REALISMO MÁGICO
ARTURO USLAR
PIETRI
Desde 1929 y por algunos
años tres jóvenes escritores hispanoamericanos se reunían, con cotidiana
frecuencia, en alguna terraza de un café de París para hablar sin término de lo
que más les importaba que era la literatura de la hora y la situación política
de la América Latina que, en el fondo, era una misma y sola cosa. Miguel Ángel
Asturias venía de la Guatemala de Estrada Cabrera y Ubico, con la imaginación
llena del Popol-Vuh, Alejo Carpentier había salido de la Cuba de Machado y
yo venía de la Venezuela de Gómez. En Asturias se manifestaba, de manera casi
obsesiva, el mundo disuelto de la cultura maya, en una mezcla fabulosa en la
que aparecían, como extrañas figuras de un drama de guiñol, los esbirros del
Dictador, los contrastes inverosímiles de situaciones y concepciones y una
visión casi sobrenatural de una realidad casi irreal. Carpentier sentía pasión
por los elementos negros en la cultura cubana. Podía hablar por horas de los
santeros, de los ñáñigos, de los ritos del vudú, de la mágica mentalidad del
cubano medio en presencia de muchos pasados y herencias. Yo, por mi parte,
venía de un país en el que no predominaban ni lo indígena, ni lo negro, sino la
rica mezcla inclasificable de un mestizaje cultural contradictorio. La política
venía a resultar un aspecto, acaso el más visible, de esas situaciones de
peculiaridad que poco tenían que ver con los patrones europeos. ¿Qué podía
haber en común entre el señor Poincaré y Estrada Cabrera, Machado y Gómez, y
que podía identificar al maestro de Guatemala convertido en tirano, al rumbero
y trágico habanero tradicional que era Machado y al caudillo rural, astuto e
instintivo, que era Gómez? Lo que salía de todos aquellos relatos y evocaciones
era la noción de una condición peculiar del mundo americano que no era posible reducir
a ningún modelo europeo. Se pasaban las horas evocando personajes increíbles.
Estrada Cabrera y sus poetas, el siniestro hombre de la mulita que recorría
solitario y amenazante las calles de Guatemala, Machado y aquella Cuba rumbosa,
rumbera y trágica, y Gómez, su misterio rural rodeado de sus doctores sutiles y
de sus silenciosos «chácharos».
Nos parecía evidente que esa
realidad no había sido reflejada en la literatura. Desde el romanticismo, hasta
el realismo del XIX y el modernismo, había sido una literatura de
mérito variable, seguidora ciega de modas y tendencias de Europa. Se había
escrito novelas a la manera de Chateaubriand, o de Flaubert, o de Pereda, o de
Galdós, o de D’Annunzio. Lo criollo no pasaba de un nivel costumbrista y
paisajista. Ya Menéndez y Pelayo había dicho que el gran personaje y el tema
fundamental de la literatura hispanoamericana era la naturaleza. Paisaje y
costumbrismo, dentro de la imitación de modelos europeos, constituían los
rasgos dominantes de aquella literatura, que parecía no darse cuenta del
prodigioso mundo humano que la rodeaba y al que mostraba no haberse puesto a
contemplar en su peculiaridad extraña y profunda.
Era necesario levantar ese oscuro
telón deformador que había descubierto aquella realidad mal conocida y no
expresada, para hacer una verdadera literatura de la condición latinoamericana.
Por entonces, Miguel Ángel
Asturias, que trabajaba en El señor Presidente, publicó sus Leyendas
de Guatemala. Produjo un efecto deslumbrante; en ellas expresaba y resucitaba
una realidad casi ignorada e increíble, resucitaba el lenguaje y los temas
del Popol-Vuh, en una lengua tan antigua y tan nueva que no tenía edad ni
parecido. Por el mismo tiempo, Carpentier escribió su novela negra Ecue
Yamba O, llena de magia africana y de realidad sorprendente, al igual que yo
terminé y publiqué mi primera novela Las lanzas coloradas.
Se trataba, evidentemente, de una
reacción. Reacción contra la literatura descriptiva e imitativa que se hacía en
la América hispana, y también reacción contra la sumisión tradicional a modas y
escuelas europeas. Se estaba en la gran época creadora y tumultuosa del
surrealismo francés, leíamos, con curiosidad, los manifiestos de Breton y la
poesía de Eluard y de Desnos, e íbamos a ver El perro andaluz de
Buñuel, pero no para imitarlos o para hacer surrealismo.
Más tarde algunos críticos
literarios han querido ver en esa nueva actitud un mero reflejo de aquellos
modelos. Alguna influencia hubo, ciertamente, y no podía menos que haberla,
pero es desconocer el surrealismo o desconocer esa nueva corriente de la
novelística criolla pensar que son la misma cosa bajo diferentes formas y
lenguaje.
El surrealismo es un juego otoñal
de una literatura aparentemente agotada. No sólo se quería renovar el lenguaje
sino también los objetos. Se recurría a la incongruencia, a la contradicción, a
lo escandaloso, a la búsqueda de lo insólito, para producir un efecto de
asombro, un choque de nociones y percepciones incoherentes y un estado de
trance o de sueño en el desacomodado lector. Era pintar relojes derretidos,
jirafas incendiadas, ciudades sin hombres, o poner juntos las nociones y los
objetos más ajenos y disparatados como el revólver de cabellos blancos, o el
paraguas sobre la mesa del quirófano. En el fondo era un juego creador, pero
sin duda un juego que terminaba en una fórmula artificial y fácil.
Lo que se proponían aquellos
escritores americanos era completamente distinto. No querían hacer juegos
insólitos con los objetos y las palabras de la tribu, sino, por el contrario,
revelar, descubrir, expresar, en toda su plenitud inusitada esa realidad casi
desconocida y casi alucinatoria que era la de la América Latina para penetrar
el gran misterio creador del mestizaje cultural. Una realidad, una sociedad,
una situación peculiares que eran radicalmente distintas de las que reflejaba
la narrativa europea.
De manera superficial, algunos
críticos han evocado a este propósito, como antecedentes válidos, las novelas de
caballería, Las mil y una noches y toda la literatura fantástica.
Esto no puede ser sino el fruto de un desconocimiento. Lo que caracterizó, a
partir de aquella hora, la nueva narrativa latinoamericana no fue el uso de una
desbordada fantasía sobrepuesta a la realidad, o sustituta de la realidad, como
en los cuentos árabes, en los que se imaginan los más increíbles hechos y
surgen apariciones gratuitas provocadas por algún poder sobrehumano o de
hechicería. En los latinoamericanos se trataba de un realismo peculiar, no se
abandonaba la realidad, no se prescindía de ella, no se la mezclaba con hechos
y personificaciones mágicas, sino que se pretendía reflejar y expresar un
fenómeno existente pero extraordinario dentro de los géneros y las categorías
de la literatura tradicional. Lo que era nuevo no era la imaginación sino la
peculiar realidad existente y, hasta entonces, no expresada cabalmente. Esa
realidad, tan extraña para las categorías europeas, que había creado en el
Nuevo Mundo, tan nuevo en tantas cosas, la fecunda y honda convivencia de las
tres culturas originales en un proceso de mezcla sin término, que no podía
ajustarse a ningún patrón recibido. No era un juego de la imaginación, sino un
realismo que reflejaba fielmente una realidad hasta entonces no vista,
contradictoria y rica en peculiaridades y deformaciones, que la hacían
inusitada y sorprendente para las categorías de la literatura tradicional.
No se trataba de que surgiera de
una botella un «efrit», ni de que frotando una lámpara apareciera un sueño
hecho realidad aparente, tampoco de una fantasía gratuita y escapista, sin
personajes ni situaciones vividas, como en los libros de caballerías o en las
leyendas de los románticos alemanes, sino de un realismo no menos estricto y
fiel a una realidad que el que Flaubert, o Zola o Galdós usaron sobre otra muy
distinta. Se proponía ver y hacer ver lo que estaba allí, en lo cotidiano, y
parecía no haber sido visto ni reconocido. Las noches de la Guatemala de
Estrada Cabrera, con sus personajes reales y alucinantes, el reino del
Emperador Christophe, más rico en contrastes y matices que ninguna fantasía, la
maravillante presencia de la más ordinaria existencia y relación.
Era como volver a comenzar el
cuento, que se creía saber, con otros ojos y otro sentido. Lo que aparecía era
la subyacente condición creadora del mestizaje cultural latinoamericano. Nada
inventó, en el estricto sentido de la palabra, Asturias, nada Carpentier, nada
Aguilera Malta, nada ninguno de los otros, que ya no estuviera allí desde
tiempo inmemorial, pero que, por algún motivo, había sido desdeñado.
Era el hecho mismo de una
situación cultural peculiar y única, creada por el vasto proceso del mestizaje
de culturas y pasados, mentalidades y actitudes, que aparecía rica e
inconfundiblemente en todas las manifestaciones de la vida colectiva y del
carácter individual. En cierto sentido, era como haber descubierto de nuevo la
América hispana, no la que habían creído formar los españoles, ni aquella a la
que creían no poder renunciar los indigenistas, ni tampoco la fragmentaria
África que trajeron los esclavos, sino aquella otra cosa que había brotado
espontánea y libremente de su larga convivencia y que era una condición
distinta, propia, mal conocida, cubierta de prejuicios que era, sin embargo, el
más poderoso hecho de identidad reconocible.
Los mitos y las modalidades
vitales, heredados de las tres culturas, eran importantes pero, más allá de
ellos, en lo más ordinario de la vida diaria surgían concepciones, formas de
sociabilidad, valores, maneras, aspectos que ya no correspondían a ninguna de
ellas en particular.
Si uno lee, con ojos europeos,
una novela de Asturias o de Carpentier, puede creer que se trata de una visión
artificial o de una anomalía desconcertante y nada familiar. No se trataba de
un añadido de personajes y sucesos fantásticos, de los que hay muchos y buenos
ejemplos desde los inicios de la literatura, sino de la revelación de una
situación diferente, no habitual, que chocaba con los patrones aceptados del
realismo. Para los mismos hispanoamericanos era como un redescubrimiento de su
situación cultural. Esta línea va desde las Leyendas de Guatemala hasta Cien
años de soledad. Lo que García Márquez describe y que parece pura invención, no
es otra cosa que el retrato de una situación peculiar, vista con los ojos de la
gente que la vive y la crea, casi sin alteraciones. El mundo criollo está lleno
de magia en el sentido de lo inhabitual y lo extraño.
La recuperación plena de esa
realidad fue el hecho fundamental que le ha dado a la literatura
hispanoamericana su originalidad y el reconocimiento mundial.
Por mucho tiempo no hubo nombre
para designar esa nueva manera creadora, se trató, no pocas veces, de
asimilarla a alguna tendencia francesa o inglesa, pero, evidentemente, era otra
cosa.
Muchos años después de la
publicación de las primeras obras que representaban esa novedad, el año de
1949, mientras escribía un comentario sobre el cuento, se me ocurrió decir, en
mi libro Letras y hombres de Venezuela: «Lo que vino a predominar… y a
marcar su huella de una manera perdurable fue la consideración del hombre como
misterio en medio de los datos realistas. Una adivinación poética o una
negación poética de la realidad. Lo que, a falta de otra palabra, podría
llamarse un realismo mágico». ¿De dónde vino aquel nombre que iba a correr con
buena suerte? Del oscuro caldo del subconsciente. Por el final de los años 20
yo había leído un breve estudio del crítico de arte alemán Franz Roh sobre la
pintura postexpresionista europea, que llevaba el título de Realismo
mágico. Ya no me acordaba del lejano libro pero algún oscuro mecanismo de la
mente me lo hizo surgir espontáneamente en el momento en que trataba de buscar
un nombre para aquella nueva forma de narrativa. No fue una designación de
capricho sino la misteriosa correspondencia entre un nombre olvidado y un hecho
nuevo.
Poco más tarde Alejo Carpentier
usó el nombre de lo real maravilloso para designar el mismo fenómeno
literario. Es un buen nombre, aun cuando no siempre la magia tenga que ver con
las maravillas, en la más ordinaria realidad hay un elemento mágico, que sólo
es advertido por algunos pocos. Pero esto carece de importancia.
Lo que importa es que, a partir
de esos años 30, y de una manera continua, la mejor literatura de la América
Latina, en la novela, en el cuento y en la poesía, no ha hecho otra cosa que
presentar y expresar el sentido mágico de una realidad única.