LOS FUNERALES DE
LA MAMÁ GRANDE
GABRIEL GARCÍA
MÁRQUEZ
Esta es, incrédulos del mundo
entero, la verídica historia de la Mamá Grande, soberana absoluta del reino de
Macondo, que vivió en función de dominio durante 92 años y murió en olor de
santidad un martes del setiembre pasado, y a cuyos funerales vino el Sumo
Pontífice.
Ahora que la nación sacudida en
sus entra ñas ha recobrado el equilibrio; ahora que los gaiteros de San
Jacinto, los contrabandistas de la Guajira, los arroceros del Sinú, las
prostitutas de Guacamayal, los hechiceros de la Sierpe y los bananeros de Aracataca
han colgado sus toldos para restablecerse de la extenuante vigilia, y que han
recuperado la serenidad y vuelto a tomar posesión de sus estados el presidente
de la república y sus ministros y todos aquellos que representaron al poder
público y a las potencias sobrenaturales en la más espléndida ocasión funeraria
que registren los anales históricos; ahora que el Sumo Pontífice ha subido a
los Cielos en cuerpo y alma, y que es imposible transitar en Macondo a causa de
las botellas vacías, las colillas de cigarrillos, los huesos roídos, las latas
y trapos y excrementos que dejó la muchedumbre que vino al entierro, ahora es
la hora de recostar un taburete a la puerta de la calle y empezar a contar
desde el principio los pormenores de esta conmoción nacional, antes de que
tengan tiempo de llegar los historiadores.
Hace catorce semanas, después de
interminables noches de cataplasmas, sinapismos y ventosas, demolida por la
delirante agonía, la Mamá Grande ordenó que la sentaran en su viejo mecedor de
bejuco para expresar su última voluntad. Era el único requisito que le hacía
falta para morir. Aquella mañana, por intermedio del padre Antonio Isabel,
había arreglado los negocios de su alma, y sólo le faltaba arreglar los de sus
arcas con los nueve sobrinos, sus herederos universales, que velaban en torno
al lecho. El párroco, hablando solo y a punto de cumplir cien año, permanecía
en el cuarto. Se habían necesitado diez hombres para subirlo hasta la alcoba de
la Mamá Grande, y se había decidido que allí permaneciera para no tener que
bajarlo y volverlo a subir en el minuto final.
Nicanor, el sobrino mayor,
titánico y montaraz, vestido de caqui, botas con espuelas y un revólver calibre
38, cañón largo, ajustado bajo la camisa, fue en busca del notario. La enorme
mansión de dos plantas, olorosa a melaza y a orégano, con sus oscuros aposentos
atiborrados de arcones y cachivaches de cuatro generaciones convertidas en
polvo, se había paralizado desde la semana anterior a la expectativa de aquel
momento. En el profundo corredor central, con garfios en las paredes donde en
otro tiempo se colgaron cerdos desollados y se desangraban venados en los
soñolientos domingos de agosto, los peones dormían amontonados sobre sacos de
sal y útiles de labranza, esperando la orden de, ensillar las bestias para
divulgar la mala noticia en el ámbito de la hacienda desmedida. El resto de la
familia estaba en la sala. Las mujeres lívidas, desangradas por la herencia y
la vigilia, guardaban un luto cerrado que era una suma de incontables lutos
superpuestos. La rigidez matriarcal de la Mamá Grande había cercado su fortuna
y su apellido con una alambrada sacramental, dentro de la cual los tíos se
casaban con las hijas de las sobrinas, y los primos con las tías, y los
hermanos con las cuñadas, hasta formar una intrincada maraña de consanguinidad
que convirtió la procreación en un círculo vicioso. Sólo Magdalena, la menor de
las sobrinas, logró escapar al cerco; aterrorizada por las alucinaciones se
hizo exorcizar por el padre Antonio Isabel, se rapó la cabeza y renunció a las
glorías y vanidades del mundo en el noviciado de la Prefectura Apostólica. Al
margen de la familia oficial, y en ejercicio del derecho de pernada, los
varones habían fecundado hatos, veredas y caseríos con toda una descendencia
bastarda, que circulaba entre la servidumbre sin apellidos a título de
ahijados, dependientes, favoritos y protegidos de la Mamá Grande.
La inminencia de la muerte
removió la extenuante expectativa. La voz de la moribunda, acostumbrada al
homenaje y a la obediencia, no fue más sonora que un bajo de órgano en la pieza
cerrada, pero resonó en los más apartados rincones de la hacienda. Nadie era
indiferente a esa muerte. Durante el presente siglo, la Mamá Grande había sido
el centro de gravedad de Macondo, como sus hermanos, sus padres y los padres de
sus padres lo fueron en el pasado, en una hegemonía que colmaba dos siglos. La
aldea se fundó alrededor de su apellido. Nadie conocía el origen, ni los
limites ni el valor real del patrimonio, pero todo el mundo se había
acostumbrado a creer que la Mamá Grande era dueña de las aguas corrientes y
estancadas, llovidas y por llover, y de los caminos vecinales, los postes del
telégrafo, los años bisiestos y el calor, y que tenía además un derecho
heredado sobre vida y haciendas. Cuando se, sentaba a tomar el fresco de la
tarde en el balcón de su casa, con todo el peso de sus vísceras y su autoridad aplastado
en su viejo mecedor de bejuco, parecía en verdad infinitamente rica y poderosa,
la matrona más rica y poderosa del mundo.
A nadie se le había ocurrido
pensar que la Mamá Grande fuera mortal, salvo a los miembros de su tribu, y a
ella misma, aguijoneada por las premoniciones seniles del padre Antonio Isabel.
Pero ella confiaba en que viviría más de 100 años, como su abuela materna, que
en la guerra de 1875 se enfrentó a una patrulla del coronel Aureliano Buendía,
atrincherada en la cocina de la hacienda. Sólo en abril de este año comprendió
la Mamá Grande que Dios no le concedería el privilegio de liquidar
personalmente, en franca refriega, a una horda de masones federalistas.
En la primera semana de dolores
el médico de la familia la entretuvo con cataplasmas de mostaza y calcetines de
lana. Era un médico hereditario, laureado en Montpellier, contrario por
convicción filosófica a los progresos de su ciencia, a quien la Mamá Grande
había concedido la prebenda de que se impidiera en Macondo el establecimiento
de otros médicos. En un tiempo recorría el pueblo a caballo; visitando los
lúgubres enfermos del atardecer, y la naturaleza le concedió el privilegio de
ser padre de numerosos hijos ajenos. Pero la artritis le anquilosó en un
chinchorro, y terminó por atender a sus pacientes sin visitarlos, por medio de
suposiciones, correveidiles y recados. Requerido por la Mamá Grande atravesó la
plaza en pijama, apoyado en dos bastones, y se instaló en la alcoba de la
enferma. Sólo cuando comprendió que la Mamá Grande agonizaba, hizo llevar una
arca con pomos de porcelana marcados en latín y durante tres semanas embadurnó
a la moribunda por dentro y por fuera con toda suerte de emplastos académicos,
julepes magníficos y supositorios magistrales. Después le aplicó sapos ahumados
en el sitio del dolor y sanguijuelas en los riñones, hasta la madrugada de ese
día en que tuvo que enfrentarse a la disyuntiva de hacerla sangrar por el
barbero o exorcizar por el padre Antonio Isabel.
Nicanor mandó a buscar al
párroco. Sus diez hombres mejores lo llevaron desde la casa cural basta el
dormitorio de la Mamá Grande, sentado en su crujiente mecedor de mimbre bajo el
mohoso palio de las grandes ocasiones. La campanilla del Viático en el tibio
amanecer de setiembre fue la primera notificación a los habitantes de Macondo.
Cuando salió el sol, la placita frente a la casa de la Mamá Grande parecía una
feria rural.
Era como el recuerdo de otra
época. Hasta cuando cumplió los 70, la Mamá Grande celebró su cumpleaños con
las ferias más prolongadas y tumultuosas de que se tenga memoria. Se ponían
damajuanas de aguardiente a disposición del pueblo, se sacrificaban reses en la
plaza pública, y una banda de músicos instalada sobre una mesa tocaba sin
tregua durante tres días. Bajo los almendros polvorientos donde la primera
semana del siglo acamparon las legiones del coronel Aureliano Buendía, se
ponían ventas de masato, bollos, morcillas, chicharrones, empanadas,
butifarras, caribañolas, pandeyuca, almojabanas, buñuelos, arepuelas,
hojaldres, longanizas, mondongos, cocadas, guarapo. Entre todo género de
menudencias, chucherías, baratijas y cacharros, y peleas de gallos y juegos de
lotería. En medio de la confusión de la muchedumbre alborotada, se vendían
estampas y escapularios con la imagen de la Mamá Grande.
Las festividades comenzaban la
antevíspera y terminaban el día del cumpleaños, con un estruendo de fuegos
artificiales y un baile familiar en la casa de la. Mamá Grande. Los selectos
invitados y los miembros legítimos de la familia, generosamente servidos por la
bastardía, bailaban al compás de la vieja pianola equipada con rollos de moda.
La Mamá Grande presidia la fiesta desde el fondo del salón, en una poltrona con
almohadas de lino, impartiendo discretas instrucciones con su diestra adornada
de anillos en todos los dedos. A veces en complicidad con los enamorados, pero
casi siempre aconsejada por su propia inspiración, aquella noche concertaba los
matrimonios del año entrante. Para clausurar el jubileo, la Mamá Grande salía
al balcón adornado con diademas y faroles de papel y arrojaba monedas a la
muchedumbre.
Aquella tradición se había
interrumpido, en parte por los duelos sucesivos de la familia, y en parte por
la incertidumbre política de los últimos tiempos. Las nuevas generaciones no
asistieron sino de oídas a aquellas manifestaciones de esplendor. No alcanzaron
a ver a la Mamá Grande en la misa mayor, abanicada por algún miembro de la
autoridad civil, disfrutando del privilegio de no arrodillarse ni en el
instante de la elevación para no estropear su saya de volantes holandeses y sus
almidonados pollerines de olán. Los ancianos recordaban como una alucinación de
la juventud los doscientos metros de esteras que se tendieron desde la casa
solariega hasta el altar mayor, la tarde en que María del Rosario Castañeda y
Montero asistió a los funerales de su padre, y regresó por la calle esterada in
vestida de su nueva e irradiante dignidad, a los 22 años convertida en la Mamá
Grande. Aquella visión medieval pertenecía entonces no sólo al pasado de la
familia, sino al pasado de la nación. Cada vez más imprecisa y remota, visible
apenas en su balcón sofocado entonces por los geranios en las tardes de calor,
la Mamá Grande se esfumaba en su propia leyenda. Su autoridad se ejercía a
través de Nicanor. Existía la promesa tácita, formulada por la tradición, de
que el día en que la Mamá Grande lacrara su testamento, los herederos
decretarían tres noches de jolgorios públicos. Pero se sabia asimismo que ella
había decidido no expresar su voluntad última hasta pocas horas antes de morir,
y nadie pensaba seriamente en la posibilidad de que la Mamá Grande fuera
mortal. Sólo esa madrugada, despertados por los cencerros del Viático, los
habitantes de Macondo se convencieron de que la Mamá Grande no sólo era mortal,
sino que se estaba muriendo.
Su hora era llegada. En su cama
de lienzo, embadurnada de áloes hasta las orejas, bajo la marquesina de
polvorienta espumilla, apenas se adivinaba la vida en la tenue respiración de
sus tetas matriarcales. La Mamá Grande, que hasta los cincuenta años rechazó a
los más apasionados pretendientes, y que fue dotada por la naturaleza para
amamantar ella sola a toda su especie, agonizaba virgen y sin hijos. En el
momento de la extremaunción, el padre Antonio Isabel tuvo que pedir ayuda para
aplicarle los óleos en la palma de las manos, pues desde el principio de su
agonía la Mamá Grande tenía los puños cerrados. De nada valió el concurso de
las sobrinas. En el forcejeo, por primera vez en una semana, la moribunda
apretó contra su pecho la mano constelada de piedras preciosas, y fijó en las
sobrinas su mirada sin color, diciendo: «Salteadoras». Luego vio al padre
Antonio Isabel en indumentaria litúrgica y al monaguillo con los instrumentos
sacramentales, y murmuró con una convicción apacible: «Me estoy muriendo». Entonces
se quitó el anillo con el Diamante Mayor y se lo dio a Magdalena, la novicia, a
quien correspondía por ser la heredera menor. Aquel era el final de una
tradición: Magdalena había renunciado a su herencia en favor de la Iglesia.
Al amanecer, la Mamá Grande pidió
que la dejaran a solas con Nicanor para impartir sus últimas instrucciones.
Durante media hora, con perfecto dominio de sus facultades, se informó de la
marcha de los negocios. Hizo formulaciones especiales sobre el destino de su
cadáver, y se ocupó por último de las velaciones. «Tienes que estar con los
ojos abiertos», dijo. «Guarda bajo llave todas las cosas de valor, pues mucha
gente no viene a los velorios sino a robar». Un momento después, a solas con el
párroco, hizo una confesión dispendiosa, sincera y detallada, y comulgó más
tarde en presencia de los sobrinos. Entonces fue cuando pidió que la sentaran
en el mecedor de bejuco para expresar su última voluntad.
Nicanor había preparado, en
veinticuatro folios escritos con letra muy clara, una escrupulosa relación de
sus bienes. Respirando apaciblemente, con el médico y el padre Antonio Isabel
por testigos, la Mamá Grande dictó al notario la lista de sus propiedades,
fuente suprema y única de su grandeza y autoridad. Reducido a sus proporciones
reales, el patrimonio físico se reducía a tres encomiendas adjudicadas por
Cédula Real durante la Colonia, y que con el transcurso del tiempo, virtud de
intrincados matrimonios de conveniencia, se habían acumulado bajo el dominio de
la Mamá Grande. En ese territorio ocioso, sin límites definidos, que abarcaba
cinco municipios y en el cual no se sembró nunca un solo grano por cuenta de
los propietarios, vivían a título de arrendatarias 352 familias. Todos los
años, en vísperas de su onomástico, la Mamá Grande ejercía el único acto de
dominio que había impedido el regreso de las tierras al estado: el cobro de los
arrendamientos. Sentada en el corredor interior de su casa, ella recibía
personalmente el pago del derecho de habitar en sus tierras; como durante más
de un siglo lo recibieron sus antepasados de los antepasados de los
arrendatarios. Pasados los tres días de la recolección, el patio estaba
atiborrado de cerdos, pavos y gallinas, y de los diezmos y primicias sobre los
frutos de la tierra que se depositaban allí en calidad de regalo. En realidad,
esa era la única cosecha que jamás recogió la familia de un territorio muerto
desde sus orígenes, calculado a primera vista en 100 000 hectáreas. Pero las
circunstancias históricas habían dispuesto que dentro de esos límites crecieran
y prosperaran las seis poblaciones del distrito de Macondo, incluso la cabecera
del municipio, de manera que todo el que habitara una casa no tenía más derecho
de propiedad del que le correspondía sobre los materiales, pues la tierra
pertenecía a la Mamá Grande y a ella se pagaba el alquiler, como tenía que
pagarlo el gobierno por el uso que los ciudadanos hacían en las calles.
En los alrededores de los
caseríos, merodeaba un número nunca contado y menos atendido de animales
herrados en los cuartos traseros con la forma de un candado. Ese hierro
hereditario, que más por el desorden que por la cantidad se había hecho
familiar en remotos departamentos donde llegaban en verano, muertas de sed, las
reses desperdigadas, era uno de los más sólidos soportes de la leyenda. Por
razones que nadie se había detenido a explicar, las extensas caballerizas de la
casa se habían vaciado progresivamente desde la última guerra civil, y en los
últimos tiempos se habían instalado en ellas trapiches de caña, corrales de
ordeño, y una piladora de arroz.
Aparte de lo enumerado, se hacía
constar en el testamento la existencia de tres vasijas de morrocotas enterradas
en algún lugar de la casa durante la guerra de Independencia, que no habían
sido halladas en periódicas y laboriosas excavaciones, Con el derecho de
continuar la explotación de la tierra arrendada y a percibir los diezmos y
primicias y toda clase de dádivas extraordinarias, los herederos recibían un
plano levantado de generación en generación, y por cada generación
perfeccionado, que facilitaba el hallazgo del tesoro enterrado.
La Mamá Grande necesitó tres
horas para enumerar sus asuntos terrenales. En la sofocación de la alcoba, la
voz de la moribunda parecía dignificar en su sitio cada cosa enumerada. Cuando
estampó su firma balbuciente, y debajo estamparon la suya los testigos, un
temblor secreto sacudió el corazón de las muchedumbres que empezaban a
concentrarse frente a la casa, a la sombra de los almendros polvorientos.
Sólo faltaba, entonces, la
enumeración minuciosa de los bienes morales. Haciendo un esfuerzo supremo —el
mismo que hicieron sus antepasados antes de morir para asegurar el predominio
de su especie— la Mamá Grande se irguió sobre sus nalgas monumentales, y con
voz dominante y sincera, abandonada a su memoria, dictó al notario la lista de
su patrimonio invisible:
La riqueza del subsuelo, las
aguas territoriales, los colores de la bandera, la soberanía nacional, los
partidos tradicionales, los derechos del hombre, las libertades ciudadanas, el
primer magistrado, la segunda instancia, el tercer debate, las cartas de
recomendación, las constancias históricas, las elecciones libres, las reinas de
la belleza, los discursos trascendentales, las grandiosas manifestaciones, las
distinguidas señoritas, los correctos caballeros, los pundonorosos militares,
su señoría ilustrísima, la corte suprema de justicia, los artículos de
prohibida importación, las damas liberales, el problema de la carne, la pureza
del lenguaje, los ejemplos para el mundo, el orden jurídico, la prensa libre
pero responsable, la Atenas sudamericana, la opinión pública, las lecciones
democráticas, la moral cristiana, la escasez de divisas, el derecho de asilo,
el peligro comunista, la nave del estado, la carestía de la vida, las
tradiciones republicanas, las clases desfavorecidas, los mensajes de adhesión.
No alcanzó a terminar. La
laboriosa enumeración tronchó su último viaje. Ahogándose en el maremágnum de
fórmulas abstractas que durante dos siglos constituyeron la justificación moral
del poderío de la familia, la Mamá Grande emitió un sonoro eructo, y expiró.
Los habitantes de la capital
remota y sombría vieron esa tarde el retrato de una mujer de veinte años en la
primera página de las ediciones extraordinarias, y pensaron que era una nueva
reina de la belleza. La Mamá Grande vivía otra vez la momentánea juventud de su
fotografía, ampliada a cuatro columnas y con retoques urgentes, su abundante
cabellera recogida a lo alto del cráneo con un peine de marfil, y una diadema
sobre la gola de encajes. Aquella imagen, captada por un fotógrafo ambulante
que pasó por Macondo a principios de siglo y archivada por los periódicos
durante muchos años en la división de personajes desconocidos, estaba destinada
a perdurar en la memoria de las generaciones futuras. En los autobuses
decrépitos, en los ascensores de los ministerios, en los lúgubres salones de té
forrados de pálidas colgaduras, se susurró con veneración y respeto de la
autoridad muerta en su distrito de calor y malaria, cuyo nombre se ignoraba en
el resto del país hacía pocas horas, antes de ser consagrado por la palabra
impresa. Una llovizna menuda cubría de recelo y de verdín a los transeúntes.
Las campanas de todas las iglesias tocaban a, muerto. El presidente de la
república, sorprendido por la noticia cuando se dirigía al acto de graduación
de los nuevos cadetes, sugirió al ministro de la guerra, en una nota escrita de
su puño y letra en el revés del telegrama, que concluyera su discurso con un
minuto de silencio en homenaje a la Mamá Grande.
El orden social había sido rozado
por la muerte. El propio presidente de la república, a quien los sentimientos
urbanos llegaban como a través de un filtro de purificación, alcanzó a percibir
desde su automóvil en una visión instantánea pero hasta un cierto punto brutal,
la silenciosa consternación de la ciudad. Sólo permanecían abiertos algunos
cafetines de mala muerte, y la Catedral Metropolitana, dispuesta para nueve
días de honras fúnebres. En el Capitolio Nacional, donde los mendigos envueltos
en papeles dormían al amparo de columnas dóricas y taciturnas estatuas de
presidentes muertos, las luces del Congreso estaban encendidas. Cuando el
primer mandatario entró a su despacho, conmovido por la visión de la capital
enlutada, sus ministros lo esperaban vestidos de tafetán funerario, de píe, más
solemnes y pálidos que de costumbre.
Los acontecimientos de aquella
noche y las siguientes serían más tarde definidos como una lección histórica.
No sólo por el espíritu cristiano que inspiró a los más elevados personeros del
poder público, sino por la abnegación con que se conciliaron intereses
disímiles y criterios contrapuestos, en el propósito común de enterrar un
cadáver ilustre. Durante muchos años la Mamá Grande había garantizado la paz
social y la concordia política de su imperio, en virtud de los tres baúles de
cédulas electorales falsas que formaban parte de su patrimonio secreto. Los
varones de la servidumbre, sus protegidos y arrendatarios, mayores y menores de
edad, ejercitaban no sólo su propio derecho de sufragio, sino también el de los
electores muertos en un siglo. Ella era la prioridad del poder tradicional
sobre la autoridad transitoria, el predominio de la clase sobre la plebe, la
trascendencia de la sabiduría divina sobre la improvisación mortal. En tiempos
pacíficos, su voluntad hegemónica acordaba y desacordaba canonjías, prebendas y
sinecuras, y velaba por el bienestar de los asociados así tuviera para lograrlo
que recurrir a la trapisonda o al fraude electoral. En tiempos tormentosos, la
Mamá Grande contribuyó en secreto para armar a sus partidarios, y socorrió en
público a sus víctimas. Aquel celo patriótico la acreditaba para los más altos
honores.
El presidente de la república no
había tenido necesidad de recurrir a sus consejeros para medir el peso de su
responsabilidad. Entre la sala de audiencias de Palacio y el patiecito
adoquinado que sirvió de cochera a los virreyes, mediaba un jardín interior de
cipreses oscuros donde un fraile portugués se ahorcó por amor en las
postrimerías de la Colonia. A pesar de su ruidoso aparato de oficiales
condecorados, el presidente no podía reprimir un ligero temblor de
incertidumbre cuando pasaba por ese lugar después del crepúsculo. Pero aquella
noche, el estremecimiento tuvo la fuerza de una premonición. Entonces adquirió
plena conciencia de su destino histórico, y decretó nueve días de duelo
nacional, y honores póstumos a la Mamá Grande en la categoría de heroína muerta
por la patria en el campo de batalla. Como lo expresó en la dramática alocución
que aquella madrugada dirigió a sus compatriotas a través de la cadena nacional
de radio y televisión, el primer magistrado de la nación confiaba en que los
funerales de la Mamá Grande constituyeran un nuevo ejemplo para el mundo.
Tan altos propósitos debían
tropezar sin embargo con graves inconvenientes. La estructura jurídica del
país, construida por re: motos ascendientes de la Mamá Grande, no estaba
preparada para acontecimientos como los que empezaban a producirse. Sabios doctores
de la ley, probados alquimistas del derecho ahondaron en hermenéuticas y
silogismos, en busca de la fórmula que permitiera al presidente de la república
asistir a los funerales. Se vivieron días de sobresalto en las altas esferas de
la política, el clero y las finanzas. En el vasto hemiciclo del Congreso,
enrarecido por un siglo de legislación abstracta, entre óleos de próceres
nacionales y bustos de pensadores griegos, la evocación de la Mamá Grande
alcanzó proporciones insospechables, mientras su cadáver se llenaba de burbujas
en el duro setiembre de Macondo. Por primera vez se habló de ella y se la
concibió sin su mecedor de bejuco, sus sopores a las dos de la tarde y sus
cataplasmas de mostaza, y se la vio pura y sin edad, destilada por la leyenda.
Horas interminables se llenaron
de palabras, palabras, palabras que repercutían en el ámbito de la república,
aprestigiadas por los altavoces de la letra impresa. Hasta que alguien dotado
de sentido de la realidad en aquella asamblea de jurisconsultos asépticos,
interrumpió el blablablá histórico para recordar que el cadáver de la Mamá
Grande esperaba la decisión a 40 grados a la sombra. Nadie se inmutó frente a
aquella irrupción del sentido común en la atmósfera pura de la ley escrita. Se
impartieron órdenes para que fuera embalsamado el cadáver, mientras se
encontraban fórmulas, se conciliaban pareceres o se hacían enmiendas
constitucionales que permitieran al presidente de la república asistir al
entierro.
Tanto se había parlado, que los
parloteos transpusieron las fronteras, traspasaron el océano y atravesaron como
un presentimiento por las habitaciones pontificias de Castelgandolfo. Repuesto
de la modorra del ferragosto reciente, el Sumo Pontífice estaba en la ventana,
viendo en el lago sumergirse los buzos que buscaban la cabeza de la doncella
decapitada. En las últimas semanas los periódicos de la tarde no se habían
ocupado de otra cosa, y el Sumo Pontífice no podía ser indiferente a un enigma
planteado a tan corta distancia de su residencia de verano. Pero aquella tarde,
en una sustitución imprevista, los periódicos cambiaron las fotografías de las
posibles víctimas, por la de una sola mujer de veinte años, señalada con una
blonda de luto. «La Mamá Grande», exclamó el Sumo Pontífice, reconociendo al
instante el borroso daguerrotipo que muchos años antes le había sido ofrendado
con ocasión de su ascenso a la Silla de San Pedro. «La Mamá Grande», exclamaron
a coro en sus habitaciones privadas los miembros del Colegio Cardenalicio, y
por tercera vez en veinte siglos hubo una hora de desconciertos, sofoquines y
correndillas en el imperio sin límites de la cristiandad, hasta que el Sumo
Pontífice estuvo instalado en su larga góndola negra, rumbo a los fantásticos y
remotos funerales de la Mamá Grande.
Detrás quedaron los luminosos
sembrados de melocotones, la Vía Apia Antica con tibias actrices de cine
dorándose en las terrazas sin todavía tener noticias de la conmoción, y después
el sombrío promontorio del Castelsantangelo en el horizonte del Tíber. Al
crepúsculo los profundos dobles de la Basílica de San Pedro se entreveraron con
los bronces cuarteados de Macondo. Desde su toldo sofocante, a través de los
caños intrincados y las ciénagas sigilosas que marcaban el límite del Imperio
Romano y los hatos de la Mamá Grande, el Sumo Pontífice oyó toda la noche la
bullaranga de los monos alborotados por el paso de las muchedumbres. En su
itinerario nocturno la canoa pontificia se había ido llenando de costales de
yuca, racimos de plátanos verdes y huacales de gallina, y de hombres y mujeres
que abandonaban sus ocupaciones habituales para tentar fortuna con cosas de
vender en los funerales de la Mamá Grande. Su Santidad padeció esa noche, por
primera vez en la historia de la Iglesia, la fiebre de la vigilia y el tormento
de los zancudos. Pero el prodigioso amanecer sobre los dominios de la Gran
Vieja, la visión primigenia del reino de la balsamina y de la iguana, borraron
de su memoria los padecimientos del viaje y lo compensaron del sacrificio.
Nicanor había sido despertado por
tres golpes en la puerta que anunciaban el arribo inminente de Su Santidad. La
muerte había tomado posesión de la casa. Inspirados por sucesivas y apremiantes
alocuciones presidenciales, por las febriles controversias de los
parlamentarios que habían perdido la voz y continuaban entendiéndose por medio
de signos convencionales, hombres y congregaciones de todo el mundo se
desentendieron de sus asuntos y colmaron con su presencia los oscuros
corredores, los atiborrados pasadizos, las asfixiantes buhardas, y quienes
llegaron con retardo se treparon y acomodaron del mejor modo en barbacanas,
palenques, atalayas, maderámenes y matacanes. En el salón central,
momificándose en espera de las grandes decisiones, yacía el cadáver de la Mamá
Grande, bajo un estremecido promontorio de telegramas. Extenuados por las
lágrimas, los nueve sobrinos velaban el cuerpo en un éxtasis de vigilancia
recíproca.
Aún debió el universo prolongar
el acecho durante muchos días, En el salón del consejo municipal, acondicionado
con cuatro taburetes de cuero, una tinaja de agua filtrada y una hamaca de
lampazo, el Sumo Pontífice padeció un insomnio sudoroso, entreteniéndose con la
lectura de memoriales y disposiciones administrativas en las dilatadas noches
sofocantes. Durante el día, repartía caramelos italianos a los niños que se
acercaban a verlo por la ventana, y almorzaba bajo la pérgola de astromelias
con el padre Antonio Isabel, y ocasionalmente con Nicanor. Así vivió semanas
interminables y meses alargados por la expectativa y el calor, hasta que Pastor
Pastrana se plantó con su redoblante en el centro de la plaza y leyó el bando
de la decisión. Se declaraba turbado el orden público, tarrataplán, y el
presidente de la república, tarrataplán, disponía de las facultades
extraordinarias, tarrataplán, que le permitían asistir a los funerales de la
Mamá Grande, tarrataplán, rataplán, plan, plan.
El gran día era venido. En las
calles congestionadas de ruletas, fritangas y mesas de lotería, y hombres con
culebras enrolladas en el cuello que pregonaban el bálsamo definitivo para
curar la erisipela y asegurar la vida eterna; en la placita abigarrada donde
las muchedumbres habían colgado sus toldos y desenrollado sus petates, apuestos
ballesteros despejaron el paso a la autoridad. Allí estaban, en espera del
momento supremo, las lavanderas del San Jorge, los pescadores de perla del Cabo
de Vela, los atarrayeros de Ciénega, los camaroneros de Tasajera, los brujos de
la Mojana, los salineros de Manaure, los acordeoneros de Valledupar, los
chalanes de Ayapel, los papayeros de San Pelayo, los mamadores de gallo de La
Cueva, los improvisadores de las Sabanas de Bolívar, los cama janes de Rebolo,
los bogas del Magdalena, los tinterillos de Mompox, además de los que se
enumeran al principio de esta crónica, y muchos otros. Hasta los veteranos del
coronel Aureliano Buendía —el duque de Marlborough a la cabeza, con su atuendo
de pieles y uñas y dientes de tigre— se sobrepusieron a su rencor centenario
por la Mamá Grande y los de su especie, y vinieron a los funerales, para
solicitar del presidente de la república el pago de las pensiones de guerra que
esperaban desde hacía sesenta años.
Poco antes de las once, la
muchedumbre delirante que se asfixiaba al sol, contenida por una élite
imperturbable de guerreros uniformados de dormanes guarnecidos y espumosos
morriones, lanzó un poderoso rugido de júbilo. Dignos, solemnes en sus
sacolevas y chisteras, el presidente de la república y sus ministros; las
comisiones del parlamento, la corte suprema de justicia, el consejo de estado,
los partidos tradicionales y el clero, y los representantes de la banca, el
comercio y la industria, hicieron su aparición por la esquina de la telegrafía.
Calvo y rechoncho, el anciano y enfermo presidente de la república desfiló
frente a los ojos atónitos de las muchedumbres que lo habían investido sin
conocerlo y que sólo ahora podían dar un testimonio verídico de su existencia.
Entre los arzobispos extenuados por la gravedad de su ministerio y los
militares de robusto tórax acorazado de insignias, el primer magistrado de la
nación transpiraba el hálito inconfundible del poder.
En segundo término, en un sereno
transcurso de crespones luctuosos, desfilaban las reinas nacionales de todas
las cosas habidas y por haber. Por primera vez desprovistas del esplendor
terrenal, allí pasaron, precedidas de la reina universal, la reina del mango de
hilacha, la reina de la ahuyama verde, la reina del guineo manzano, la reina de
la yuca harinosa, la reina de la guayaba perulera, la reina del coco de agua,
la reina del frijol de cabecita negra, la reina de 426 kilómetros de sartales
de huevos de iguana, y todas las que se omiten por no hacer interminables estas
crónicas.
En su féretro con vueltas de
púrpura, separada de la realidad por ocho torniquetes de cobre, la Mamá Grande
estaba entonces demasiado embebida en su eternidad de formaldehído para darse
cuenta de la magnitud de su grandeza. Todo el esplendor con que ella había
soñado en el balcón de su casa durante las vigilias del calor se cumplió con
aquellas cuarenta y ocho gloriosas en que todos los símbolos de la época
rindieron homenaje a su memoria. El propio Sumo Pontífice, a quien ella imaginó
en sus delirios suspendido en una carroza resplandeciente sobre los jardines
del Vaticano, se sobrepuso al calor con un abanico de palma trenzada y honró
con su dignidad suprema los funerales más grandes del mundo.
Obnubilado por el espectáculo del poder, el populacho no determinó el ávido aleteo que ocurrió en el caballete de la casa cuando se impuso el acuerdo en la disputa de los ilustres, y se sacó el catafalco a la calle en hombros de los más ilustres. Nadie vio la vigilante sombra de gallinazos que siguió al cortejo por las ardientes callecitas de Macondo, ni reparó que al paso de los ilustres éstas se iban cubriendo de un pestilente rastro de desperdicios. Nadie advirtió que los sobrinos, ahijados, sirvientes y protegidos de la Mamá Grande cerraron las puertas tan pronto como sacaron el cadáver, y desmontaron las puertas, desenclavaron las tablas y desenterraron los cimientos para repartirse la casa. Lo único que para nadie pasó inadvertido en el fragor de aquel entierro, fue el estruendoso suspiro de descanso que exhalaron las muchedumbres cuando se cumplieron los catorce días de plegarias, exaltaciones y ditirambos, y la tumba fue sellada con una plataforma de plomo. Algunos de los allí presentes dispusieron de la suficiente clarividencia para comprender que estaban asistiendo al nacimiento de una nueva época. Ahora podía el Sumo Pontífice subir al cielo en cuerpo y alma, cumplida su misión en la tierra, y podía el presidente de la república sentarse a gobernar según su buen criterio, y podían las reinas de todo lo habido y por haber casarse y ser felices y engendrar y parir muchos hijos, y podían las muchedumbres colgar sus toldos según su leal modo de saber y entender en los desmesurados dominios de la Mamá Grande, porque la única que podía oponerse a ello y tenía suficiente poder para hacerlo había empezado a pudrirse bajo una plataforma de plomo. Sólo faltaba entonces que alguien recostara un taburete en la puerta para contar esta historia, lección y escarmiento de las generaciones futuras, y que ninguno de los incrédulos del mundo se quedara sin conocer la noticia de la Mamá Grande, que mañana miércoles vendrán los barrenderos y barrerán la basura de sus funerales, por todos los siglos de los siglos.