Ingeborg Bachmann: “La caravana y la resurrección”

 

Ingeborch Bachmann Cuentos


 

LA CARAVANA Y LA RESURRECCIÓN

INGEBORG BACHMANN

 

Cuando, después de dar unos pasos, el anciano que había muerto miró atrás, no comprendió por qué también a su espalda se extendía un desierto inmenso igual al que tenía delante. No habría podido decir si aquello sobre lo que tan ágilmente se movía era arena o asfalto liso, porque la luz que inundaba el paisaje vacío no era la luz que él había conocido antes. No producía colores, ni sombras, ni reflejos, era incognoscible, no podían medirse sus ondas ni determinarse su velocidad; por lo tanto, no era luz, aunque así la llamaba interiormente el anciano.

El paisaje al que había llegado era simple. No sabía en qué punto había penetrado en él, en parte alguna se veía principio ni fin y, no obstante, él sabía que hacía poco tiempo que caminaba por ese desierto. El hombre recordaba todavía los fuertes dolores que lo atormentaban durante sus últimos días de vida, y descubrió con extrañeza que no se alegraba de encontrarse libre de ellos y poder caminar sin esfuerzo.

Cuando, al cabo de un rato, se volvió de nuevo para mirar atrás, vio que ya no estaba solo. Detrás de él, a una distancia que no podía calcular, venía un niño que alzaba la cabeza con alegría, y, unos pasos por detrás del niño, vio a una muchacha con una cascada de pelo que su figura, consumida por la tuberculosis, parecía incapaz de sostener.

El anciano tuvo la impresión de que el niño y la muchacha lo habían visto y también se veían el uno al otro, pero no sabía cómo podían comunicarse entre sí. Quizá lo mejor fuera parar y esperar a que lo alcanzaran.

Pero, por más que lo intentaba, no conseguía detenerse. Esto es la muerte, se dijo, no poder parar.

A intervalos, el anciano se volvía para mirar a sus compañeros de viaje, que ya eran dos más. A la muchacha frágil la seguía ahora un joven que andaba con muletas. Detrás del inválido venía una anciana encorvada que, por el momento, cerraba la caravana.

A medida que la marcha se prolongaba y la indiferencia y la monotonía se dejaban sentir en la pequeña comitiva, más triste y estéril se hacía para cada uno aquel viaje sin destino ni camino, aunque a ninguno podía alcanzar ya la verdadera tristeza. No es que su razón y sus emociones se hubieran extinguido del todo, pero, al carecer de la esencia de la vida, estaban encerradas en sí mismas, moviéndose en círculos, sin dirección, en una soledad en que los pensamientos se encadenaban cansinamente.

De vez en cuando, el anciano pensaba: Era primavera cuando morí, y el viento batía en la ventana. Mi hijo tocaba su violín, que era un instrumento muy pequeño como para que yo pudiera oírlo bien. Mi hija dijo: «¡Padre!», y después, varias veces más: «¡Padre!». Lucía el sol por tercera vez en ese año.

A veces, la muchacha pensaba: Era primavera cuando morí, y el viento batía en la ventana. El médico miope me sostenía la mano oprimiéndola con suavidad y decía una y otra vez: «¡Qué precioso pelo!».

El joven, de cuando en cuando, balanceaba la pierna más aprisa y se palpaba el bolsillo, como para buscar un cigarrillo: Era primavera y yo pensaba: Dios ha muerto. Te tapa la boca con su mano implacable para que no puedas gritar, y hace que el viento te golpee el pecho, los ojos y la frente, y el cigarrillo se apaga antes de que tu grito salga de la garganta.

En ocasiones la anciana sentía el deseo de murmurar: Ah, si alguien hubiera encendido la estufa, me hubiera quitado las medias de lana y me hubiera acostado. El viento golpeaba la ventana con los puños gritando: «¡No te duermas, enciende la estufa, ponte el gorro de lana e inventa un cuento para tu nieto!». Ah, si el niño hubiera venido y me hubiera pedido que le contara el cuento del blanco cordero de Pascua que se convirtió en nube. Ah, si el viento hubiera entrado por la ventana y encendido el fuego…

Tan sólo el niño no sabía nada de violines que suenan muy bajo, ni de hijas que dicen «Padre», ni de preciosas cabelleras, ni de Dios, que ha muerto y, sin embargo, puede arrancarte las piernas; ni siquiera sabía de abuelas que esperan a sus nietos y no pueden encender la estufa.

¿Qué es la primavera?, le habría gustado preguntar. ¡Esto no es la primavera de la que habláis vosotros! Tendríais que enseñármela, esa preciosa primavera de oro y azul, que llega con un séquito de flores de cerezo y un tintineo de llaves del cielo, con carros de nubes en los que viajan los ángeles, que el sol reviste con una coraza de fuego en la que se rompen las flechas del invierno. ¡Ah, qué sabéis vosotros de la primavera!

Él no podía creer, como los otros, que la primavera fueran esas ráfagas de viento que sacudían las ventanas del orfanato en el que había estado toda su vida, echado en el mismo sitio, sin moverse. Su nostalgia latente esperaba sonidos maravillosos aún desconocidos, palabras que aún no había pronunciado y a una persona que aún no había resucitado o que había muerto hacía tiempo.

Esta tierra vasta y despoblada en la que ahora se encontraba no estaba más vacía que aquella en la que él había vivido, y le parecía que nada había cambiado todavía, pero que muchas cosas deberían cambiar.

Cada uno de sus pasos estaba animado de una alegría que él gustosamente habría compartido con los otros. Pero esta alegría no tenía nombre, y tampoco habría sabido expresarla aunque hubiera existido la posibilidad.

Pero, de pronto, en aquella monotonía y aquel vacío indescriptibles, hubo una fuerte sacudida, el niño se tambaleó y estuvo a punto de caer, pero siguió caminando, sin que apenas pudiera apreciarse en él alteración alguna. Con el segundo temblor, consiguió mover las manos y abrir la boca, de la que salió un sonido de asombro infinito, sin que ni al anciano ni a los que se encontraban detrás de él les ocurriera nada parecido. Y cuando percibió aquella violenta vibración por tercera vez, comprendió que unas campanas estaban llamando, con portentosa potencia, a la caravana extraviada en aquella soledad, para anunciar que había llegado la hora en que los caminantes podían decidir si deseaban terminar su viaje sin destino e ir en busca del hogar en el que no habían estado nunca o, quizá, habían estado desde siempre.

Con una soltura de movimientos que nunca había conocido, el niño abandonó la fila, algo que hasta entonces nadie había conseguido hacer, y corrió hacia el anciano, que veía con asombro que el niño había adquirido una fuerza que ni él ni los otros poseían, pero no lograba entender las palabras que salían de sus labios temblorosos.

—¡Anciano —decía el niño, que, sin saber hablar todavía, de pronto dominaba todas las lenguas—, ya suena la cuarta, la quinta campanada! ¿No oyes las campanas, que gritan «Padre»?

Cuando el niño comprendió que el anciano no oía las campanas, retrocedió corriendo y se precipitó sobre la muchacha con su vehemente súplica:

—¡Escucha! Seis… siete… suenan las campanas…

Pero la muchacha apenas alzó la cabeza y siguió andando, impasible. Tampoco el cojo oye las campanas, piensa el niño, y sigue contando campanadas. Ocho… nueve… Quizá la viejecita vea en mí a su nieto.

—¡Abuela, el viento bate en los cristales y encenderá el fuego en cuanto te pongas el gorro de lana y escuches las campanas! Diez… ¡Abuela! —¡anciana desconocida! Once…

El niño solloza, se siente arder, y ansia tener una voz más fuerte que la campana grande que, grave y potente, suena por duodécima vez en la región infinita y vacía.

Pero, aunque ninguno oye al niño, ahora todos lo ven envuelto en llamas, lo ven el viejo, el cojo, la tísica y la abuela, y siguen andando. Suena la última campanada, con un tañido más fuerte que todo lo que jamás hayan oído, y entonces se detienen. La región infinita y vacía ya no está, ni está el camino, ni están los caminantes.

Sólo en el lugar en el que el niño empezó a arder hay una llama pequeña, en medio de la oscuridad inmensa que ha absorbido la luz crepuscular.


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