CONTRAINVESTIGACIÓN
PERSONAL
IAN CHÁVEZ
I
Aída
volvió al recorrido: cruzó el puente a las 9 de la mañana para comprar pan y
leche, después regresó a casa, se puso la blusa blanca y el pantalón oscuro, la
vestimenta habitual para dar clases en la universidad; yo estaba observándola
desde el automóvil, registrando, en una pequeña libreta, cada acción que
realizaba y quejándome de su rutina aburrida.
No
entiendo por qué la espío. ¡Es una simple profesora! He tenido trabajos más
interesantes que éste; lo más raro del asunto es que un extraño me paga para
saber la vida de alguien que no le hace mal ni a una cochinilla, me parece
absurdo y, hasta cierto punto, estúpido. ¡Soy un detective, no un acosador!
Pocas personas lo entienden, aunque necesito dinero y ahora estoy aquí, como
toda la semana, observando a la Mtra. Aída.
El
caso es un fastidio, lo más interesante que hace en su vida, es salir con sus
amigas para tomar café; no tiene citas ni sexo casual. Se lo he reportado a mi
cliente, pero a él no le interesa lo que he descubierto. No sé qué es lo que
busca. En principio, pensé que este caso era de un exmarido celoso que no había
podido superar la separación y, tal vez, necesitaba mis servicios para saber si
lo habían cambiado por otro. Muchos de estos trabajos terminan en crímenes
pasionales. En esta ocasión no ha sido así; mi cliente nunca ha sido parte de
la vida de Aída, ha declarado no conocerla ni estar cerca de ella, sus órdenes
se reducen en observar cada una de las acciones que realiza la profesora de
Antropología Social.
La
semana pasada tuve que reportar de manera detallada las temáticas de los textos
publicados por Aída: educación intercultural en comunidades indígenas. Me parece
exagerado que alguien con casi 34 años publique tanto sobre el mismo tema. Sus
hallazgos no son relevantes ni proporcionan una nueva perspectiva sobre el
asunto. Mi sujeto de estudio es una repetidora de ideas, aunque cuando mi
cliente leyó esta parte del reporte, mostró una cara de satisfacción y me pagó
extra.
Han
pasado días y no entiendo el cometido, es decir ¿seguir a una mujer mientras
cruza un puente para ir por sus alimentos y después regresar a casa? ¿qué
propósito tiene esto? Se lo he preguntado al cliente, pero me contestó que sus
motivos eran confidenciales y así le gustaría continuar con la labor de investigación.
Le hice caso, aunque, después de tres semanas, me aburrí y decidí inventar
situaciones en la vida de Aída:
-El
sábado anterior se acostó con un desconocido después de haber compartido
bebidas en un bar.
-¿Tienes
fotografías?
-No.
Su
mirada se volcó en una sonrisa que no resolvía el asunto y tampoco me auguraba
un final a esta tortura estúpida de espiar a una mujer sin razón. Ese día no
recibí paga y sabía que mentir fue el motivo. Sin embargo, él comenzó a
causarme curiosidad y decidí espiarlo.
Durante
dos semanas sólo pude saber que se llamaba Miguel, me enteré gracias a uno de
sus guardaespaldas mientras comían en un restaurante de Polanco. Desde ese
instante quise saber más y la única manera de obtener información, es
secuestrándolo.
El
rapto lo planeé de acuerdo a la rutina del guardaespaldas de mi cliente. El
guarura salía temprano de su casa en Nezahualcóyotl, esperando el camión cerca
del monumento a Sor Juana. Seguí su ruta de transporte, cuando llegó al
paradero de Pantitlán, dejé que entrara al metro, transbordó a la línea rosa y
bajó en la estación Chapultepec, caminó cuatro cuadras para llegar con su
compañero que lo esperaba en una camioneta negra.
Pasó
una semana después de aprenderme cada movimiento del guardaespaldas, luego
decidí actuar un lunes para secuestrar a mi víctima. Sin embargo, alguien actuó
más rápido que yo: mientras me ocultaba en mi auto, un sujeto rompió la
ventana, me apuntó con un arma, me hizo salir del carro y sólo sentí un golpe
en la cabeza.
III
Despierto
en un cuarto donde apenas puedo moverme. Estoy de pie, no puedo sentarme porque
el espacio no lo permite, el sitio es húmedo y huele a mierda. Además, cada
siete minutos comienza una canción insoportable a todo volumen. Las horas pasan
y lo único que me queda es contar el tiempo: llevo cuatro horas en este lugar,
todo comienza a fastidiarme. Orino y defeco en mis pantalones. Intento dormir,
pero la canción no me lo permite, me desespero de su juego estúpido y mi mente
recomienda que no caiga en él, aunque mi voluntad ya está muy quebrada.
IV
Cuando aparezco en mi cama, veo al guardaespaldas de Miguel, me cachetea. Mi mente está llena de odio, quiero golpearlo, pero su fuerza me excede y termino sometido en el suelo. El tipo me deja una nota con pésima caligrafía: continúa tu trabajo. Desde ese instante supe que era un detective investigado por otro, y, tal vez, todo era una cadena donde no tenía escapatoria. Estaba siendo vigilado por alguien parecido a mí, como un Big Brother mexicano que no daba su nombre ni dirección. ¡Quién era Miguel! ¡Quién era la persona que sólo se dedicaba a espiar al otro! Debía investigarlo, pero ahora con más precaución.
V
En
el transcurso de la semana recibí la llamada de mi cliente, me dijo que
continuara espiando a la Mtra. Aída, pero ahora los reportes debían ser
grabados con mi voz para después entregárselos a uno de sus guardaespaldas en
un pequeño bar de la Doctores. La paga seguiría siendo la misma.
Esto era un dolor de huevos, necesitaba encontrar otro plan, una salida a esta cadena de espionaje personal. Así que decidí tratar a la Mtra. Aída. No era tan difícil, sabía que ganarme su persona estaba en impresionarla en los conocimientos educativos e interculturales. Leí durante dos semanas sus textos y después asistí a un congreso donde ella participaba como ponente. Le inventé que me interesaban sus temas mientras tomábamos café en la sala de espera. Intercambiamos números y correos electrónicos. Cuando llegué a casa, la llamé para invitarla a tomar un café, pero esta vez con el propósito de fingir interés hacia su persona. Aceptó. Nos reunimos un domingo y comenzamos a platicar: no me contaba algo nuevo, toda la charla se resumía en sus actividades rutinarias y en su habitual interés ficticio hacia el progreso académico de los alumnos. Concluimos en que los dos éramos tan falsos en la vida laboral, que decidimos volver a vernos.
VI
En el informe no oculté el acercamiento con mi sujeto de estudio. Miguel estaba contento, la paga fue mayor, como si él esperara esas acciones. Me dio curiosidad el asunto y quise experimentar: durante dos semanas no salí con Aída a pesar de sus llamadas. En ese tiempo mi paga fue menor. En la tercera semana volví al ruedo y fuimos al cine para ver una película de detectives donde el tipo termina enamorándose de la chica guapa, todo un cliché. Ella estaba entusiasmada con la vida nocturna de los detectives, cuando en realidad trabajamos más de día. Me gustó su apreciación a la ficción y la besé. Sabía que su vida sexual estaba arruinada y en ese momento aceptaría a cualquier vagabundo que le dijera que la admiraba. Ella buscaba admiración, no amor, eso lo tenía entendido desde que supe sus grados académicos y sus ganas por intentar educar a unos cuantos alumnos que en su vida no harían nada sino repartir leche, sacar copias o ser un padre o una madre. Aída ya estaba dentro de mi vida falsa. Las películas de detectives ahora se convertían en un cliché personal. Los reportes continuaban hacia Miguel y cada vez recibía más dinero. Me di cuenta de su interés voyerista hacia nosotros y contraté a un detective para que vigilara mi espalda. En menos de una semana, un sobre llegó a mi puerta, dentro de él había un dedo y una oreja del detective. Además, el sobre contenía instrucciones precisas: continúa con Aída. En toda mi carrera como metiche de la vida cotidiana, nunca había sentido miedo porque era precavido en todos mis actos, ahora que sabía que estaba siendo vigilado, el terror me invadía y la desesperación comenzaba a cobrar factura en mis sentidos. Recordé mi secuestro y no quise volver a ese lugar húmedo y nefasto. Tomé una decisión y continúe saliendo con Aída.
VII
En
el segundo mes de salir juntos, Aída dijo que me quería; en cierto modo, yo
sentía lo mismo, pero ya no deseaba seguir con el juego de engañarla con una
profesión que me inventé para estar con ella. Además, sus tobillos, sus pechos
y su cabello iban cobrando más importancia que el simple hecho de generar
dinero con mis reportes. Me di cuenta que había caído en el cliché de las
películas de detectives: me estaba enamorando. Eso no se lo podía reportar a
Miguel, debía ser objetivo y claro en todo lo que estaba escribiendo. Sin
embargo, me llegaron instrucciones que sobrepasan los límites de mi trabajo:
debía confesarle a Aída que era detective y que la investigaba para fines
inciertos de un tipo desconocido. Me pareció una idea bastante arriesgada. Hice
caso omiso de la orden y decidí continuar con el cortejo.
Un
lunes, Aída desapareció; sabía que Miguel la había llevado al cuarto con
música. Me dio tanta impotencia entender que no la iba volver a ver y me puse a
llorar en el auto. Supe que todo se había ido a la mierda; me di cuenta que
este engaño de espiar a otra persona era una realidad impuesta por un genio
maligno que nos dictaba una serie de normas y conductas para su placer. Me
quedé asustado de este maldito estilo de vida, de este cliché donde el
detective siempre pierde toda esperanza y debe continuar cuando la chica guapa
de la película se va con otro o muere. No quería que mi vida se convirtiera en
un cliché, pero siempre pasaba lo mismo. Ahora deseaba ser un héroe que
rescataba a la princesa de las manos de un dragón. Aída me dijo una vez que
esas tonterías las estudiaban los rusos en sus cuentos. Yo no creo que la vida
deba ser un cliché necesario de estudio. Así que planeé de nuevo el secuestro
del guardaespaldas. Aunque el resultado fue distinto, Miguel y todos sus
secuaces habían desaparecido; me dejaron en la nada, en la angustia, en la
pérdida total de su rastro, del rastro de Aída.
Por
primera vez, no podía recabar información para un caso, estaba desesperado, con
ganas de arrojarme por una ventana o decirle a la policía que una mujer que
espiaba, estaba desaparecida. Sólo me quedaba una opción: continuar con mi vida
y resignarme, comprender que a veces era imposible recabar información sobre un
hecho que debe mantenerse oculto.