Leonora Carrington: “Un cuento de hadas mexicano”

 

Leonora Carrington cuentos


 

UN CUENTO DE HADAS MEXICANO

LEONORA CARRINGTON

 

Había una vez un niño en un lugar llamado San Juan. Él se llamaba Juan, y era porquerizo.

Juan nunca había ido a la escuela, al igual que su familia, porque donde vivía no había escuela.

Un día, cuando Juan sacó a los cerdos a que comieran desperdicios, escuchó a alguien llorar. Los puercos se comportaron de manera extraña, porque la voz salía de unas ruinas. Los cerdos trataron de asomarse al interior de las ruinas, pero no tenían la estatura suficiente. Juan se sentó a pensar y reflexionó: “Esta voz me hace sentir tristeza dentro del estómago, como si hubiera ahí adentro una iguana saltando y tratando de escapar. Sé que esa sensación viene de la vocecita que llora en las ruinas, y tengo miedo. Los cochinos también tienen miedo. Pero quiero saber qué es, así que voy a ir al pueblo, a ver si don Pedro me presta su escalera, para subir a lo más alto de ese muro y ver quién hace ese sonido tan triste”.

Y fue a ver a don Pedro. Le dijo:

—¿Me presta por favor su escalera?

Don Pedro le contestó:

—No. ¿Para qué la quieres?

Juan pensó: “Tengo que inventar algo, porque si le digo sobre la voz tal vez vaya y la lastime”. Y dijo en voz alta:

—Es que detrás de la pirámide de la Luna, pero más lejos, hay un gran árbol lleno de grandes mangos amarillos. Son unos mangos tan gordos que parecen globos y su jugo es dulce como la miel, pero crecen tan alto que no se pueden cosechar sin una escalera.

Don Pedro se le quedó viendo, y Juan sabía que era flojo y codicioso, así que nada más se quedó ahí parado, viéndose los pies. Por fin, don Pedro dijo:

—Está bien, te presto la escalera, pero me tienes que traer una docena de los mangos más grandotes, para venderlos en el mercado. Si no regresas en la noche con esos mangos y la escalera, te voy a dar una tunda y vas a quedar hinchado como los mangos, pero azul y negro por los moretones. Llévatela, pues, y apúrate.

Don Pedro se metió a su casa a comer, pensando que era raro que hubiera mangos ahí, en medio de las montañas.

Se sentó y le gritó a su esposa:

—Tráeme carnitas y tortillas. ¡Todas las mujeres son unas tontas!

Todos en la familia de don Pedro le temían. Don Pedro le tenía no miedo sino terror a su jefe, un tal licenciado Gómez, que llevaba corbata y lentes oscuros y vivía en la ciudad y tenía un carro negro.

Mientras tanto, Juan llevaba arrastrando la larga escalera. Era un trabajo duro. Cuando llegó a las ruinas, se desmayó de cansancio.

Todo estaba en silencio, salvo por algunos gruñidos de los cerdos y el sonido seco de alguna lagartija que pasaba por ahí.

El sol comenzaba a ocultarse, cuando Juan despertó, con un grito:

—¡Ay!

Algo lo estaba mirando, algo verde, azul y rojo óxido, iridiscente como un chupamirto gigante. El ave llevaba un pequeño tazón con agua y su voz era dulce, aguda y extraña. El pájaro le dijo:

—Soy la nietecita de la Gran Diosa Madre que vive en la pirámide de Venus y te traje un poco de agua de la vida, porque arrastraste esta escalera desde muy lejos para verme, cuando me escuchaste dentro de tu estómago. Ése es el lugar correcto para escuchar, el estómago.

Pero Juan seguía asustado y no pudo articular más que un chillido:

—Ay, ay, ay. Ay mamá.

El colibrí le echó el agua en la cara. Unas gotas le cayeron en la boca y el niño se sintió mejor de inmediato y se levantó. Se quedó admirando al pájaro con alegría, con deleite, ya sin miedo.

El pájaro batía sus alas como un ventilador eléctrico, tan rápido, que Juan podía ver a través de ellas. Era un ave, una joven, una ráfaga.

Los cerdos se habían desmayado del susto. Juan dijo:

—Estos cerdos no hacen nada más que comer, dormir y tener más cerdos. Luego los matamos para hacer carnitas que nos comemos en tacos. A veces nos enfermamos al comerlos, en especial cuando ya llevan mucho tiempo muertos.

—No entiendes a los cerdos —dijo el pájaro, mientras sus alas seguían batiendo—. Los cerdos tienen un ángel.

En ese momento silbó como un tren exprés y un pequeño cactus surgió de la tierra y se deslizó hasta el tazón que el ave había dejado a sus pies.

—Piu, Piu, pequeño sirviente, córtate en pedazos y date como alimento a los cerdos, para que se inspiren con el Ángel de los cerdos.

El cactus llamado Piu se cortó a sí mismo en finas rebanadas, con un cuchillo tan afilado y veloz que nadie podría agarrarlo.

Las rebanadas de Piu saltaron a los hocicos de los puercos, que seguían inconscientes, y a continuación se desintegraron en carnitas, que se iban rostizando con su propio calor.

A Juan se le hizo agua la boca con el olor de la deliciosa carne asada. Riéndose como el agua que gorgotea por una alcantarilla, el ave sacó un telescopio y un par de tenazas, tomó unos pedazos de carne de cerdo y los colocó en su tazoncito.

 

—Los ángeles deben ser devorados —dijo, pasando del verde al azul.

Y bajando su voz, para hacerla llegar hasta las oscuras cuevas debajo de la tierra, llamó:

—Topo Negro, Topo Negro, sal y prepara la salsa, porque Juan se va a comer al Ángel. Tiene hambre, no ha comido desde el amanecer.

En el cielo apareció la luna nueva.

En la tierra se formó un promontorio del que brotó vapor y el topo negro asomó su hocico con punta de estrella, luego surgieron sus patas delanteras planas, luego el resto de su cuerpo cubierto de pelo reluciente, pese a que salía entre terrones.

—Soy ciego —dijo—, pero llevo una estrella del firmamento en mi hocico.

En ese momento, el pájaro movía sus alas tan rápidamente que se convirtió en un arcoíris, y Juan lo vio derramarse sobre la pirámide de la Luna en una curva multicolor, pero no le importó, porque el olor de la carne asada hacía de la comida su único deseo.

Topo sacó todo tipo de chiles de un costalito que llevaba. Tomó dos grandes piedras y molió chiles y semillas hasta formar una pulpa. Luego escupió en ella y la vació en el tazón, con las carnitas que seguían cocinándose.

—Soy ciego —insistió el topo—, pero te puedo guiar a través del laberinto.

De la tierra salieron hormigas rojas, cargando granos de maíz. Las hormigas llevaban un brazalete de verde jade en cada una de sus patas. Pronto se formó un gran montón de maíz, que el topo molió, para hacer tortillas con sus patas delanteras planas.

Todo estaba listo para el banquete. Ni el día de san Juan se habían visto tantas delicias juntas.

—Ya puedes comer —dijo el topo.

Juan sopeó la salsa con una tortilla y comió, y comió, hasta hartarse.

—Nunca había comido tanto, nunca —repetía.

Su estómago parecía un enorme melón. El topo seguía ahí, sin decir nada, pero enterándose de lo que pasaba con su fino olfato.

Cuando Juan hubo terminado con el último trozo de carne del quinto cerdo, el topo soltó una carcajada. El niño estaba tan atiborrado de comida que no podía ni moverse, no le quedaba más que mirar al topo y preguntarse qué era lo que le parecía tan divertido.

El topo llevaba una funda debajo de su pelo. Velozmente sacó de ella una filosa espada y, blandiéndola con destreza, cortó a Juan en pedacitos, tal como Piu se había rebanado a sí mismo para alimentar a los cerdos.

La cabeza, las manos, los pies y las tripas del chiquillo saltaban y chillaban. El topo tomó la cabeza de Juan entre sus grandes manos, con mucho cuidado, y le dijo:

—No temas, Juan, ésta es solamente la primera muerte, y pronto estarás vivo de nuevo.

A continuación clavó la cabeza en la púa de un maguey y se echó un clavado en la tierra, como si fuera agua.

Todo quedó en silencio. La fina luna nueva se alzaba muy arriba en el cielo, justo sobre las pirámides.

MARÍA

El pozo quedaba lejos. María regresó a la cabaña con una cubeta de agua. El agua chapoteaba hacia los lados del recipiente. Don Pedro, el padre de María, gritaba:

—¡Voy a agarrar a trancazos a Juan! Ese escuincle se robó mi escalera. Yo sé que por aquí no crecen mangos. Me lo voy a poner como chancla, hasta que pida perdón. A todos me los voy a surtir. ¿Por qué no está lista mi cena?

Y siguió con sus gritos.

—¿Y María? ¿No ha regresado con el agua? También le voy a dar. Le voy a retorcer el pescuezo, como a un pollo. No sirves para nada, mujer, y tus hijos tampoco. Yo soy el jefe de esta casa. Yo mando. Voy a matar a ese ratero.

María tenía miedo. Se había detenido a escuchar detrás de un gran maguey. Don Pedro estaba borracho y ella supo que estaba golpeando a su madre. Un gato flaco y amarillo pasó corriendo, aterrorizado. Hasta el gato le teme, pensó. Si regreso ahorita me va a pegar, quizá sí me mate como a un pollo.

Sin hacer ruido, María dejó la cubeta de agua y caminó hacia el norte, hasta la pirámide de la Luna.

Era de noche. A María le daba miedo la oscuridad, pero más miedo le daba su padre, don Pedro. Trató de recordar una oración a la virgen de Guadalupe, pero cada vez que comenzaba con el avemaría, se escuchaba una risa.

Unos metros más adelante, en el camino se levantó una nubecilla de polvo y de ella surgió un pequeño perro pelón, con la piel gris y con algunas manchas, como la de una gallina.

El perro se acercó a ella, se miraron uno a la otra. Había algo digno y distintivo en el animal. María entendió que era un aliado y pensó: “Este perro es un anciano”.

El perro se volvió hacia el norte y María lo siguió. A tramos caminaron y a tramos corrieron, hasta que llegaron a las ruinas y María se topó de frente con la cabeza decapitada de Juan. El corazón de María dio un vuelco. El dolor la hizo derramar una lágrima, dura como piedra, que cayó pesadamente en la tierra. María la recogió y la colocó en la boca de Juan.

—Habla —le dijo María, que ahora era vieja y sabia.

Y la cabeza de Juan habló.

—Mi cuerpo está desperdigado como un collar roto. Recoge sus partes y cóselas. Mi cabeza se siente sola sin mis manos ni mis pies. Y el resto de mi pobre cuerpo, partido en pedazos como carne para guisar, también se siente solo.

María cortó la afilada punta de la hoja de un maguey, hizo hilos de las fibras de las pencas y le dijo al maguey:

—Perdóname por cortar tus hojas, por tomar la aguja de su punta, por ensartarla con las fibras de tu cuerpo, perdóname por amor, perdóname por ser lo que soy y porque no sé qué significa esto.

Para entonces, la cabeza de Juan lloraba y se lamentaba:

—Ay, ay, ay, pobre de mí, pobre de mi cuerpo. Apúrate a coserme, María. Hazlo ya, porque si sale el sol y la tierra se separa del cielo antes de que lo hagas, nunca podré volver a estar entero. ¡Rápido, María, apúrate! ¡Ay, ay, ay!

María puso manos a la obra de inmediato; el perro le traía las piezas del cuerpo y ella las cosía cuidadosamente, con puntadas parejas. Luego de coser la cabeza al tronco, lo único que faltaba era el corazón. María había dejado una puertecita en el pecho de Juan para colocarlo.

—Perro, perrito, ¿dónde estará el corazón de Juan? —preguntó.

El corazón se encontraba en lo alto del muro, en las ruinas. Juan y María fueron por la escalera de don Pedro y Juan comenzó a subir, pero María le dijo:

—Detente, Juan, no puedes ir por tu propio corazón, debes dejar que suba yo por él. ¡Detente!

Pero Juan no le hizo caso y siguió subiendo. Justo cuando estaba a punto de alcanzar su corazón, que seguía latiendo, un buitre negro planeó hasta el muro, lo tomó entre sus garras y voló hacia la pirámide de la Luna. Juan soltó un grito lastimero y se cayó de la escalera. María había cosido tan bien los pedazos de su cuerpo que no volvieron a desprenderse con la caída, pero Juan había perdido su corazón.

—¡Mi corazón! Ahí estaba, latiendo por sí solo en el muro, rojo y resbaloso. Mi precioso corazón, ay de mí, ay de mí —se lamentaba —. Ese malvado buitre negro me ha arruinado, estoy perdido.

—Cálmate —le pidió María—. Si sigues haciendo ruido el nahual nos va a oír, con sus alas de paja y sus cuernos de cristal. Calla, Juan, silencio por favor.

El perro pelón ladró dos veces y se acercó a una cueva que se había abierto como una boca.

—La tierra está viva —dijo María—. Debemos alimentar a la tierra con nuestros cuerpos para poder encontrar tu corazón. Ven, sigamos al xoloitzcuintle.

Se asomaron a esa boca profunda de la tierra y sintieron miedo.

—Usaremos la escalera para bajar —dijo María.

Muy abajo, podían oír al perro ladrando.

Al descender por la escalera hacia la tierra oscura, las primeras luces del alba brillaron detrás de la pirámide del Sol. El perro ladró. María bajó primero, seguida por Juan. Sobre sus cabezas, la tierra cerró la abertura, como una boca que sonríe. Hasta la fecha, esa sonrisa sigue ahí, como una grieta larga en la dura arcilla.

Bajo tierra, Juan y María encontraron un largo pasaje con la forma de un hombre hueco, y caminaron en su interior tomados de la mano. Sabían que ya no podían regresar, que debían seguir caminando. Juan se daba golpes en la puerta que tenía en el pecho, lamentándose.

—Ay, mi pobre corazón perdido, mi corazón robado.

Sus lamentos salieron corriendo delante de ellos y desaparecieron. Era un mensaje. Después de un rato, se escuchó un tremendo rugido. Los niños se abrazaron temblando de miedo y descubrieron una escalinata con peldaños angostos y resbalosos, que descendía hasta donde se veía el Jaguar Rojo que vive debajo de las pirámides. El gran felino resultaba atemorizante, pero no había otro camino. Bajaron hasta él, sobrecogidos por el miedo. El jaguar olía a furia. Había comido muchos corazones tiempo atrás y ahora tenía sed de sangre.

Cuando los niños se acercaron, el animal comenzó a afilar sus garras en la roca, listo para devorar su carne tierna.

A María le dio tristeza morir en las profundidades de la tierra y lloró una lágrima más, que cayó en la palma de la mano de Juan y se volvió dura y afilada. La lanzó directo al ojo de la bestia y rebotó. El jaguar estaba hecho de piedra.

Caminaron hacia él y lo tocaron, acariciando el cuerpo duro y rojo, con ojos de obsidiana. Entre risas montaron en su lomo; el jaguar de piedra no se movió. Siguieron jugando hasta que una voz los llamó:

—María, Juan. Juan, María.

Una parvada de colibríes pasó volando hacia el lugar de donde provenía la voz.

—La diosa ancestral nos llama —dijo María, al escucharla—. Debemos volver a ella.

A gatas se metieron bajo el vientre del jaguar de piedra. Ahí se encontraron de nuevo al topo, erguido, con su pelaje negro y una espada de plata en una de sus grandes manos. En la otra sostenía una cuerda con la que amarró a los niños apretadamente, para arrastrarlos hasta donde se encontraba la Gran Ave. Pájaro, serpiente, diosa, ahí estaba ella, luciendo todos los colores del arcoíris y llena de ventanitas con caras asomadas, que cantaban los sonidos de todas las cosas vivas y muertas, como un enjambre de abejas, un millón de movimientos en un solo cuerpo inmóvil.

María y Juan se miraron el uno al otro, hasta que el topo cortó la cuerda que los amarraba. Se quedaron recostados en el suelo, mirando a la estrella vespertina, que brillaba a través de una grieta en el techo de la cueva.

El topo apilaba troncos de maderas aromáticas en un brasero. Cuando terminó, la diosa madre ave-serpiente dejó salir una lengua de fuego de su boca y la leña estalló en llamas.

—María —dijeron un millón de voces—, salta al fuego y toma a Juan de la mano, ambos deben arder y ser uno mismo en la hoguera. Eso es el amor.

Así, los dos jovencitos saltaron al fuego, fueron pasto de las llamas y ascendieron como una columna de humo por la grieta en el techo de la cueva, para unirse a la estrella de la tarde. Juan y María se convirtieron en un solo ser que volverá a este mundo bajo el nombre de Quetzalcóatl. Y que seguirá regresando, por lo que esta historia no tiene fin.

 


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