Virtuosismo de
Chopin
Franz Liszt
Después de haber hablado del
compositor, de sus obras vibrantes de sentimientos inmortales, en que su genio,
en lucha con el dolor —este terrible elemento de la realidad que el arte tiene
la misión de reconciliar con el cielo —, ha luchado con él, a veces vencedor, a
veces vencido; de sus obras en que se han expandido como llantos de un
lacrimatorio, todos los recuerdos de su juventud, todas las fascinaciones de su
corazón, todos los transportes de sus aspiraciones y de sus arrebatos
inexpresados; de sus obras, en que, traspasando los límites de nuestras
sensaciones demasiado obtusas para su manera, de nuestras percepciones
demasiado apagadas para su voluntad, hace incursión en el mundo de las dríades,
de las oréades, de las oceánidas; nos quedaría el hablar de su talento de
ejecución si tuviéramos el triste valor, si pudiéramos exhumar emociones
entrelazadas a nuestros más íntimos recuerdos personales, para adornar su
sudario con los colores que conviniera pintarlos. No nos sentimos con esa
fuerza inútil, porque ¿qué resultados podrían obtener nuestros esfuerzos? ¿Se
conseguiría hacer conocer a aquellos que no le han oído el encanto de una
inefable poesía, encanto sutil y penetrante como uno de esos ligeros perfumes
exóticos que sólo se exhalan en las habitaciones poco frecuentadas y se
disipan, como espantados, entre las masas compactas, entre las cuales se
enrarece el aire no guardando más que los aromas vivos de tuberosas en plena
flor o de resinas en plena llama?
Chopin sabía que su talento, cuyo
estilo e imaginación nos recordaban los de Nodier, por la pureza de su dicción,
por sus relaciones con un mundo de irreales fantasías que murmuran a su oído
sus más confidenciales quejas, sus sueños más insospechados. Chopin sabía
—pensamos nosotros— que él no influía sobra la multitud ni podía llegar a las
masas, porque, semejantes a un mar de plomo, sus olas maleables a todos los
juegos, no son menos pesadas para remover y necesitan el brazo poderoso del
obrero atleta para ser vaciadas en un molde en que el metal en fusión se
convierte de repente en pensamiento y sentimiento bajo la forma que le imponen.
Él sabía que no era del todo apreciado más que por esas reuniones,
desgraciadamente poco numerosas en que todos los espíritus están preparados
para seguirle y para transportarse con él a esas esferas en que los antepasados
hacían entrar por una puerta de marfil rodeadas de pilastras de diamantes,
sobremontadas por una cúpula en la cual convergen todos los rayos de un prisma
sobre una de esas transparencias rojizas como las de los ópalos de México, en
que los salones calidoscópicos están escondidos en una bruma verdosa que les
borra y les descubre a la vez; esferas en que todo es milagro encantador, loca
sorpresa, sueño realizado, y en que Chopin se refugiaba y se complacía con
tanto gusto. Así le decía un día a un amigo artista, al que se le ha oído mucho
después: «Yo no soy a propósito para dar conciertos, el público me intimida, me
siento asfixiado por su impaciencia precipitada, paralizado por sus miradas curiosas,
mudo ante estas fisonomías desconocidas; pero usted está destinado a ello
porque cuando no seduce al público lo domina».
Teniendo así conciencia de las
exigencias a que llevaba la naturaleza de su talento, raramente tocaba en
público y salvo algunos conciertos al principio de su carrera, en que se hizo
oír en Viena y Munich, no dio ninguno más que en París, porque no le era
permitido viajar, a causa de su salud, que siendo tan débil la hacía estar casi
moribundo durante meses enteros. Tras la única excursión que hizo por el
mediodía francés, con la esperanza de que un clima más dulce le iría bien, su
estado llegó a ser tan alarmante, que los hoteleros exigieron más de una vez el
pago entero de la cama y los enseres que había utilizado, para quemarlos en seguida,
creyéndole en ese período de tuberculosis propenso al contagio.
Sin embargo, si nos es permitido
decirlo, nosotros creemos que estos conciertos fatigaban menos su constitución
física que su irritabilidad de artista. Su voluntaria renunciación a los éxitos
clamorosos ocultaba, a nuestro parecer, una herida interior. Tenía un
sentimiento muy claro de su alta superioridad; pero tal vez no recibiese de
fuera bastante eco y entusiasmo para tener la certeza de ser apreciado en todo
su valer. ¿Le faltaría la aclamación popular preguntándose, sin duda, hasta qué
punto pueden sustituir los salones de élite esos entusiasmos del aplauso
público, este gran público que él evitaba? Pocos le comprendían; pero estos
pocos ¿le comprendían suficientemente? Un descontento bastante indefinido
—probablemente— de sí mismo, a lo menos en cuanto a su verdadera fuente de
producción, le minaba sordamente. Se le veía casi extrañado por los elogios.
Todos esos que por derecho podía pretender no le llegaban en grandes ráfagas,
por lo que le contrariaban en cierto modo las alabanzas aisladas, un tanto
enfadosas para él. Al través de las frases amables, las cuales apartaba a
menudo, como cumplimientos inoportunos, era fácil advertir con alguna
penetración que se juzgaba no sólo poco aplaudido, sino mal aplaudido, y que
prefería en tal caso no ser molestado en su plácida soledad y sus sentimientos.