera narrando lo que veía en una
pantalla situada allí—. Estábamos podando setos y cortando estacas para la
nueva cerca. Reeves y yo. Hachas y mazos. Peter estaba clavando estacas
bastante alejado de nosotros. Peter es otro jornalero como Reeves y ha estado
conmigo más tiempo. Yo tenía el presentimiento de que Reeves podía atacarme y
decir que había sido un accidente o algo así. Era media tarde y había tomado
algunas jarras de cerveza en la comida. Tenía una hachuela. Yo no le daba la
espalda a Reeves y mi furia de alguna forma iba creciendo. Tenía una sonrisa en
su cara y blandía la hachuela como para alcanzarme en el muslo, aunque no
estaba lo bastante cerca de mí. Entonces se puso de espaldas a mí, arrogante, y
lo golpeé en la cabeza con el martillo. Lo golpeé una segunda vez cuando estaba
cayendo, pero le di en la espalda. Yo no sabía que Peter estaba tan cerca de
mí, o no pensé en ello. Peter vino corriendo con su hacha. Dijo: «¡Bien!
¡Maldito hijoputa!», o algo por el estilo, y… —Dickenson parecía no encontrar
palabras y miró al suelo y luego al gato.
—¿Y entonces?… Reeves estaba
muerto.
—Sí, todo pasó en segundos. Peter
realmente lo remató de un hachazo en la cabeza. Estábamos bastante cerca de un
bosque, de mi bosque. Peter dijo: «¡Vamos a enterrar a este cerdo! ¡Nos
desharemos de él!». Peter tenía la lengua desatada por la ira y yo estaba fuera
de mí por una razón diferente, quizá la emoción. Peter dijo que Reeves había
estado acostándose también con su esposa, o intentándolo, y que sabía lo de
Reeves y Diane. Peter y yo cavamos una fosa en el bosque; trabajamos ambos como
locos, cortando raíces de árboles y escarbando la tierra con las manos. Por
último, antes de echarlo dentro, Peter cogió la hachuela y dijo algo acerca del
anillo de matrimonio y descargó la hachuela un par de veces sobre la mano de
Reeves.
Michael no se sentía bien. Se
inclinó, principalmente para agachar la cabeza, y acarició el robusto lomo del
gato. El gato seguía concentrado en Dickenson.
—Luego… lo enterramos, ambos
empapados de sudor para entonces. Peter dijo: «Nadie me sacará ni una palabra,
señor. Este cabrón se merecía lo que ha conseguido». Apisonamos la fosa y Peter
escupió sobre ella. Peter es todo un hombre, eso tengo que decirlo en su favor.
—Todo un hombre… ¿Y usted?
—No sé —los ojos de Dickenson
estaban serios cuando volvió a hablar—. Fue uno de esos días en que Diane tenía
una reunión para tomar el té en algún club de mujeres de nuestro pueblo. Esa
misma tarde, pensé, ¡Dios mío, los dedos! Quizás estaban allí tirados en el
suelo, porque no recordaba si Peter o yo los habíamos echado en la tumba. Así
que volví. Los encontré. Pude haber cavado otro agujero, pero no encontré nada
con qué hacerlo y tampoco quería… tener nada más de Reeves en mis tierras. Así
que me metí en el coche y conduje, sin importarme en qué dirección, sin prestar
atención a dónde estaba, y cuando vi un bosque, salí y arrojé aquello lo más
lejos posible.
Michael dijo:
—Debió de ser a menos de un
kilómetro de esta casa. Portland Bill no se arriesga a ir más lejos, creo. Está
capado, el pobre Bill —el gato levantó la vista al oír su nombre—. ¿Confía
usted en Peter?
—Sí. Yo conocía a su padre y mi
padre también. Y si me preguntaran…, no estoy seguro de si podría decir quién
asestó el golpe fatal, si yo o Peter. Pero para ser correcto, yo asumiría la
responsabilidad porque yo le asesté dos golpes con el martillo. No puedo alegar
defensa propia porque Reeves no me había atacado.
«Correcto, una palabra curiosa»,
pensó Michael. Pero Dickenson era el tipo de hombre que quería ser correcto.
—¿Qué se propone usted hacer
ahora?
—¿Proponer? ¿Yo? —el suspiro de
Dickenson fue casi un jadeo—. No sé. Yo lo he admitido. De alguna manera está
en sus manos o… —hizo un gesto para indicar el piso de abajo—. Preferiría no
mezclar a Peter, mantenerlo al margen, si puedo. Usted me entiende, creo. Puedo
hablar con usted. Usted es un hombre como yo.
Michael no estaba seguro de eso,
pero había estado intentando imaginarse a sí mismo en la situación de
Dickenson, intentando verse a sí mismo veinte años más joven en las mismas
circunstancias. Reeves había sido un cerdo incluso con su propia mujer, sin escrúpulos,
y ¿debía un joven como Dickenson arruinar su vida, o la mejor parte de ella,
por un hombre así?
—¿Y qué me dice de la esposa de
Reeves?
Dickenson meneó la cabeza y
frunció el ceño.
—Me consta que ella lo detestaba.
Si él se ha ido sin dejar rastro, yo apostaría a que ella nunca hará el más
mínimo esfuerzo por encontrarlo. Se alegrará de haberlo perdido de vista. Estoy
seguro.
Se produjo un dilatado silencio.
Portland Bill bostezó, arqueó el lomo y se estiró. Dickenson observaba al gato
como si fuera a decir algo: después de todo él había descubierto los dedos.
Pero el gato no dijo nada. Dickenson rompió el silencio torpemente, pero en un
tono cortés:
—A propósito, ¿dónde están los
dedos?
—Al fondo del garaje, que está
cerrado con llave. Están en una caja de zapatos —Michael se sentía bastante
desorientado—. Verá, tengo dos invitados en casa.
Tom Dickenson se incorporó
rápidamente.
—Comprendo. Perdone.
—No hay nada que perdonar, pero
necesariamente tengo que decirles algo, porque el coronel, mi viejo amigo
Eddie, sabe que lo telefoneé a usted por lo de las iniciales del anillo y que
venía a vernos…, a verme. Puede que se lo haya comentado a los demás.
—Por supuesto. Lo comprendo.
—¿Puede quedarse aquí unos
minutos mientras hablo con ellos abajo? Sírvase el whisky que quiera.
—Gracias —sus ojos no
parpadearon.
Michael bajó. Phyllis estaba
arrodillada ante el tocadiscos poniendo un disco. Eddie Phelps estaba sentado
en una esquina del sofá leyendo el periódico.
—¿Dónde está Gladys? —preguntó
Michael.
Gladys estaba cortando rosas
marchitas. Michael la llamó. Ella llevaba botas de goma como Dickenson, pero
las suyas eran más pequeñas y de un rojo vivo. Michael fue a ver si Edna estaba
detrás de la puerta de la cocina. Gladys le dijo que había salido a comprar
algo a la tienda de comestibles. Michael contó la historia de Dickenson
intentando hacerla breve y clara. Phyllis se quedó con la boca abierta un par
de veces.
Eddie Phelps levantaba la
barbilla con aire de suficiencia y de vez en cuando decía: «Uhm, uhm».
—Realmente no me gustaría
entregarlo, ni siquiera hablar con la policía —aventuró Michael con una voz que
era apenas un susurro. Ninguno había dicho nada después del relato y Michael
había esperado algunos segundos—. No veo por qué no podemos simplemente dejarlo
correr. ¿Qué daño causaría?
—Qué daño causaría, eso —dijo
Eddie Phelps, pero para lo que le sirvió a Michael, podía haber sido un simple
eco.
—He oído historias como esa…
referentes a pueblos primitivos —dijo Phyllis seriamente, como si quisiera
decir que encontraba la acción de Dickenson bastante justificable.
Michael había incluido, por
supuesto, al jornalero Peter en su relato. ¿Había asestado el martillo de
Dickenson el golpe fatal o había sido el hacha de Peter?
—La ética primitiva no es lo que
me preocupa —dijo Michael, y al mismo tiempo se sintió confuso. En cuanto a Tom
Dickenson, lo que a Michael le preocupaba era justamente lo contrario que a los
primitivos.
—¿Y qué otra cosa es? —preguntó
Phyllis.
—Sí, sí —dijo el coronel, mirando
al techo.
—Verdaderamente, Eddie —dijo
Michael—, no estás siendo de mucha ayuda.
—Yo no diría nada. Enterraría
esos dedos en algún sitio con el anillo. O quizás el anillo en un sitio
distinto, para mayor seguridad. Sí —el coronel hablaba entre dientes, casi
murmurando, pero miraba a Michael.
—No estoy segura —dijo Gladys,
frunciendo el ceño pensativamente.
—Estoy de acuerdo con tío Eddie
—dijo Phyllis, sabiendo que Dickenson estaba arriba esperando su veredicto—.
¡El señor Dickenson fue provocado, gravemente, y el hombre que fue asesinado
parece haber sido un ser repulsivo!
—Esta no es la forma en que lo ve
la ley —dijo Michael con una sonrisa torcida—. A mucha gente la provocan
gravemente. Y una vida humana es una vida humana.
—Nosotros no somos la ley —dijo
Phyllis, como si ellos fueran algo superior a la ley en ese momento. Michael
había estado pensando lo mismo: no eran la ley, pero estaban actuando como si
lo fuesen. Se inclinaba por unirse a Phyllis y Eddie.
—De acuerdo. Preferiría no
informar de esto, dadas las circunstancias.
Pero Gladys se resistía. No
estaba segura. Michael conocía lo bastante a su esposa para pensar que eso no
iba a ser un obstáculo entre ellos, aunque estuvieran en desacuerdo… ahora. Así
que Michael dijo:
—Eres una contra tres, Gladys.
¿De verdad quieres destruir la vida de un joven por una cosa como esta?
—Es cierto, debemos votar como si
fuéramos un jurado —dijo Eddie.
Gladys comprendió el
razonamiento. Accedió. Antes de un minuto, Michael subía las escaleras hacia su
despacho, donde el primer borrador de la crítica de un libro estaba colocado en
el carro de su máquina de escribir, sin tocar desde hacía dos días. Afortunadamente
todavía podría entregarlo a tiempo sin matarse.
—No queremos informar de esto a
la policía —dijo Michael.
Dickenson, de pie, asintió con la
cabeza solemnemente, como si recibiera un veredicto. Habría asentido de la
misma forma si le hubiera dicho lo contrario, pensó Michael.
—Me desharé de los dedos —murmuró
Michael, y se inclinó para coger el tabaco de pipa.
—Con toda seguridad eso es
responsabilidad mía. Deje que los entierre en algún sitio, con el anillo.
Realmente era responsabilidad de
Dickenson y Michael se alegró de verse libre de la tarea.
—De acuerdo. Bien, ¿bajamos? ¿Le
gustaría conocer a mi esposa y a mi amigo el coronel…?
—No, gracias. Ahora no
—interrumpió Dickenson—. En otra ocasión. ¿Pero podría transmitirles… mi
agradecimiento?
Bajaron por otra escalera al
fondo del vestíbulo y fueron al garaje, cuya llave tenía Michael en su llavero.
Michael pensó por un momento que la caja de zapatos podía haber desaparecido
misteriosamente como en una historia de detectives, pero estaba exactamente
donde la había dejado, encima de los viejos bidones. Se la dio a Dickenson y
este se alejó en su polvoriento Triumph hacia el norte. Michael entró en la
casa por la puerta principal.
En ese momento los otros estaban
tomando una copa. Michael se sentó aliviado de repente y sonrió.
—Creo que el viejo Portland se
merece algo especial de aperitivo, ¿no crees? —dijo Michael, dirigiéndose a
Gladys.
Portland Bill estaba mirando sin
mucho interés el recipiente de cubitos de hielo. Solo Phyllis dijo «¡Sí!» con
entusiasmo.
Michael fue a la cocina y habló
con Edna, que estaba espolvoreando harina sobre la mesa.
—¿Quedó algo de salmón ahumado de
la comida?
—Una loncha, señor —dijo Edna,
como si no valiera la pena servírsela a nadie y ella honestamente no se la
hubiera comido, aunque podía haberlo hecho.
—¿Puedo cogerla para el viejo
Bill? Le encanta.
Cuando Michael volvió al salón
con la loncha rosa en un platito, Phyllis dijo:
—Apuesto a que el señor Dickenson
se estrella con su coche camino de casa. Esto es lo que suele pasar —susurró,
recordando de pronto sus buenos modales—. Porque se siente culpable.
Portland Bill se tragó el salmón
con un fugaz pero intenso placer.
Tom Dickenson no se estrelló.