“La casa del miedo”: Un cuento de Leonora Carrington

 

Leonora Carrington Cuentos


 

LA CASA DEL MIEDO

LEONORA CARRINGTON

 

Un día, alrededor de las doce y media, mientras paseaba por cierto barrio, me encontré con un caballo que detuvo mi marcha.

—Ven conmigo —dijo, apuntando con la cabeza hacia una calle oscura y estrecha—. Hay algo que quiero enseñarte.

—No tengo tiempo —contesté, pero lo seguí de todos modos.

Llegamos hasta una puerta, a la que llamó con su pezuña izquierda. La puerta se abrió, entramos y pensé que iba a llegar tarde a comer.

Había una serie de criaturas con vestimenta eclesiástica.

—Sube —me indicaron—. Para que veas nuestro hermoso piso taraceado, está hecho con baldosas de turquesa unidas con oro.

Sorprendida por ese recibimiento, asentí y le hice una seña al caballo para que me mostrara ese tesoro. Los peldaños de la escalera eran muy altos, pero los subimos sin dificultad.

—La verdad, no es tan bonito —me dijo en voz baja—. Pero de algo hay que vivir, ¿no crees?

De repente, se mostró ante nosotros el pavimento de turquesa que cubría el piso de una gran habitación vacía. En efecto, las baldosas estaban finamente unidas con oro y el azul era deslumbrante. Lo contemplé con actitud cortés, mientras el caballo añadía, pensativo:

—La verdad es que este trabajo me aburre mucho. Lo hago sólo por dinero, pero en realidad no encajo en este ambiente. Te lo mostraré en la próxima fiesta.

Luego de reflexionar en sus palabras, me pareció obvio que no se trataba de un caballo cualquiera. A partir de esa conclusión, decidí que debía conocerlo mejor.

—Iré a tu fiesta, por supuesto. Empiezo a pensar que me caes muy bien.

—Pues tú no eres como los demás clientes —replicó—. Soy bueno para distinguir entre la gente ordinaria y los que saben comprender las cosas. Tengo el don de penetrar al instante en el alma de las personas.

Sonreí, nerviosa.

—¿Y cuándo es la fiesta?

—Esta noche. Abrígate bien.

Eso me pareció extraño, porque afuera el sol brillaba. Al bajar las escaleras en el otro extremo de la estancia, noté con sorpresa que el caballo se las arreglaba mucho mejor que yo. Los clérigos habían desaparecido y salí sin que nadie me viera.

—Pasaré por ti a las nueve en punto —dijo el caballo—. Avísale al portero.

De regreso a casa, se me ocurrió que debí haber invitado al caballo a cenar. Ya ni modo, concluí. Compré lechuga y unas papas para la cena y al llegar a casa encendí el fuego para preparar la comida. Me tomé una taza de té, pensé en lo que había sucedido ese día y, sobre todo, en el caballo, a quien ya consideraba mi amigo, pese a que llevaba tan poco tiempo de conocerlo. Tengo pocas amistades y me da gusto contar al caballo entre ellas. Después de comer me fumé un cigarro y medité sobre el lujo que sería salir esa noche, en vez de hablar conmigo misma y morir de aburrimiento con las mismas historias interminables que me cuento siempre. Soy una persona muy aburrida, a pesar de mi enorme inteligencia y apariencia distinguida, y nadie lo sabe mejor que yo. Con frecuencia me digo que, si tuviera la oportunidad, podría convertirme en el epicentro de la intelectualidad, aunque a fuerza de charlar conmigo misma tiendo a repetir las mismas cosas todo el tiempo. Pero ¿qué se puede esperar? Soy una reclusa.

En eso estaba cuando mi amigo el caballo llamó a la puerta con tal fuerza que temí que los vecinos se quejaran.

—Ya voy —exclamé.

En la oscuridad no vi qué dirección tomábamos. Yo corría junto a él, agarrándome de su crin para no caer. Pronto me di cuenta de que frente a nosotros, detrás de nosotros, por todos lados a campo abierto, nos rodeaban cada vez más caballos. Miraban fijamente al frente y llevaban una cosa verde en el hocico. Iban a todo galope y el ruido de sus cascos estremecía la tierra. El frío arreció.

—Esta fiesta se celebra cada año —me contó el caballo.

—No parece que se estén divirtiendo mucho —señalé.

—Vamos a visitar el castillo de la señora del miedo. Ella es la dueña.

El castillo se alzaba delante de nosotros, y el caballo me explicó que estaba hecho de piedras aislantes que conservaban el frío del invierno.

—Por dentro es todavía más helado —añadió, y cuando entramos al patio me di cuenta de que era cierto. Los caballos temblaban y sus dientes castañeteaban de frío. Parecía que todos los caballos del mundo habían acudido a la fiesta, cada uno con los ojos desorbitados, la mirada fija al frente y espumarajos congelados en los belfos. No me atreví a hablar, estaba aterrorizada.

Avanzando uno tras otro, en fila india, llegamos a un gran salón decorado con hongos y otros frutos nocturnos. Los caballos se sentaron sobre sus cuartos traseros, con las patas delanteras tiesas y estiradas, mirando a su alrededor sin mover las cabezas, mostrando el blanco de los ojos. Yo estaba cada vez más asustada. Frente a nosotros, recostada al estilo romano en una inmensa cama, yacía la Señora del Miedo, la dueña de la casa. Tenía cierto parecido a un caballo, pero era mucho más fea. Su bata estaba hecha de murciélagos vivos, cosidos por las alas, y por la manera en que se agitaban se notaba que no estaban muy conformes con esa situación.

—Amigos míos —dijo, sollozante—, durante trescientos sesenta y cinco días he estado pensando en la mejor manera de agasajarlos esta noche. La cena será la misma de siempre y cada uno tiene derecho a tres raciones, pero, además de la comida, inventé un nuevo juego, muy original; he dedicado mucho tiempo a perfeccionarlo. Espero, de corazón, que al jugarlo todos sientan la misma alegría que yo sentí al crearlo.

Un profundo silencio siguió a sus palabras. Luego prosiguió su discurso.

—A continuación les daré las reglas. Yo supervisaré el juego, seré el árbitro y decidiré quién gana. Todos deben contar en reversa, de ciento diez a cinco, lo más rápido posible, mientras meditan en su destino y se lamentan por los que se han ido de este mundo antes que ustedes. A la vez, deben marcar el compás de la canción Los remeros del Volga, con la pata delantera izquierda, La Marsellesa, con la pata delantera derecha, y La última rosa del verano, con los cuartos traseros. Había algunos detalles adicionales, pero los he desechado para simplificar el juego. Comencemos ahora mismo, y no olviden que, aunque yo no puedo vigilar todo el salón al mismo tiempo, Dios nuestro señor todo lo ve.

No sé si era el tremendo frío lo que provocaba tal entusiasmo, pero el caso es que los caballos comenzaron a patear el suelo con sus cascos, como si quisieran que la tierra se abriera y descender a sus profundidades. Yo me quedé paralizada, esperando que no se diera cuenta de mi presencia, aunque tenía la incómoda sensación de que me veía perfectamente con su gran ojo (solamente tenía uno, pero era seis veces más grande que los ojos normales). Así seguimos durante veinticinco minutos, hasta que…

 

 


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