EL CONDUCTOR DEL
RÁPIDO
HORACIO QUIROGA
«Desde 1905 hasta 1925 han
ingresado en el Hospicio de las Mercedes 108 maquinistas atacados de alienación
mental».
«Cierta mañana llegó al manicomio
un hombre escuálido, de rostro macilento, que se tenía malamente en pie. Estaba
cubierto de andrajos y articulaba tan mal sus palabras que era necesario
descubrir lo que decía. Y, sin embargo, según afirmaba con cierto alarde su
mujer al internarlo, ese maquinista había guiado su máquina hasta pocas horas
antes».
«En un momento dado de aquel
lapso, un señalero y un cambista alienados trabajaban en la misma línea y al
mismo tiempo que dos conductores, también alienados».
«Es hora, pues, dados los
copiosos hechos apuntados, de meditar ante las actitudes fácilmente imaginables
en que podría incurrir un maquinista alienado que conduce un tren».
Tal es lo que leo en una revista
de criminología, psiquiatría y medicina legal, que tengo bajo mis ojos mientras
me desayuno.
Perfecto. Yo soy uno de esos
maquinistas. Más aun: soy conductor del rápido del Continental. Leo, pues, el
anterior estudio con una atención también fácilmente imaginable.
Hombres, mujeres, niños, niñitos,
presidentes y estabiloques: desconfiad de los psiquiatras como de toda policía.
Ellos ejercen el contralor mental de la humanidad, y ganan con ello: ¡ojo! Yo
no conozco las estadísticas de alienación en el personal de los hospicios; pero
no cambio los posibles trastornos que mi locomotora con un loco a horcajadas
pudiera discurrir por los caminos, con los de cualquier deprimido psiquiatra al
frente de un manicomio.
Cumple advertir, sin embargo, que
el especialista cuyos son los párrafos apuntados comprueba que 108 maquinistas
y 186 fogoneros alienados en el lapso de veinte años, establecen una proporción
en verdad poco alarmante: algo más de cinco conductores locos por año. Y digo
ex profeso conductores refiriéndome a los dos oficios, pues nadie ignora que un
fogonero posee capacidad técnica suficiente como para manejar su máquina, en
caso de cualquier accidente fortuito.
Visto esto, no deseo sino que
este tanto por ciento de locos al frente del destino de una parte de la
humanidad, sea tan débil en nuestra profesión como en la de ellos.
Con lo cual concluyo en calma mi
café, que tiene hoy un gusto extrañamente salado.
Esto lo medité hace quince días.
Hoy he perdido ya la calma de entonces. Siento cosas perfectamente definibles
si supiera a ciencia cierta qué es lo que quiero definir. A veces, mientras
hablo con alguno mirándolo a los ojos, tengo la impresión de que los gestos de
mi interlocutor y los míos se han detenido en extática dureza, aunque la acción
prosigue; y que entre palabra y palabra media una eternidad de tiempo, aunque
no cesamos de hablar aprisa.
Vuelvo en mí, pero no ágilmente,
como se vuelve de una momentánea obnubilación, sino con hondas y mareantes
oleadas de corazón que se recobra. Nada recuerdo de ese estado; y conservo de
él, sin embargo, la impresión y el cansancio que dejan las grandes emociones
sufridas.
Otras veces pierdo bruscamente el
contralor de mi yo, y desde un rincón de la máquina, transformado en un ser tan
pequeño, concentrado de líneas y luciente como un bulón octogonal, me veo a mí
mismo maniobrando con angustiosa lentitud.
¿Qué es esto? No lo sé. Llevo 18
años en la línea. Mi vista continúa siendo normal. Desgraciadamente, uno sabe
siempre de patología más de lo razonable, y acudo al consultorio de la empresa.
—Yo nada siento en órgano alguno
—he dicho—, pero no quiero concluir epiléptico. A nadie conviene ver inmóviles
las cosas que se mueven.
—¿Y eso? —me ha dicho el médico
mirándome—. ¿Quién le ha definido esas cosas?
—Las he leído alguna vez
—respondo—. Haga el favor de examinarme, le ruego.
El doctor me examina el estómago,
el hígado, la circulación —y la vista, por descontado.
—Nada veo —me ha dicho—, fuera de
la ligera depresión que acusa usted viniendo aquí… Piense poco, fuera de lo
indispensable para sus maniobras, y no lea nada. A los conductores de rápidos
no les conviene ver cosas dobles, y menos tratar de explicárselas.
—¿Pero no sería prudente
—insisto— solicitar un examen completo a la empresa? Yo tengo una
responsabilidad demasiado grande sobre mis espaldas para que me baste…
—… el breve examen a que lo he
sometido, concluya usted. Tiene razón, amigo maquinista. Es no sólo prudente,
sino indispensable hacerlo así. Vaya tranquilo a su examen; los conductores que
un día confunden las palancas no suelen discurrir como usted lo hace.
Me he encogido de hombros a sus
espaldas, y he salido más deprimido aún.
¿Para qué ver a los médicos de la
empresa si por todo tratamiento racional me impondrán un régimen de ignorancia?
Cuando un hombre posee una
cultura superior a su empleo, mucho antes que a sus jefes se ha hecho
sospechoso a sí mismo. Pero si estas suspensiones de vida prosiguen, y se
acentúa este ver doble y triple a través de una lejanísima transparencia,
entonces sabré perfectamente lo que conviene en tal estado a un conductor de
tren.
Soy feliz. Me he levantado al
rayar el día, sin sueño ya y con tal conciencia de mi bienestar que mi casita,
las calles, la ciudad entera me han parecido pequeñas para asistir a mi
plenitud de vida. He ido afuera, cantando por dentro, con los puños cerrados de
acción y una ligera sonrisa externa, como procede en todo hombre que se siente
estimable ante la vasta creación que despierta.
Es curiosísimo cómo un hombre
puede de pronto darse vuelta y comprobar que arriba, abajo, al este, al oeste,
no hay más que claridad potente, cuyos iones infinitesimales están constituidos
de satisfacción: simple y noble satisfacción que colma el pecho y hace levantar
beatamente la cabeza.
Antes, no sé en qué remoto tiempo
y distancia, yo estuve deprimido, tan pesado de ansia que no alcanzaba a
levantarme un milímetro del chato suelo. Hay gases que se arrastran así por la
baja tierra sin lograr alzarse de ella, y rastrean asfixiado porque no pueden
respirar ellos mismos.
Yo era uno de esos gases. Ahora
puedo erguirme solo, sin ayuda de nadie, hasta las más altas nubes. Y si yo
fuera hombre de extender las manos y bendecir, todas las cosas y el despertar
de la vida proseguirían su rutina iluminada, pero impregnadas de mí: ¡Tan
fuerte es la expansión de la mente en un hombre de verdad!
Desde esta altura y esta
perfección radial me acuerdo de mis miserias y colapsos que me mantenían a ras
de tierra, como un gas. ¿Cómo pudo esta firme carne mía y esta insolente
plenitud de contemplar, albergar tales incertidumbres, sordideces, manías y asfixias
por falta de aire?
Miro alrededor, y estoy solo,
seguro, musical y riente de mi armónico existir. La vida, pesadísima tractora y
furgón al mismo tiempo, ofrece estos fenómenos: una locomotora se yergue de
pronto sobre sus ruedas traseras y se halla a la luz del sol.
¡De todos lados! ¡Bien erguida y
al sol!
¡Cuán poco se necesita a veces
para decidir de un destino: a la altura henchida, tranquila y eficiente, o a
ras del suelo como un gas!
Yo fui ese gas. Ahora soy lo que
soy, y vuelvo a casa despacio y maravillado.
He tomado el café con mi hija en
las rodillas, y en una actitud que ha sorprendido a mi mujer.
—Hace tiempo que no te veía así
—me dice con su voz seria y triste.
—Es la vida que renace —le he
respondido—. ¡Soy otro, hermana!
—Ojalá estés siempre como ahora
—murmura.
—Cuando Fermín compró su casa, en
la empresa nada le dijeron. Había una llave de más.
—¿Qué dices? —pregunta mi mujer
levantando la cabeza. Yo la miro, más sorprendido de su pregunta que ella
misma, y respondo:
—Lo que te dije: ¡qué seré
siempre así!
Con lo cual me levanto y salgo de
nuevo —huevo.
Por lo común, después de almorzar
paso por la oficina a recibir órdenes y no vuelvo a la estación hasta la hora
de tomar servicio. No hay hoy novedad alguna, fuera de las grandes lluvias. A
veces, para emprender ese camino, he salido de casa con inexplicable
somnolencia; y otras he llegado a la máquina con extraño anhelo.
Hoy lo hago todo sin prisa, con
el reloj ante el cerebro y las cosas que debía ver, radiando en su exacto
lugar.
En esta dichosa conjunción del
tiempo y los destinos, arrancamos. Desde media hora atrás vamos corriendo el
tren 248. Mi máquina, la 129. En el bronce de su cifra se reflejan al paso los
pilares del andén. Perendén.
Yo tengo 18 años de servicio, sin
una falta, sin una pena, sin una culpa. Por esto el jefe me ha dicho al salir:
—Van ya dos accidentes en este
mes, y es bastante. Cuide del empalme 3, y pasado él ponga atención en la
trocha 296-315. Puede ganar más allá el tiempo perdido. Sé que podemos confiar
en su calma, y por eso se lo advierto. Buena suerte, y enseguida de llegar
informe del movimiento.
¡Calma! ¡Calma! ¡No es preciso
¡oh, jefes! que recomendéis calma a mi alma! ¡Yo puedo correr el tren con los
ojos vendados, y el balasto está hecho de rayas y no de puntos, cuando pongo mi
calma en la punta del miriñaque a rayar el balasto! Lascazes no tenía cambio
para pagar los cigarrillos que compró en el puente…
Desde hace un rato presto
atención al fogonero que palea con lentitud abrumadora. Cada movimiento suyo
parece aislado, como si estuviera constituido de un material muy duro. ¿Qué
compañero me confió la empresa para salvar el empal…?
—¡Amigo! —le grito—. ¿Y ese
valor? ¿No le recomendó calma el jefe? El tren va corriendo como una cucaracha.
—¿Cucaracha? —responde él—. Vamos
bien a presión… y con dos libras más. Este carbón no es como el del mes pasado.
—¡Es que tenemos que correr,
amigo! ¿Y su calma? ¡La mía, yo sé dónde está!
—¿Qué? —murmura el hombre.
—El empalme. Parece que allí hay
que palear de firme. Y después, del 296 al 315.
—¿Con estas lluvias encima?
—objeta el timorato.
—El jefe… ¡Calma! En 18 años de
servicio no había yo comprendido el significado completo de esta palabra.
¡Vamos a correr a 110, amigo!
—Por mí… —concluye mi hombre,
ojeándome un buen momento de costado.
¡Lo comprendo! ¡Ah, plenitud de
sentir en el corazón, como un universo hecho exclusivamente de luz y fidelidad,
esta calma que me exalta! ¡Qué es sino un mísero, diminuto y maniatado ser por
los reglamentos y el terror, un maquinista de tren del cual se pretendiera
exigir calma al abordar un cierto empalme! No es el mecánico azul, con gorra,
pañuelo y sueldo, quien puede gritar a sus jefes: «¡La calma soy yo!» ¡Se
necesita ver cada cosa en el cenit, aisladísimo en su existir! ¡Comprenderla
con pasmada alegría! ¡Se necesita poseer un alma donde cada cual posee un
sentido, y ser el factor inmediato de todo lo sediento que para ser aguarda
nuestro contacto! ¡Ser yo!
Maquinista. Echa una ojeada
afuera. La noche es muy negra. El tren va corriendo con su escalera de reflejos
a la rastra, y los remaches del ténder están hoy hinchados. Delante, el
pasamano de la caldera parte inmóvil desde el ventanillo y ondula cada vez más,
hasta barrer en el tope la vía de uno a otro lado.
Vuelvo la cabeza adentro: en este
instante mismo el resplandor del hogar abierto centellea todo alrededor del
sweater del fogonero, que está inmóvil. Se ha quedado inmóvil con la pala hacia
atrás, y el sweater erizado de pelusa al rojo blanco.
—¡Miserable! ¡Ha abandonado su
servicio! —rujo lanzándome del arenero.
Calma espectacular. ¡En el campo,
por fin, fuera de la rutina ferroviaria!
Ayer, mi hija moribunda. ¡Pobre
hija mía! Hoy, en franca convalecencia. Estamos detenidos junto al alambrado
viendo avanzar la mañana dulce. A ambos lados del cochecito de nuestra hija,
que hemos arrastrado hasta allí, mi mujer y yo miramos en lontananza, felices.
—Papá, un tren —dice mi hija
extendiendo sus flacos dedos que tantas noches besamos a dúo con su madre.
—Sí, pequeña —afirmo—. Es el
rápido de las 7.45.
—¡Qué ligero va, papá! —observa
ella.
—¡Oh!, aquí no hay peligro
alguno; puede correr. Pero al llegar al em…
Como en una explosión sin ruido,
la atmósfera que rodea mi cabeza huye en velocísimas ondas, arrastrando en su
succión parte de mi cerebro —y me veo otra vez sobre el arenero, conduciendo mi
tren.
Sé que algo he hecho, algo cuyo
contacto multiplicado en torno de mí me asedia, y no puedo recordarlo. Poco a
poco mi actitud se recoge, mi espalda se enarca, mis uñas se clavan en la
palanca… ¡y lanzo un largo, estertoroso maullido!
Súbitamente entonces, en un
¡trae! y un lívido relámpago cuyas conmociones venía sintiendo desde semanas
atrás, comprendo que me estoy volviendo loco.
¡Loco! ¡Es preciso sentir el
golpe de esta impresión en plena vida, y el clamor de suprema separación, mil
veces peor que la muerte, para comprender el alarido totalmente animal con que
el cerebro aúlla el escape de sus resortes!
¡Loco, en este instante, y para
siempre! ¡Yo he gritado como un gato! ¡He maullado! ¡Yo he gritado como un
gato!
—¡Mi calma, amigo! ¡Esto es lo
que yo necesito!… ¡Listo, jefes!
Me lanzo otra vez al suelo.
—¡Fogonero maniatado! —le grito a
través de su mordaza—. ¡Amigo! ¿Usted nunca vio un hombre que se vuelve loco?
Aquí está: ¡Prrrrr!…
«Porque usted es un hombre de
calma, le confiamos el tren. ¡Ojo a la trocha 4004! Gato». Así dijo el jefe.
—¡Fogonero! ¡Vamos a palear de
firme, y nos comeremos la trocha 29000000003!
Suelto la mano de la llave y me
veo otra vez, oscuro e insignificante, conduciendo mi tren. Las tremendas
sacudidas de la locomotora me punzan el cerebro: estamos pasando el empalme 3.
Surgen entonces ante mis pestañas
mismas las palabras del psiquiatra:
«… las actitudes fácilmente
imaginables en que podría incurrir un maquinista alienado que conduce su tren»…
¡Oh! Nada es estar alienado. ¡Lo
horrible es sentirse incapaz de contener, no un tren, sino una miserable razón
humana que huye con sus válvulas sobrecargadas a todo vapor! ¡Lo horrible es
tener conciencia de que este último quilate de razón se desvanecerá a su vez,
sin que la tremenda responsabilidad que se esfuerza sobre ella alcance a
contenerlo! ¡Pido sólo una hora! ¡Diez minutos nada más! Porque de aquí a un
instante… ¡Oh, si aún tuviera tiempo de desatar al fogonero y de enterarlo!…
—¡Ligero! ¡Ayúdeme usted mismo!…
Y al punto de agacharme veo
levantarse la tapa de los areneros y a una bandada de ratas volcarse en el
hogar.
¡Malditas bestias… me van a
apagar los fuegos! Cargo el hogar de carbón, sujeto al timorato sobre un
arenero y yo me siento sobre el otro.
—¡Amigo! —le grito con una mano
en la palanca y la otra en el ojo—: cuando se desea retrasar un tren, se busca
otros cómplices, ¿eh? ¿Qué va a decir el jefe cuando lo informe de su colección
de ratas? Dirá: ojo a la trocha mm… —¡millón! ¿Y quién la pasa a 113
kilómetros? Un servidor. Pelo de castor. ¡Éste soy yo! Yo no tengo más que
certeza delante de mí, y la empresa se desvive por gentes como yo. ¿Qué es
usted?, dicen. ¡Actitud discreta y preponderancia esencial!, respondo yo.
¡Amigo! ¡Oiga el temblequeo del tren!… Pasamos la trocha…
¡Calma, jefes! No va a saltar, yo
lo digo… ¡Salta, amigo, ahora lo veo! Salta…
¡No saltó! ¡Buen susto se llevó
usted, míster! ¿Y por qué?, pregunte. ¿Quién merece sólo la confianza de sus
jefes?, pregunte. ¡Pregunte, estabiloque del infierno, o le hundo el hurgón en
la panza!
—Lo que es este tren —dice el
jefe de la estación mirando el reloj— no va a llegar atrasado. Lleva doce
minutos de adelanto.
Por la línea se ve avanzar al
rápido como un monstruo tumbándose de un lado a otro, avanzar, llegar, pasar
rugiendo y huir a 110 por hora.
—Hay quien conoce —digo yo al
jefe pavoneándome con las manos sobre el pecho—, hay quien conoce el destino de
ese tren.
—¿Destino? —se vuelve el jefe al
maquinista—. Buenos Aires, supongo…
El maquinista yo sonríe negando
suavemente, guiña un ojo al jefe de estación y levanta los dedos movedizos
hacia las partes más altas de la atmósfera.
Y tiro a la vía el hurgón, bañado
en sudor: el fogonero se ha salvado.
Pero el tren, no. Sé que esta
última tregua será más breve aun que las otras. Si hace un instante no tuve
tiempo —¡no material: mental!— para desatar a mi asistente y confiarle el tren,
no lo tendré tampoco para detenerlo… Pongo la mano sobre la llave para
cerrarla-arla ¡cluf cluf!, amigo. ¡Otra rata!
Último resplandor… ¡Y qué
horrible martirio! ¡Dios de la Razón y de mi pobre hija! ¡Concédeme tan sólo
tiempo para poner la mano sobre la palanca-blanca-piribanca, miau!
El jefe de la estación
anteterminal tuvo apenas tiempo de oír al conductor del rápido 248, que echado
casi fuera de la portezuela le gritaba con acento que nunca aquél ha de
olvidar:
—¡Deme desvío!…
Pero lo que descendió luego del
tren, cuyos frenos al rojo habíanlo detenido junto a los paragolpes del desvío;
lo que fue arrancado a la fuerza de la locomotora, entre horribles maullidos y
debatiéndose como una bestia, eso no fue por el resto de sus días sino un
pingajo de manicomio. Los alienistas opinan que en la salvación del tren —y 125
vidas— no debe verse otra cosa que un caso de automatismo profesional, no muy
raro, y que los enfermos de este género suelen recuperar el juicio.
Nosotros consideramos que el
sentimiento del deber, profundamente arraigado en una naturaleza de hombre, es
capaz de contener por tres horas el mar de demencia que lo está ahogando. Pero
de tal heroísmo mental, la razón no se recobra.