Mircea Cărtărescu: “He tenido un sueño extraño” | MÁS LITERATURA


Mircea Cărtărescu: “He tenido un sueño extraño”


Esta noche he tenido un sueño extraño. Empiezo a describirlo temblando. Pues los sueños son féretros en los que, encerrado en vida como el gusano en su capullo de seda, tejes camisas con alas en la espalda a partir de la lana de tus pestañas cerradas. O tal vez sean los sueños alcobas en las que te acuestas con tu mujer, la despojas de su miriñaque y la acaricias, aunque es ciega y lleva un niño en el vientre. O, en una plaza solitaria, subís al cadalso, tú, bandido, y tú, verdugo con machete y cogulla en la cabeza, y también tú, agua llena de estrellas, agua sonámbula que engulle el cadáver. ¡Sueño, tú, puerta de cristal al otro lado de la cual aúlla una fiera de olor fétido que tiene tu rostro y los ojos de alguien sin nombre!

Resulta que me encontraba en una ciudad adornada con estatuas de granito. Una ciudad fría y ocre: solo paredes cubiertas de líquenes y calles con zanjas solitarias; nadie por los caminos, excepto algún que otro perro amarillento, cuyas costillas se adivinan a través del pelo ajado, que corretea de puerta en puerta en la frialdad del día. De las ventanas redondas, entre los capiteles, cuelgan jaulas con pájaros, teñidos en miles de colores como esas estatuas gigantescas de las encrucijadas que llevan los labios pintados, los párpados maquillados y las axilas depiladas…

Solo, Dios mío, como no he estado jamás, deambulaba por plazoletas vacías. Me había perdido, y las estatuas de carne me contemplaban como desde unas torres. Guardaban gran parecido entre sí: mujeres rosadas de ojos sombríos. La soledad me dolía, la nostalgia desgarraba mi corazón; me derrumbé sobre el empedrado de hielo violeta y yací allí varias horas… Luego continué mi camino hasta una plaza amplia (un lugar geométrico, cuadriculado) en cuyo centro distinguí, gigantesca, una máquina de escribir Remington. Su brillo negro reflejaba el cielo nublado.

La máquina escribía sola: las teclas redondas con las letras pintadas en blanco se hundían y golpeaban ruidosamente, con un traqueteo como de cítara, y escribían algo en una larga hoja que se perdía en las alturas. Me acerqué y salté de improviso sobre una letra esmaltada, pero me hundí en las profundidades de la máquina de escribir; deambulé entre muellecitos, palancas bien atornilladas, trepando a los tallos de acero hasta llegar arriba, a las nubes, donde el margen de la hoja salía del tambor. Intentaba leer unas letras tan grandes como yo, pero mis ojos, como los de los insectos, no podían abarcar tal inmensidad. Entonces advertí desesperado que las estatuas descendían de los pedestales y llenaban la inmensa plaza. Grité: «¡Mamá, mamá!», y me lancé de un salto a la hoja que salía de la máquina, hasta que una letra me golpeó y me clavó en la página.

Lector hipócrita, este sueño es, por supuesto, un pretexto para meter la cola en la historia que estoy devanando. Mi narcisismo tiene la culpa. Pero ya está, retomo la narración, las descripciones, los personajes, y te prometo volver a aparecer más a menudo hacia el final del libro.

Fragmento del libro El Levante, de Mircea Cărtărescu. 

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