EL HOMBRE EN LA
NOCHE
INÉS ARREDONDO
De pie, a mitad de la ciudad, a
mitad de la calle, el hombre se siente a sí mismo. Llueve y una cortina de
lágrimas lo envuelve: algo llora sobre su existencia, sobre su pensamiento,
sobre su corazón. No es posible escuchar sino los pasos en sordina de la
lluvia. La gran ciudad, avergonzada, calla, las luces de los coches lamen sus
ojos al pasar cansadas y artificiales y él cree que lo miran cientos de
cortesanas. Los edificios se levantan tiesos y grises, como los amigos; los
árboles no son sino fantasmas que han venido de los bosques a aumentar la
desolación; el suelo mojado, tendido a sus pies, remeda grotescamente al cielo
y a las luces. Y el amor se ha quedado atrás, en la carcajada estridente de una
muchacha.
De pie, el hombre siente a la
noche sobre su frente de piedra. Entre sus dientes de luna repta el frío del
espanto y se va quedando mudo, único en su soledad, en medio del silencio
cósmico…
Se repite que es panteísta sólo
para recordar a Dios, pero de su alma seca se escapa la esencia de las cosas,
los signos del amor se enturbian ante sus pupilas dilatadas, y entonces Dios es
frío como la lluvia, venal como las luces e insondable como la noche… Solamente
sabe que Dios no es padre y que la eternidad se tiende ante el hombre como una
espantosa lengua oscura.
De pie, el hombre intenta pensar
en su madre. La llama desesperadamente en un grito que se quiebra en el final
de la calle, y entonces puede entreverla, crucificada por sus palabras en el
cielo tembloroso que han dibujado sus labios. Sí, es ella, ante el Cristo
agonizante, ella con sus ojos doloridos y sus llagadas manos nazarenas. ¡Es
ella: la madre!
Pero tiene que cerrar los ojos
para no mirarla más: ¡cómo ofenderla contemplándola a la luz desvergonzada de
un farol? Le hace falta la luna para que ilumine las suaves facciones de su
afecto… Pero Artemisa, egoísta como todas las vírgenes, se ha marchado y la
lluvia se ríe de él y de su esfuerzo por encontrarla. Y… ¿por qué la madre en
cruz necesita, cada vez más, de la diosa pagana?…
Pero ya la madre no importa, la
lluvia no importa, ya las luces no importan: ante el hombre está desnuda la
noche.
El lucero cabalgaba sobre la
espalda de la tarde, pero la tarde, asustada, saltó la cerca del horizonte y el
lucero se apagó de frío entre las fauces de la oscuridad… ¿En dónde están las
cenizas del lucero?… Cierto que sobre su muerte lloró el cielo, mas a las nubes
las ahogó lo negro y la lluvia no es ahora sino una treta del misterio.
El hombre ya no tiene sangre, por
sus venas circula el aliento de la noche y la noche es la boca de la muerte: el
hombre se ha quedado solo ante la muerte… Allá, al final de la calle, está su
vientre insondable. Ella lo liberará de sí mismo y de las obsesionantes luces,
ella es quizá todo lo que tiene… quizá allí estén la verdad y el amor. Ella lo
llama. Lo hipnotiza con el suave redoble del agua. El hombre está solo ante la
muerte. Va a empezar a caminar, pero entonces siente en las ideas confusas de su
mente, en las razones vagas de su sangre, que no puede morir, y se queda,
sigue, a mitad de la calle, a mitad de la noche, a mitad de la soledad, de pie.