AL OTRO LADO DEL ATLÁNTICO
IAN CHÁVEZ
I
Mamá había muerto un sábado. Los doctores quitaron los tubos de su
nariz, retiraron la sonda urinaria y, con una mano, cerraron los párpados. Vi
la cabeza sin vida, y me puse a llorar en la alfombra. Nadie me había enseñado
cómo comportarme ante una pérdida, era difícil tener conciencia de lo que
estaba sucediendo, no tenía mente para pensar en lo que seguía. Mis tíos me
levantaron y dijeron que todo iba a estar bien. Sin embargo, no pasó una semana
cuando tuve que salir del país.
Llegué a Murcia el
21 de abril, un pueblo lleno de gitanos que se complementaba con calles
repletas de basura y un calor fastidioso que hacía más pesado mi andar. Lisa
vivía ahí, rentaba un pequeño departamento. Cuando se enteró que mi madre había
fallecido, me ofreció un cuarto, me dijo que era un lugar pacífico en donde se
podían pensar mejor las cosas. Yo no podía pensar en nada, sólo deambulaba en
el pueblo como si no existiera otra realidad. Mi amiga no me esperó en el
aeropuerto ni en la terminal de autobuses. Así que tomé un taxi para que me
dejara en la esquina donde cruzaban las calles Bartolomé y Baroja. En la
entrada no había interfón ni portero, pasé sin problemas y subí hasta el noveno
piso. Me dirigí al departamento 1023 y toqué la puerta. Lisa abrió tratando de
entender lo que yo sentía y me abrazó. No quise llorar, estaba más fatigada por
el viaje que por la melancolía. Escuché sus palabras de aliento en mi oído, pero
yo no ponía atención, eran murmullos.
Cuando entré al departamento, en la mesa de estudio
había un globo terráqueo, me acerqué a él y coloqué una mano encima del objeto,
mis dedos se quebraban cada vez que leía OCÉANO ATLÁNTICO. Me di cuenta que
estaba lejos de casa, de mi familia, de todo lo que conocía. El cuerpo se
hundió como bunker y mis ojos casi traicionan la voluntad de no llorar, Lisa se
dio cuenta de todo y volvió a abrazarme como un esqueleto de consultorio, todo
el acto fue tan cuidadoso: mi cabeza cayó en el hombro izquierdo, y un hundí la
nariz en su suéter verde. No pude quebrar en llanto, apenas unas lágrimas
mojaron su prenda y mis mejillas. Me separé de ella y limpié mi rostro, sabía
que era momento de acomodarme en el departamento. Lisa me ayudó a colocar las
maletas en el cuarto de huéspedes: una cama y una pequeña cómoda adornaban las
paredes blancas. Me dijo que mañana hablaríamos de todo, me dio un beso en la
frente y cerró la puerta.
La luz permaneció encendida, no quise mover un dedo de
la cama, me acorruqué, dejé que el cansancio cayera como una bala de cañón,
pero la realidad no me dejaba dormir, ahora sabía que estaba sola,
completamente sola. Supe que si mi familia intentaba buscarme era sólo para
quedarse con la herencia, y la verdad yo no estaba dispuesta a entregarles
nada, mi madre no había sacrificado una vida de trabajo sólo para que mis tíos
se convirtieran en carroñeros.
II
México estaba tan lejano y recordaba las canciones rancheras que
nunca me gustaron: “México lindo y querido...”, odiaba México, odiaba todo. Me
revolqué con ira en la cama, e intenté no pensar en el asunto, tratar de ser un
personaje de algún libro de Camus, demostrar que la situación no importaba. Sin
embargo, nada podía ser indiferente, me dolía mi madre, me dolían las
enseñanzas que ejerció en mi infancia: siéntate derecha; no te ensucies; deja
de arrastrar los pies; Jimena, hazme caso.
La voz de mi madre
aparecía en recuerdos, aunque no podía formular su imagen ¿Cómo iba a
imaginarla? ¿Con sus blusas planchadas? ¿Con el rostro joven y sin arrugas, o
con el rostro decrépito antes de que la diabetes se la llevara? ¿Cuál podría
ser el mejor recuerdo de una persona cuando se le conoce desde la juventud
hasta la muerte? No sé decir si ella era bella u horrible, simplemente no se
puede describir; aunque debo reconocerlo, recuerdo sus zapatillas marrones que
usó en el décimo aniversario de bodas ¡Lástima que mis padres se divorciaron!
Nunca supe la verdadera causa. Cuando preguntaba, nadie asumía la culpa; al
inicio yo creía que la causante de todos los problemas era mi madre, después
pensaba que era mi padre, luego no importó; me acostumbré a verlos separados,
infelices, gordos y repletos de dinero. No sé, pensar sólo me ha dejado una
idea en la mente que no puede salir, no la puedo ahuyentar, simplemente hay una
idea que no se va: no quiero dejar el dinero a mis tíos, quiero apostarlo todo
en algún lugar y que nadie se quede con lo que era de mamá.
III
Mi madre siempre había deseado ser rubia y, para lograrlo, se teñía
cada mes el cabello. Recuerdo que una tarde la encontré llorando en la sala e
intenté preguntarle la razón; ella ocultó su rostro con las manos y soltó la
orden de que me fuera; no lo hice, tomé asiento a su lado y esperé a que ella
me dijera que tenía diabetes, que la enfermedad avanzó tan rápido que, sin
darse cuenta, estaba perdiendo la vista. No pasaron seis meses cuando mi madre
no pudo admirar más su cabello frente al espejo.
Mis tíos, al
enterarse de la situación, la visitaban y la cuidaban, le brindaban atención y
hasta se reían de sus chistes mientras tomaban el sol. Cuando ella murió, ni
una hora tardaron en intentar desaparecerme de la herencia, por eso me fui con
Lisa, mi compañera de la universidad. Ella provenía de una familia mediera que
pudo pagar con muchos esfuerzos un colegio en la ciudad, la mayoría la trataban
como una peste por llegar al salón oliendo a autobús. Sin embargo, al final de
la carrera, en los últimos semestres, nos volvimos buenas amigas sin tener un
motivo claro, aunque pienso que ambas estábamos despechadas y contarnos
historias de malos amores era algo que nos unía. Con el tiempo ella fue a
estudiar un posgrado a Murcia mientras yo cuidaba a mi madre. Cuando la llamé,
Lisa sabía que necesitaba salir del país y me ofreció su departamento. Le conté
mi plan y al principio me apoyó, pero ahora, mientras tomamos un vuelo a Barcelona,
me intenta convencer que apostar todo mi dinero sería algo estúpido. No me
importan sus palabras, estoy decidida, tengo la sensación en mis manos de
aventar algunos dados, de tener algunas cartas, de poner todas las fichas en el
centro para apostar al color negro en la ruleta, no me importa.
IV
En Barcelona tomamos un taxi para que nos llevaran al casino más
cercano, el chofer nos explicó que era más fácil llegar a nuestro destino si
tomábamos la calle Cortés. Aceptamos. En el camino nos enteramos que Antonio
era de Portugal, y que había salido de su patria para intentar tener mejores
condiciones de vida, nunca logró una economía estable, ahora extrañaba su
costa, los embarcaderos y el fado. Sentí tristeza, nadie estaba contento con el
mundo, siempre añorábamos algo más. Le di una buena propina al llegar al
casino.
Cuando mis pies
cruzaron las puertas corredizas, volvió la tristeza, tenía ganas de llorar, de
tumbarme al suelo y de no levantarme de la alfombra. Las luces, los sonidos de
campanas, los gritos de entusiasmo o derrota no tenían significado, sólo
recordaba las zapatillas marrón de mamá y el paseo largo de su décimo
aniversario: la sonrisa en el aire, el cabello rubio, el rostro repleto de
felicidad. Estaba perdida en mi memoria, recordaba las playas, los consejos,
las palmadas de apoyo, los regaños... El último paseo que di cuando ella estaba
ciega ¡Todo era una mierda! ¡Recordar! ¿Por qué se debe recordar? Lisa tocó mi
hombro al darse cuenta que había estado en un trance: -Todo estará bien -me
dijo mientras cambiábamos el dinero por fichas. No sabía cuánto era, pero era
suficiente para joder a mi familia, para dejar a todos sin nada de mi madre. Si
alguien iba a quedarse con algo de ella, era yo, y eso eran recuerdos, sólo
eso, no quería contarle a nadie que mi madre valía más que monedas y billetes,
porque valía más por el simple hecho de ser mi madre, sólo eso. ¡Qué se jodan todos!
Lisa seguía con su discurso entre el bien y el mal para que pensara en la
caridad. ¡No, no quería abrir una fundación! ¡No quería hacer un albergue de
refugiados! ¡No quería nada sino recordar a mi madre!.
Caminé directo a la
ruleta. “Sólo han caído las rojas durante esta media hora”, me dijo un hombre
con traje amarillo “No importa”, contesté con desdén. Él ofreció su ayuda como
guía, pero no le hice caso. Lisa trataba de convencerme de que nos fuéramos de
ahí, pero se abrió un lugar entre el tumulto y no dudé en sentarme y colocar
diez fichas en cualquier número. La ruleta giró. Perdí. “La puedo guiar”, el
hombre susurraba en mis oídos. Aposté 15 fichas al negro 35. La ruleta volvió a
girar y otra vez perdí. “¡Jimena, escúchalo!”, Lisa insistía. 25 fichas al
negro 42. “¡Jimena, no lo hagas!”. Lisa se calló cuando vio que había ganado; me
sentí fatal, la fortuna se duplicaba ¡Nunca había odiado tanto al dinero como
ese día! Dupliqué la apuesta. La gente comenzó a llegar a la mesa y los
susurros se hicieron presentes. “No creo que sea buena idea”, me dijo el hombre
con traje amarillo. No ponía atención a lo que me decían. Negro 15. Perdí. Lisa
agarraba mi brazo y me quería sacar a la fuerza; los hombres de seguridad se
acercaron y me preguntaron si todo estaba bien. Contesté que no estaba bien,
que necesitaba que se llevaran a mi amiga del casino. Los guardias la
acompañaron hasta la salida. Me sentí más ligera, sabía que Lisa ayudaba más en
otro sitio.
V
Mi padre no fue al funeral de mamá, no tuve intenciones de preguntar
sus razones, nunca recibí una llamada ni para ayudar en el dolor, así era papá,
siempre estaba ocupado en reuniones que nada tenían que ver con trabajo. En mi
familia eran más importantes las reuniones sociales que intentar preocuparse
por situaciones sentimentales. Muchas veces descubrí a mis padres verse en el
espejo y explotar en llanto, un llanto parecido a los gemidos de caballo, un
llanto insoportable que dibujaban un circo. Mis padres eran los animales que
saltaban los aros de fuego para mantener la alegría en todos sus espectadores.
No había presentadores, ellos salían y mostraban su ridiculez ante el mundo. De
adolescente, era igual, pero la ceguera de mamá cambió todo, ella se volvió
afectiva y se preocupó por mí, desde ese instante, mi vida fue diferente,
dejaron de importarme estupideces y comencé a apreciar las descripciones del
mundo que mamá recordaba: su rostro arrugado, la lluvia, el sol.
VI
Lisa llamó por teléfono al ver que no salía del lugar, podía sentir
en mi bolso cómo vibraba el celular, no le puse atención; coloqué todas las
fichas a un número y dejé que la ruleta girara. Las personas que estaban alrededor
de la mesa se callaron, sólo se escuchaban las tragamonedas y algunos gritos de
derrota. Los talladores de otras mesas también se unieron a la complicidad de
no hacer ruido, parecía un funeral, parecía el funeral de mamá, donde cada
familiar se veía en círculos y deseaba todo el dinero.
―La familia es una ruleta ―me dijo mamá una semana antes
de morir―, todos apuestan simpatía para quedarse con una o dos fichas a pesar
de que nadie necesite, lo hacen por avaricia, por querer saber cuánto pueden quitarle
al otro. Es la naturaleza humana, hija; no existe igualdad; el humano es puro
sentimiento impune: si amas, alguien se aprovechará; no confíes más que en ti,
aunque a veces vas a salir más traicionada por lo que pienses que por tus
actos. Sé que es un mal consejo, pero es más útil que decirte que, a pesar de
tener dinero, la vida es linda. Todo es una mentira, Jimena. Necesitamos
desprendernos de algo para por fin ver, esa es la realidad.
La canica avanzaba en la ruleta, paraba
intermitentemente entre el rojo y el negro; el hombre con traje amarillo volvió
mientras todos comenzaban a emocionarse. Estaba en mi día de suerte, el
silencio otra vez hizo su entrada, era como recordar a mamá tomando el sol,
resaltando el color natural de su cabello, era como si todo el recuerdo sólo
fuese mío, como si por fin entendiera sus palabras. Como era de esperarse, el
color rojo apareció para indicarme que había perdido todo el dinero. Había
logrado mi cometido. Me sentí tan feliz, me sentí inmensamente feliz que salí
del casino, abracé a Lisa y me puse a llorar.