John Kenneth Turner: “la pereza es el vicio cardinal del mexicano” | MÁS LITERATURA

 

Braceros mexicanos

En la estimación de los norteamericanos, amigos de Díaz, la pereza es el vicio cardinal del mexicano; la pereza ha sido siempre un vicio terrible a los ojos de los explotadores del pobre. Los hacendados norteamericanos en realidad esperan que el mexicano se mate trabajando por amor al arte. ¿O acaso esperan que trabaje por amor a su amo? ¿O por la dignidad del trabajo?

Pero el mexicano no aprecia tales cosas; como no recibe nada más tangible a cambio de su trabajo, flojea en su tarea, o sea que no sólo es perezoso sino estúpido y por lo tanto, se le debe llevar al campo a garrotazos; debe dársele caza, mantenerlo en cuadrillas de enganchados, encerrarlo de noche y dejarlo morir de hambre.

Puede ser información útil para algunas personas decirles que se ha sabido de mexicanos que trabajan voluntaria y efectivamente cuando tienen por qué hacerlo. Decenas de millares de ellos han desplazado a norteamericanos y a japoneses en los ferrocarriles y los campos del sudoeste de los Estados Unidos. Autoridad tan respetable como E. H. Harriman dijo en una entrevista publicada en Los Angeles Times en marzo de 1909: «Hemos tenido mucha experiencia con los mexicanos, y hemos encontrado que una vez se les alimenta y recuperan su fuerza, constituyen muy buenos trabajadores».

Tómese nota de esto «una vez que se les alimenta y recuperan su fuerza». En efecto, es igual a decir que los empleadores de mano de obra mexicana, entre los cuales muchos son estimables amigos norteamericanos de Díaz, tienen a los obreros mexicanos a ración de hambre crónica de tal manera que en realidad carecen de fuerza para trabajar con eficacia. Ésta es una segunda razón que explica por qué los mexicanos, algunas veces, flojean en el trabajo. ¡Ah, mexicanos inútiles! ¡Ah, virtuosos norteamericanos!

El empresario norteamericano siente como injuria personal el fanatismo religioso del pobre mexicano. Es que piensa en las fiestas eclesiásticas que permiten al trabajador algunos días de descanso extraordinario al mes, cuando está en libertad de tomárselos. En esos días de fiesta se pierden utilidades: de ahí la angustia del empresario norteamericano; de ahí que éste adopte con gozo un sistema de trabajo como el que encontramos en Valle Nacional, donde la vara de bejuco es más poderosa que el sacerdote, donde no hay días de fiesta, ni domingos, ni días en que el garrote no haga asistir al esclavo a las agotantes faenas del campo.

—Nos dijeron que aquí la mano de obra era barata —decía una vez un norteamericano en tono ofendido—. ¿Barata? Naturalmente, tan barata como basura; pero tiene sus inconvenientes.

Este señor esperaba que cada bracero hiciera el mismo trabajo que un norteamericano sano y que, además, viviera del aire.

Estoy muy lejos de aprobar la influencia de la Iglesia católica en el mexicano. Sin embargo, debe admitirse que ella alivia su miseria en parte, al permitirle algunos días de fiesta extraordinarios; alimenta su hambre con bellos espectáculos y con dulce música, que para el mexicano pobre son imposibles de obtener fuera del templo. Si los gobernantes del país hubieran sido más inteligentes y hubieran dado al pueblo la más ligera idea de esplendor fuera de la Iglesia, la influencia del sacerdote habría sido menos intensa de lo que es ahora.

Esas fiestas que el empresario norteamericano considera como un pinchazo en sus costillas le son, sin embargo, útiles; por lo menos, le sirven de pretexto para pagar tan poco al jornalero, que en realidad es una extravagancia que éste se tome un día de descanso: son tan imprevisores que necesito tenerlos «muertos de hambre» porque de otro modo no trabajarían nada. Esto se oye decir continuamente a los norteamericanos. Y como ilustración de ello se relatan muchos virtuosos cuentos.

¡Imprevisor! Sí, el famélico mexicano es impresivor. ¡Gasta su dinero para no morirse de hambre! Sí, hay casos en que recibe salarios tan muníficos que es capaz de ahorrar un centavo de vez en cuando, si se lo propone. Y al proponérselo, descubre que la previsión no le produce nada, pues encuentra que en el momento en que ha logrado reunir unos cuantos pesos, se convierte en seguida en la víctima de los voraces funcionarios inferiores en cuya jurisdicción cae. Si los amos de México quisieran que sus esclavos fueran previsores, deberían darles la oportunidad de ahorrar y después garantizarles que no les serían robados sus ahorros.

Se acusa al mexicano pobre de ser un ladrón inveterado. La forma en que el obrero mexicano acepta dinero y trata después de escaparse, en vez de trabajar por el resto de su vida para liquidar su deuda, en verdad es suficiente para que se les llenen los ojos de lágrimas a los norteamericanos explotadores de enganchados. Los empresarios norteamericanos roban hasta la sangre viva del obrero, y después esperan de éste la virtud de contenerse para no recuperar, mediante el robo, algo de lo que le han quitado. Si un peón mexicano ve alguna chuchería que le llama la atención, es muy probable que la robe, porque es la única forma que tiene de conseguirla.

Se arriesga a que lo encarcelen por un artículo que vale unos centavos. ¿Cuántas veces los pagaría si deshacerse de esos pocos centavos no significara, para él un día de hambre? Los hacendados norteamericanos secuestran trabajadores; los llevan por la fuerza a sus haciendas; los separan de sus familias; los encierran de noche; los azotan; los hacen pasar hambre mientras trabajan; los abandonan cuando están enfermos; no les pagan; los matan por fin y, después, levantan las manos horrorizados porque un pobre diablo roba una tortilla o una mazorca de maíz.

Fragmento del libro México bárbaro, de John Kenneth Turner.


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