En cierta ocasión, Chanel, un
enjuto y pulcro gorrión, locuaz y animado como un pájaro carpintero, dijo en
mitad de uno de sus inacabables monólogos, refiriéndose a esa costosísima
apariencia suya de pauvre huerfanita que lleva décadas cultivando: «Córtame la
cabeza, y parecerá que tenga trece años». Pero su cabeza ha estado siempre muy
bien asentada, y es que no cabe duda de que la afianzó mucho tiempo atrás,
cuando realmente tenía trece años, o unos pocos más, y un acaudalado «amable caballero»,
el primero de una serie de agradecidos y bienintencionados mecenas, le preguntó
a la menuda Coco, hija de un herrero vasco que le había enseñado a ayudarle a
herrar los caballos, si prefería las perlas negras o las blancas. Ni las unas ni
las otras, le respondió; lo que prefería, chéri, era el capital para montar una
pequeña tienda. Y así surgió Chanel, la visionaria de la moda. Que las
creaciones de un modisto puedan ser o no consideradas importantes aportaciones
«culturales» (y tal vez lo sean: un Mainbocher o un Balenciaga son hombres cuya
trascendencia como creadores es mucho más auténtica que la de varias capillas
de poetas y compositores que me vienen a la mente) es irrelevante, pero una
profesional impura y sincera como Chanel despierta un interés documental,
parcialmente recogido por estas fotografías de su cambiante rostro: una la
muestra como una amada cuyo retrato cuelga dentro de un medallón con forma de
corazón, otra como una prosaica y ávida arribista; fíjense en la tensión de su
tirante cuello: recuerda a una planta, una vieja y resistente planta perenne
que se alza todavía, aunque ya está un poco seca, hacia el sol del éxito que florece
invariablemente en el gélido cielo de la ambición para esos seres inconsolables
llenos de talento, ebrios de deseo y alimentados por la vanidad, cuya implacable
energía propulsa la maquinaria que arrastra al aletargado resto de los mortales.
Chanel vive sola en un apartamento enfrente del Ritz.