¿EL LOCO?
GUY DE MAUPASSANT
¿Estoy loco? ¿O solamente celoso?
No sé nada, pero he sufrido horriblemente. He llevado a cabo un acto de locura,
de locura furiosa, es verdad; pero los celos que ahogan, el amor exaltado,
traicionero, condenado, el dolor abominable que soporto, todo esto ¿no es razón
suficiente para hacernos cometer crímenes y locuras sin ser verdaderamente un
criminal de corazón o de mente?
¡Sí! He sufrido, sufrido, sufrido
de un modo continuo, agudo, atroz. He amado a esta mujer con un ímpetu
frenético… Pero ¿de verdad?, ¿de verdad la he amado? No, no y no. Es ella la
que me ha poseído en cuerpo y alma, invadido, atado. Yo he sido, soy, su
objeto, su juguete. Pertenezco a su sonrisa, a los contornos de su cuerpo, a la
forma de su rostro; vivo anhelante sometido al dominio de su apariencia
exterior; pero a Ella, la mujer de todo esto, el ser de este cuerpo, la odio,
la desprecio, la execro; siempre la he odiado, despreciado, execrado; porque es
pérfida, bestial, inmunda, impura; ella es la mujer de perdición, el animal
sensual y falso, sin pizca de alma y cuyos pensamientos jamás circulan como una
corriente de aire libre y vivificadora; ella es la bestia humana; menos aún: no
es más que un torso, una maravilla de carne suave y rotunda donde habita la
Infamia.
Los primeros tiempos de nuestras
relaciones amorosas fueron extraños y deliciosos. Entre sus brazos siempre
abiertos llegaba hasta la extenuación en la furia de un insaciable deseo. Sus
ojos, como si me diesen sed, me hacían abrir la boca. Eran grises a mediodía,
teñidos de verde al caer la tarde y azules al alba. No estoy loco: juro que
tenían esos tres colores.
En los momentos de amor eran
azules, y como heridos, con unas pupilas enormes y nerviosas. Sus labios,
agitados por cierto temblor, dejaban, a veces, emerger la punta rosa y húmeda
de la lengua, que palpitaba como la de un reptil, y sus párpados se entreabrían
lentos, descubriendo esa mirada ardiente y anonadada que me enloquecía.
Estrechándola entre mis brazos
contemplaba aquellos ojos y me estremecía, sacudido a un tiempo por las ganas
de matar a aquel animal y por la necesidad de poseerlo sin descanso.
Cuando recorría mi habitación, el
ruido de cada uno de sus pasos me producía una conmoción en el corazón; y
cuando comenzaba a desnudarse, dejaba caer su vestido y salía infame y radiante
de entre su ropa interior que se arrugaba a sus pies, yo sentía por todo el
cuerpo, en los brazos, en las piernas, en mi pecho jadeante, un
desfallecimiento infinito y cobarde.
Un día me di cuenta de que estaba
cansada de mí. Lo vi en sus ojos, al despertar. Inclinado sobre ella, cada
mañana esperaba yo su primera mirada. La esperaba lleno de rabia, de odio, de
desprecio hacia aquel animal dormido cuyo esclavo era yo. Pero cuando el azul
pálido de su pupila, un azul líquido como el agua, se revelaba, aún lánguido,
aún cansado, aún enfermo de caricias recientes, era como una llama rápida que
me quemaba exasperando mi ardor. Aquel día, cuando se abrieron sus párpados,
percibí una mirada indiferente y sombría que ya no deseaba nada.
¡Sí! La vi, la sentí, la
comprendí enseguida. Todo había terminado, terminado para siempre. Y cada hora,
cada segundo me lo demostró.
Cada vez que mis brazos y mis
labios la reclamaban, ella me daba la espalda murmurando: «¡Dejadme en paz!» o
bien: «¡Sois odioso!» o bien: «¿¡Cuándo estaré tranquila!?».
Entonces me volví celoso, pero
celoso como un perro, y astuto, desconfiado, taimado. Sabía muy bien que no
tardaría en comenzar de nuevo, que otro aparecería para reavivar la llama de
sus sentidos.
Me volví frenéticamente celoso;
pero no estoy loco, no, por supuesto que no.
Esperé; ¡sí!, y espié: no podría
engañarme. A veces decía: «Los hombres me dan asco». Y era verdad.
Entonces tuve celos de ella
misma; celos de su indiferencia, celos de la soledad de sus noches; celos de
sus gestos, de sus pensamientos que sentía siempre infames, celos de todo lo
que creía adivinar. Y cuando a veces, al levantarse, tenía aquella mirada
apática que, en otra época, seguía a las ardientes noches nuestras como si algo
concupiscente hubiese asediado su alma y revuelto sus deseos, se apoderaba de
mí, ahogándome, la cólera, temblaba de indignación y me entraban unas ganas
tremendas de estrangularla, de matarla bajo mis rodillas y de hacerle confesar,
apretando su garganta, todos los secretos vergonzosos de su corazón.
¿Me he vuelto loco? No.
He aquí que una noche noté que
ella era feliz. Noté que una pasión nueva la habitaba. Estaba seguro, seguro a
no dudar. Su cuerpo palpitaba lo mismo que después de que yo la estrechase
entre mis brazos; su mirada despedía llamaradas, sus manos ardían y toda ella
vibraba desprendiendo ese vaho de amor de donde procedía mi locura.
Aparenté no darme cuenta de nada
pero mi atención la envolvía como una red.
Con todo, nada dejé entrever.
Aguardé una semana, un mes, el
cambio de una estación a otra. Ella se abría a la plenitud de un incomprensible
ardor; serena a la felicidad de una caricia imperceptible.
Y, de repente, ¡lo comprendí
todo! ¡No estoy loco! ¡No estoy loco, lo juro!
¿Cómo expresarlo? ¿Cómo hacerme
entender? ¿Cómo explicar aquella cosa abominable e incomprensible?
He aquí de qué modo me enteré.
Una tarde, ya os lo he contado,
una tarde, al volver de un largo paseo a caballo, encendidas las mejillas, el
pecho jadeante, empañados los ojos, se dejó caer, rendida, sobre una silla,
frente a mí. ¡La había visto ya así! ¡Estaba enamorada! ¡Imposible equivocarse!
Desquiciado, con tal de no verla,
me volví hacia la ventana y divisé a un criado que llevaba de la brida hacia
las caballerizas a su hermoso caballo, que se encabritaba.
También ella seguía con la mirada
al animal fogoso y saltarín. Luego, cuando hubo desaparecido, se durmió de
golpe.
Me pasé toda la noche cavilando,
y tuve la sensación de que me adentraba en misterios nunca sospechados por mí.
¿Quién será capaz de medir la profundidad de las perversiones de la sensualidad
femenina? ¿Quién comprenderá sus increíbles caprichos y la extraña manera de
saciar sus más extrañas fantasías?
Cada mañana, con el alba, partía
al galope por llanuras y bosques, y siempre regresaba con esa languidez que
sucede a los frenesíes del amor.
¡Comprendí, por fin! Esta vez
estaba celoso del caballo nervioso y galopante; celoso del viento que azotaba
su rostro cuando se entregaba a una loca carrera; celoso de las hojas que
besaban, al pasar, sus orejas; de las gotas de sol que caían sobre su frente a
través de las ramas; celoso de la silla de montar que la llevaba y que ella
apretaba entre sus muslos.
Aquello era lo que la hacía
feliz, lo que la exaltaba, lo que la aplacaba, lo que la agotaba y me la
devolvía a continuación insensible y casi desmayada de placer.
Decidí vengarme. Me mostré dócil
y atento con ella. Le tendía la mano cuando descabalgaba tras sus carreras
desenfrenadas. Furioso, el animal se abalanzaba sobre mí; pero ella acariciaba
su cuello encorvado, le besaba sus palpitantes ollares sin, luego, limpiarse
los labios; y el perfume de su cuerpo, sudoroso como salido de la tibieza del
lecho, se mezclaba en mis fosas nasales con el olor acre y salvaje de la
bestia.
Esperé a que llegase el momento
reservado para mí.
Ella pasaba cada mañana por el
mismo sendero en un bosquecillo de abedules que se perdía en la espesura.
Salí antes de la aurora, con una
cuerda en la mano y mis dos pistolas escondidas en el pecho como si fuera a
batirme en duelo.
Corrí al camino predilecto de
ella, tendí la cuerda entre dos árboles y me escondí entre unas matas.
Tenía pegada la oreja al suelo.
Oí un galope lejano, luego los distinguí allá a lo lejos, al fondo de la bóveda
que formaban las hojas, acercándose a toda carrera. ¡Oh! No me había
equivocado, ¡eran ellos! Ella parecía llena de júbilo, la sangre coloreaba sus
mejillas y un destello de locura brillaba en sus ojos; el movimiento acelerado
de la carrera hacía vibrar sus nervios con un gozo solitario y furioso.
El animal chocó contra mi trampa
con las dos patas delanteras y rodó con los huesos rotos.
¡Ella! A ella la recibí en mis
brazos. Soy fuerte como para cargar con un buey. Luego, una vez que la hube
depositado en tierra, me acerqué a Él, que nos miraba; entonces, en tanto que
trataba todavía de morderme, le apliqué una de mis pistolas a la oreja… y lo
maté… como a un hombre.
Pero yo mismo me desplomé con el
rostro cruzado por dos latigazos; y como otra vez ella se abalanzaba sobre mí,
le disparé la otra bala en el vientre.
Decidme, ¿estoy, acaso, loco?