Albert Camus: “Amor por la vida” | MÁS LITERATURA


Albert Camus


AMOR POR LA VIDA

ALBERT CAMUS

En Palma, por la noche, la vida es un reflujo lento hacia el barrio de los cafés cantantes que hay detrás del mercado; calles oscuras y silenciosas hasta el momento en que se llega ante las puertas de persiana por donde se filtran la luz y la música. Pasé una vez casi una noche entera en uno de esos cafés. Era una sala muy baja de techo, rectangular, pintada de verde, adornada con guirnaldas de color de rosa. El techo de madera estaba cuajado de minúsculas bombillas rojas. En aquel espacio tan pequeño conseguían encajarse de milagro una orquesta, una barra con botellas de todos los colores y el público, amontonado, hombro con hombro. Sólo hombres. En el centro, dos metros cuadrados libres de donde surgían vasos y botellas que enviaba el camarero a las cuatro esquinas de la habitación. No había aquí ni una persona consciente. Todo el mundo vociferaba. Alguien que parecía un oficial de marina me eructaba a la cara finezas repletas de alcohol. En mi mesa, un enano sin edad me contaba su vida. Pero yo estaba demasiado tenso para atenderle. La orquesta tocaba sin parar melodías de las que sólo se captaba el ritmo porque todos los pies llevaban el compás. A veces se abría la puerta. Con gritos vociferantes, empotraban al recién llegado entre dos sillas.

De pronto sonaron unos platillos y una mujer entró de un salto brusco en el exiguo redondel del centro del cabaret. «Veintiún años», me dijo el oficial. Me quedé estupefacto. Un rostro de muchacha, pero esculpido en una montaña de carne. Aquella mujer podía medir un metro ochenta. Era gigantesca y debía de pesar alrededor de trescientas libras. En jarras, vestida con una malla amarilla en cuyos orificios se abultaba un damero de carne blanca, sonreía; y ambas comisuras de la boca enviaban hacia la oreja unas cuantas ondulaciones menudas de carne. En la sala, el enardecimiento no tenía ya límites. Se notaba que a aquella muchacha la conocían, la querían, la esperaban. Seguía sonriendo. Paseó la vista por el público y sin dejar ni el silencio ni la sonrisa, onduló el vientre proyectándolo hacia delante. La sala vociferó y exigió luego una canción que parecía conocida. Era una copla andaluza, gangosa, cuyo ritmo marcaba sordamente la batería cada tres compases. La mujer cantaba y, en cada retumbar, representaba con todo el cuerpo la mímica de los gestos del amor. Con aquel vaivén monótono y apasionado, le nacían de las caderas auténticas oleadas de carne que iban a morirle en los hombros. La sala estaba como anonadada. Pero, al llegar al estribillo, la muchacha, girando sobre sí misma, cogiéndose los pechos con las manos y abriendo una boca roja y húmeda, repitió la melodía a coro con la sala hasta que todo el mundo estuvo de pie entre una algarabía.

Ella, plantada en el centro, pegajosa de sudor, desgreñada, erguía su estatura sólida, henchida dentro de la malla amarilla. Como una diosa inmunda que saliera del agua, de frente obtusa y estrecha, con la mirada hueca, sólo daba señales de vida por un leve respingo de la rodilla como los de los caballos después de una carrera. En medio de la algazara brincadora que la rodeaba, era como la imagen innoble y exaltadora de la vida, con aquella desesperación en los ojos vacíos y aquel sudor denso en el vientre…

Sin los cafés y los periódicos, resultaría difícil viajar. Una hoja de papel impresa en nuestra lengua, un lugar en donde, por las noches, intentamos codearnos con otros hombres, nos permiten, mediante ademanes familiares, representar con la mímica al hombre que éramos en nuestra tierra y que, visto a distancia, nos parece tan ajeno. Pues lo que le da precio al viaje es el miedo. Destruye en nuestro fuero interno algo así como un decorado interior. Ya no podemos hacer trampa, ocultarnos tras horas de oficina y de tajo (esas horas de las que tanto protestamos y que con tanto tino nos defienden del sufrimiento de estar solos). Y, por ello, siempre siento el deseo de escribir novelas en que mis protagonistas digan: «¿Qué sería de mí sin las horas que paso en la oficina?», o también: «Mi mujer se ha muerto, pero afortunadamente hay un montón de envíos que debo tener listos para mañana». El viaje nos priva de ese refugio. Lejos de los nuestros, de nuestra lengua, arrebatados de cuanto nos sirve de apoyo, despojados de nuestras máscaras (no sabemos cuánto cuesta el tranvía y con todo lo demás pasa lo mismo), nos hallamos por completo en la superficie de nuestras personas. Pero también, al notarnos el alma enferma, devolvemos a todos los seres, a todos los objetos, su valor milagroso. Una mujer que baila sin fijarse en lo que hace; una botella en una mesa, divisada tras un visillo; toda imagen se convierte en un símbolo. Nos da la impresión de que la vida se refleja entera en ella, en la medida de que, en ese momento, en ella se resume nuestra vida. Sensibles a todos los dones, ¿cómo referir las contradictorias embriagueces que podemos gustar (incluyendo la de la lucidez)? Y es posible que nunca comarca alguna, a no ser el Mediterráneo, me haya conducido a un tiempo tan lejos y tan cerca de mí mismo.

De aquí procedía, sin duda, mi emoción en el café de Palma. Pero al mediodía, por el contrario, en el barrio desierto de la catedral, entre los palacios viejos de patios frescos, por las calles que huelen a sombra, lo que me llamaba la atención era la idea de cierta «lentitud». En los miradores, mujeres ancianas estáticas. Y, caminando a lo largo de las casas, deteniéndome en los patios llenos de plantas y de pilares redondos y grises, me disolvía en aquel olor de silencio, me quedaba sin mis perfiles, no era ya sino el sonido de mis pasos, o esa bandada de aves, cuya sombra divisaba en la parte de arriba de las paredes en donde aún daba el sol. Pasaba también largas horas en el exiguo claustro gótico de San Francisco. La delicada y exquisita columnata relucía con ese hermoso amarillo dorado que tienen en España los monumentos viejos. En el centro, adelfas, turbintos, un pozo de hierro forjado del que colgaba un largo cucharón de metal oxidado donde bebían los transeúntes. A veces recuerdo aún el ruido límpido que hacía al chocar contra la piedra del pozo. Y, no obstante, lo que me enseñaba aquel claustro no era la dulzura de vivir. En los golpeteos secos de las alas de sus bandadas de palomas, en el silencio súbitamente acurrucado en el medio del jardín, en el chirrido aislado de la cadena de su pozo, recobraba yo un sabor nuevo y, sin embargo, familiar. Me sentía lúcido y sonriente ante ese juego único de las apariencias. Me parecía que un ademán habría rajado aquel cristal en el que sonreía el rostro del mundo. Algo se desbarataría, el vuelo de las palomas moriría y todas ellas caerían despacio sobre sus alas desplegadas. Sólo mi silencio y mi inmovilidad tornaban plausible aquello que tanto se parecía a una ilusión. Yo entraba en el juego. Sin dejarme engañar, me prestaba a las apariencias. Un hermoso sol dorado templaba despacio las piedras amarillas del claustro. Una mujer sacaba agua del pozo. Dentro de una hora, un minuto, un segundo, ahora mismo quizá, todo podía derrumbarse. Y, sin embargo, el milagro seguía. El mundo duraba, púdico, irónico y discreto (igual que algunas formas dulces y contenidas de la amistad de las mujeres). Seguía habiendo un equilibro, aunque teñido de toda la aprensión de su propio final.  

Allí se hallaba todo mi amor por la vida: una pasión silenciosa por aquello que quizá se me iba a escapar, una amargura bajo una llama. Todos los días me iba de aquel claustro como arrebatado de mí mismo, contenido por un breve instante en la duración del mundo. Y sé muy bien por qué me acordaba entonces de los ojos sin mirada de los Apolos dóricos o de los personajes ardientes e inmutables de Giotto. Porque entonces entendía de verdad lo que podían aportarme países así. Siento admiración por el hecho de que puedan hallarse a orillas del Mediterráneo certidumbres y normas de vida, por que podamos encontrar en ese lugar satisfacción para nuestra razón de ser y justificación para un optimismo y un sentido social. Pues se da el caso de que lo que a la sazón me impresionaba no era un mundo hecho a la medida del hombre, sino que se cerraba en torno al hombre. No, si la lengua de esos países armonizaba con lo que me retumbaba en lo más hondo no era porque respondiera a mis preguntas, sino porque las volvía inútiles. No eran acciones de gracias lo que podían subirme a los labios, sino esa Nada que no pudo nacer sino ante paisajes agobiados de sol. No existe amor por la vida sin desesperación por la vida.

En Ibiza iba todos los días a sentarme en los cafés que hay a lo largo del puerto. A eso de las cinco, los jóvenes de la localidad pasean, en dos hileras, arriba y abajo del muelle. Allí se hacen las bodas, y la vida toda. Es imposible no pensar que hay cierta grandeza en el hecho de empezar así la vida, delante de todo el mundo. Me sentaba, aturdido aún del sol del día, rebosante de iglesias blancas y de paredes gredosas, de campos secos y de olivos hirsutos. Bebía horchata dulzona. Miraba la curva de las colinas que tenía enfrente. Bajaban suavemente hacia el mar. El atardecer se volvía verde. En la colina más alta, la última brisa hacía girar las alas de un molino. Y, por un milagro natural, todo el mundo bajaba el tono de voz. De forma tal que no había ya sino cielo y palabras cantarinas que se alzaban hacia él, pero se oían como si llegasen desde muy lejos. En aquel breve instante de crepúsculo imperaba un algo fugaz y melancólico que no sólo notaba un hombre, sino un pueblo entero. En lo que a mí se refería, sentía ganas de amar de la misma forma que se sienten ganas de llorar. Me parecía que todas y cada una de mis horas de sueño iban a ser, a partir de entonces, horas robadas a la vida… es decir, al tiempo del deseo sin objeto. De la misma forma que en aquellas horas vibrantes del cabaret de Palma y del claustro de San Francisco, estaba quieto y tenso, sin fuerzas ante aquel gigantesco impulso que quería colocarme el mundo en las manos.

Sé perfectamente que estoy equivocado y que hay que ponerse límites. Y tal es la condición para crear. Pero no hay límites para amar; y qué más puede darme apretar poco, siempre y cuando pueda abrazarlo todo. Hay mujeres en Génova cuya sonrisa amé durante toda una mañana. No volveré a verlas y no cabe duda de que no hay nada más sencillo. Pero las palabras no podrán ahogar la llama de mi añoranza. El pocito del claustro de San Francisco: miraba pasar por él bandadas de palomas y se me olvidaba la sed. Pero siempre llegaba el momento en que la sed me volvía. 

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