No hay empresa más delicada que
la de componer un personaje seleccionando y describiendo un puñado de actos,
unos cuantos discursos, tal vez (aunque esto casi siempre es prescindible) unos
pocos detalles de su aspecto físico y conseguir que resulten coherentes y hagan
sonar en la cabeza del lector una nota común de personalidad, ni aspecto de la
creación literaria cuyo logro sea más difícil comprender. Por ejemplo:
conocemos a un hombre, nos percatamos de que tiene una forma de hablar algo
subida de tono; si tomáramos cada palabra que pronuncia con signos de
taquigrafía nos quedaríamos impresionados ante su esencial insignificancia. La
presencia física, el ojo que habla, el comentario de esa voz inimitable ahí es
donde reside el hechizo. Y, sin embargo, todos estos aspectos no se incluyen en
las páginas de la novela. Hay un escritor de ficción al que tengo la ventaja de
conocer, y me ha confesado que su éxito en estas lides (aunque sea modesto) le
ha sorprendido bastante. «En uno de mis libros —escribe— sólo en uno, los personajes
cogieron las riendas; se levantaron de pronto del papel, me dieron la espalda y
salieron andando, en sentido literal. Desde ese momento mi tarea fue la de un
estenógrafo: eran ellos los que hablaban, y ellos fueron los que escribieron el
resto de la historia. Ante un milagro de génesis como este me quedé
maravillado, conmovido por tan gozosa sorpresa. Sentí cierto temor de índole
supersticiosa, podría decirse. Y sin embargo era un milagro modesto, porque mis
personajes habían sido imbuidos de vida sólo en parte y una vez que todo estuvo
dicho, yo ya no supe mucho más de ellos. Me estaban ofreciendo una manera de
decir las cosas, ellos mismos estaban hechos de una manera de decir las cosas.
Más allá de eso, detrás de eso, no había nada».
La limitación que sintió este
escritor y que tan reprobable le parece se nota incluso en la obra de los
príncipes de la literatura. Creo que fue Hazlitt quien declaró que, si los
nombres se omitieran al imprimir, él podría asignar cualquier parlamento de
Shakespeare al personaje que lo pronunció; yo me atrevo a asegurar que todos
nosotros seríamos capaces de reconocer las palabras de Nym o de Pistola, de
Cayo o de Evans. Pero ni siquiera Hazlitt sería capaz de algo así en el caso de
los grandes personajes protagonistas, que se han fundido en delicado molde y
aparecen ante nosotros con un aspecto mucho más sutil y mucho menos
diferenciado que esos muñecos de ventrílocuo tan superficiales. Es precisamente
cuando se dejan de lado los recursos obvios del vocabulario de organillero, los
errores chistosos de pronunciación o el dialecto, cuando surgen de la nada (o
eso parece) las auténticas piezas maestras. Hamlet habla en lenguaje escénico,
lo creo firmemente, y sin embargo no veo cómo lo hace: ningún hombre habla en
la vida real como habla él y como otros muchos personajes de la misma obra, declamando
los versos más nobles o pronunciando, en prosa, textos de la más elaborada
factura; viste sus juicios con ese impresionante dialecto que es el shakespearés.
Esos juicios no son en sí mismos imputables a Hamlet ni a ningún hombre en
concreto, a ninguna clase o período, aunque son auténticos y vehementes y están
reforzados con excelentes imágenes; su mérito reside en la admirable
generalidad de su atractivo: podrían figurar en el papel de cualquier personaje
noble y bien considerado, prácticamente en cualquier obra, y el público los
aplaudiría. El único detalle que nos recuerda que son seres humanos —hablo por
mí— es que resultan chocantes, parecen un simple error. Tal vez de la mejor
manera de explicar esto es recurriendo a la teoría de que a quien Shakespeare
tenía en mente era a Burbadge, y no a Hamlet. Por lo que al Príncipe respecta,
y en cuanto a lo que no hace, todos sus actos y pasiones son extrañamente impersonales.
Miles de personajes tan diferentes entre ellos como la noche y el día se han
visto abocados a seguir en su momento las huellas de Hamlet y los demás. ¿Han
leído ustedes Andre Cornelis, ese libro en el que ayer mismo el señor Bourget
ponía sobre el tapete el tema de Hamlet, igual que había hecho Godwin con una
parte de la historia en Caleb Williams? Pueden ver el personaje al que se
refiere el señor Bourget con claridad suficiente: no se trata de una obra
maestra de la literatura, pero resulta adecuada, y el personaje se ajusta al
papel que desempeña en ella; sus actos y pasiones le sientan como un guante; él
es quien lleva la historia, cierto que no con tanta gracia como Hamlet pero sí
de un modo igual de natural. Bien, pues estas dos personalidades son radicalmente
distintas: las dos están ahí, vivas ante nosotros, pero proceden de distintos
mundos. Su rostro, su toque, la sutil atmósfera con la que reconocemos a un
individuo en todo ello hay algo que contribuye a construir un personaje o, al
menos, esa cosa llena de sombras que es el personaje de un libro, y todos estos
aspectos son radicalmente opuestos en los dos casos. Los envuelve el mismo destino,
se comportan de forma parecida, y no tienen absolutamente nada en común.
Entonces, ¿qué queda de Hamlet? ¿Por acción de qué ensalmo ha permanecido en
pie en nuestra memoria, teres atque rotundus, tan sólido al tacto, un hombre al
que elogiar, compadecer y, —¡ay!— amar? Al final, lo que amamos u odiamos los
lectores es, sin duda, alguna proyección del autor. La atmósfera personal es la
suya, y cuando pensamos que conocemos a Hamlet lo único que conocemos es una
faceta de su creador. Es una doctrina antigua, correcta y cómoda: lo que a
nuestros padres les hizo de almohada, a nosotros nos servirá de cuna. Y sin
embargo, en alguna de sus aplicaciones nos pone frente a frente con la
dificultad. Decía yo el mes pasado que es fácil detectar a un caballero en una
novela. Pero sigamos con Hamlet. Las costumbres varían, se invierten, de una
época a otra. Los caballeros de Shakespeare no son los nuestros, no hay duda de
que su discurso suscitaría un murmullo en una reunión de las que se celebran en
nuestros días. Pero si nos atenemos a esa vieja frase bíblica, la raíz del
asunto se halla en ellos. A Hamlet le adornan los atributos más hermosos del caballero:
ese fue el lado que tomó Salvini y que representó con tanta belleza, cautivando
al público en los teatros; y es el lado, creo yo, por el que el Príncipe ha
llegado a ser tan querido por los lectores. Es cierto que hay una escena que se
tambalea un poco, que es la escena que transcurre con su madre. Consideraremos
que esa es la batalla perdida del autor. Ahí es donde fracasó Shakespeare: qué
hacer con la Reina, cómo retratarla, cómo mostrar la forma en que la utiliza
Hamlet. Estos constituyen, y nosotros lo sabemos bien, su principal problema y
su gran golpe: se enfrentó a una indecisión digna de su héroe; vaciló, cambió
de rumbo y, al final, puede decirse que dejó el papel en blanco. Una razón por
la que no solemos reconocer este fracaso de Shakespeare es porque la mayoría de
nosotros hemos visto la obra representada y los empresarios teatrales, en
virtud de eso que parece un golpe de arte pero no es, en realidad (me atrevo a
decir) más que una afortunada necesidad, dejan el problema oculto entre
bastidores. El brillo de las candilejas y el encanto de esa discreta hilera
formada por las cabezas y los codos de los violinistas se encargan de esconder
el conjuro. Y ese «golpe de arte» (permítanme que lo llame así) consiste en
mostrarnos a la Reina como una anciana. Gracias a las candilejas y a las
cabezas de los violinistas nunca nos paramos a pensar por qué el Rey iba a
empeñar su alma por esta vieja camarera disfrazada. Y gracias a lo absurdo de
toda la situación y a la escasa caballerosidad, si bien inconsciente, de la
audiencia (y también de los autores, claro) hacia las mujeres de edad, el
monstruoso comportamiento de Hamlet pasa inadvertido, o no se le da
importancia. Si la Reina apareciera como lo que debe ser, una mujer aún joven y
hermosa, si el propio Shakespeare la hubiera retratado con coherencia, si los
actores la representaran con cierto espíritu entonces la audiencia se
levantaría.
Pero la escena es falsa,
sencillamente: eficaz sobre el escenario, pero inverosímil entre un hijo y una
madre. Si juzgamos el personaje de Hamlet, deberemos dejarla de lado. En el
resto de sus apariciones no hay duda de que el Príncipe es un caballero.
Fragmento del ensayo “Caballeros
de ficción”, de Robert Louis Stevenson.