Toda la vida me has echado en
cara (a solas o delante de otros —para notar lo humillante que era esto último
te faltaba por completo la sensibilidad—, pues los asuntos de tus hijos siempre
han sido públicos) que, gracias a tu trabajo, he vivido sin privaciones, en
medio del confort, la paz y la abundancia. Me refiero a comentarios que deben
haber formado literalmente surcos en mi cerebro, como éstos: «A los siete años
ya tenía yo que ir por los pueblos con el carretón». «Teníamos que dormir todos
en un cuarto». «Éramos felices cuando teníamos patatas». «Durante años he
tenido llagas en las piernas por faltarme ropa de invierno». «Bien pequeño ya
tenía yo que ir a Pisek, a la tienda». «En casa no me daban nada, ni siquiera
cuando hice el servicio, era yo quien enviaba dinero a casa». «Y con todo, y
con todo: el padre siempre era el padre. ¡Quién sabe esto hoy! ¡Qué sabrán los
hijos! ¡Ninguno ha pasado por algo así! ¿Lo comprende esto hoy un hijo?». En
condiciones de vida diferentes, esos relatos habrían podido ser una excelente
medida educativa, habrían podido dar aliento y ánimos para superar las mismas
penalidades y privaciones que tuvo que soportar el padre. Pero no era eso lo
que querías, pues, debido a ese esfuerzo tuyo, la situación era diferente; no
había ocasión de descollar como tú lo habías hecho. Una ocasión así habría
habido que hacerla surgir mediante la violencia y la subversión, uno habría tenido
que escaparse de casa (suponiendo que se hubiese tenido la decisión y la fuerza
necesarias para ello y que la madre no lo hubiese impedido por otros medios). Pero
tú no querías nada de eso, todo eso tú lo llamabas ingratitud, exaltación, desobediencia,
traición, locura. Es decir, mientras que por un lado invitabas a ello poniéndote
como ejemplo, contando historias y avergonzando a los demás, por otro lado lo
prohibías severísimamente. De no ser así, en el fondo deberías haber estado encantado
con la aventura de Zürau de Ottla, si se prescinde de los detalles secundarios.
Ella quería volver a ese ambiente rural del que tú procedías, quería tener trabajo
y privaciones, como tú habías tenido, no quería disfrutar de los resultados de tu
trabajo, lo mismo que tú fuiste independiente de tu padre. ¿Eran ésas unas intenciones
tan horribles? ¿Estaban tan lejos de tu ejemplo y de tus enseñanzas? Bueno, las
intenciones de Ottla no resultaron bien al final, quizás las llevó a la práctica
de un modo algo ridículo, con demasiado revuelo, no tuvo la suficiente consideración
con sus padres. ¿Pero fue culpa exclusiva suya? ¿No fueron también culpables
las circunstancias y sobre todo el hecho de que tú te hubieses alejado tanto de
ella? ¿Era menor ese alejamiento en la tienda (de eso querías persuadirte a ti mismo
más tarde) que después, en Zürau? ¿Y no habría estado ciertamente en tu mano (a
condición de que hubieses podido vencerte a ti mismo) el convertir aquella aventura
en algo muy bueno si hubieses animado, aconsejado y vigilado a Ottla, o incluso
con que sólo hubieses tenido más tolerancia?
A raíz de esas experiencias
solías decir con amargo humor que vivíamos demasiado bien. Pero en cierto
sentido ese humor no era tal. Lo que tú conseguiste luchando, nosotros lo
recibimos de ti, pero la lucha por la vida exterior, a la que tú tuviste acceso
de inmediato y que nosotros, naturalmente, tampoco podemos eludir, esa lucha
tenemos que librarla tarde, en edad adulta, mas con las fuerzas de un niño. No
digo que por eso nuestra situación sea necesariamente más desfavorable que la tuya,
al contrario, es probable que ambas sean equivalentes (aunque, en esta comparación,
prescindamos de los temperamentos básicos), pero sí estamos en desventaja
nosotros por no poder jactarnos de nuestras penalidades ni humillar a nadie con
ellas, como tú lo has hecho siempre con las tuyas. Tampoco digo que no me
hubiese sido posible gozar de los frutos de tu trabajo inmenso y eficaz, revalorizarlos
y seguir trabajando con ellos para satisfacción tuya, pero a eso se oponía
nuestro mutuo distanciamiento.
Yo podía disfrutar lo que tú
dabas, pero sólo con sonrojo, cansancio, debilidad, sentimiento de culpa. Por
eso sólo podía darte las gracias por todo como dan las gracias los mendigos,
con hechos no.