"Dirty Deeds": Un cuento de Ian Chávez | MÁS LITERATURA

 

Dirty Deeds


DIRTY DEEDS

Ian Chávez

O. descendió de la patrulla, colocando su mano sobre la funda de la pistola. Caminaba lentamente, cuidando de no pisar alguna rama ni tropezar con una piedra. La neblina no permitía que, a lo lejos, el policía observara por el retrovisor del tráiler. El frío empañaba los vidrios y los espejos. O. intentaba controlar su respiración, aunque no lo lograba, sabía que usar la pistola era necesario. Desenfundó y continuó su caminata sigilosa.

A. salió del vehículo al darse cuenta que su compañero comenzaba a perderse en la neblina. También desenfundó y comenzó a cubrir los pasos enlodados de O. La torreta estaba apagada y la sirena no atormentaba los oídos de los oficiales. El silencio no era total, se rompía cada vez que los policías daban un paso y el aire seseaba como una serpiente pequeña. 

O. alzó un puño para indicar a su compañero que debía detenerse. Había recorrido las dos cajas completas y estaba a tres pasos de la puerta del copiloto, sólo necesitaba que A. lo cubriera por si algo salía mal. Colocó su espalda en la caja e intentó ver nuevamente por el retrovisor al sospechoso, pero no logró su cometido, el espejo estaba completamente empañado. La única opción que le quedaba era colocarse frente a la puerta del copiloto y hacer reaccionar al conductor. Tal vez no tuviera un arma para defenderse, o probablemente sí y podría darle un balazo certero a O. Lo único seguro era que el conductor no podía continuar su camino, porque A. le había reventado dos neumáticos. 

El frío congelaba los pies de los oficiales, sabían que el momento había llegado y que su pésima educación en la academia policíaca no los iba a salvar si algo salía mal.

O. movió su mano para comunicarle a su compañero que iba a colocarse frente a la puerta del copiloto para apuntarle al conductor. A. alzó el pulgar y le mostró el arma para indicarle que cubría su espalda. El silencio volvió a romperse con el chillido del viento. La neblina era cada vez más densa, ya no podía percibirse un árbol a más de 10 metros de distancia. La luz de la tarde desaparecía gradualmente. Los policías sabían que no tenían mucho tiempo para actuar, porque si la noche invadía el camino, el conductor podía salir del tráiler y echarse a correr por el bosque para perderse. Debían aprovechar el poco tiempo que les quedaba. O. dio tres pasos rápidos, colocándose frente a la puerta del copiloto y apuntando hacia la ventana polarizada. Nada sucedió y nadie se movió dentro del vehículo. O. no dejaba de apuntar a la ventana, podía ver que estaba empañada, indicando que alguien permanecía dentro y aguardaba el momento preciso para realizar su jugada. 

A. se acercó unos pasos más al ver que la situación era una mierda. Apuntaba a la puerta y escuchaba todo el ambiente a su alrededor, sabía que en cualquier momento esto iba acabarse, sólo debía ser paciente. 

O. sentía que las manos se le entumían por el frío, el tacto comenzaba a fallar: su dedo índice ya no percibía la existencia del gatillo. Oteó su mano por un momento y regresó la vista a la ventana. 

A. se acercaba cada vez más a su compañero, los pasos eran lentos, cuidando su espalda y la de O. 

El aire acuchillaba las mejillas con el frío. A. se detuvo a mitad de camino y levantando su mano derecha, indicó a O. que debían actuar. 

O. sostuvo el arma con tanta determinación que, sin previo aviso, escuchó una gran detonación. O. cayó al suelo.

–¡Todo está bien! –gritó A. mientras golpeaba una caja del tráiler.

El conductor bajó del vehículo y fue directo al policía.

–¿Qué hacemos con el cuerpo, jefe?

–Llévalo al bosque y vuélale la cabeza con un escopetazo. Recoge la bala que le metí y escóndela.

–¿Qué va hacer con su pistola?

–No te preocupes. No soy pendejo. Sólo termina esto.

–Como diga, jefe.

El conductor fue directo al cadáver de O. y comenzó a arrastrarlo.

-¡Eh! No se te olvide borrar las marcas de que lo arrastraste.

–No, señor.

A. volvió a la patrulla, puso el arma en la guantera y tomó su celular.

–¿Flaco?

–Dígame, señor.

–Necesito que vengas al bosque, trae dos neumáticos nuevos y cámbiaselos al tráiler. Esa entrega debe ser para mañana.

–Sí, señor.

–Muy bien.

–Señor, ¿todo bien con la carga? –Todo bien, sólo haz lo que te digo –colgó.

A. volvió al tráiler, abrió la puerta del conductor y sacó unas llaves de la guantera, luego fue directo a las cajas, quitó los candados y subió para ver la mercancía. Todo bien. Volvió a colocar los candados. A. sabía que la mercancía llegaría con dos horas de retraso, pero si le explicaba el percance a su cliente, lo entendería perfectamente.

El conductor volvió al tráiler, sacó la escopeta y una linterna que ocultaba tras los asientos.


–¿Cuánto te vas a tardar?

–Unos minutos más, jefe. Sólo debo recoger la bala.

–Ten cuidado.

–No se preocupe, jefe. Todo está en orden.


El conductor volvió al bosque. La luz había desaparecido y la noche era completamente helada. A. sabía que todo iba salir bien, sólo era necesario esperar al Flaco y al conductor para terminar el trabajo del día.


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