Esta noche he tenido un sueño
extraño. Empiezo a describirlo temblando. Pues los sueños son féretros en los
que, encerrado en vida como el gusano en su capullo de seda, tejes camisas con
alas en la espalda a partir de la lana de tus pestañas cerradas. O tal vez sean
los sueños alcobas en las que te acuestas con tu mujer, la despojas de su miriñaque
y la acaricias, aunque es ciega y lleva un niño en el vientre. O, en una plaza
solitaria, subís al cadalso, tú, bandido, y tú, verdugo con machete y cogulla
en la cabeza, y también tú, agua llena de estrellas, agua sonámbula que engulle
el cadáver. ¡Sueño, tú, puerta de cristal al otro lado
de la cual aúlla una fiera de olor fétido que tiene tu rostro y los ojos de
alguien sin nombre!
Resulta que me encontraba en una
ciudad adornada con estatuas de granito. Una ciudad fría y ocre: solo paredes
cubiertas de líquenes y calles con zanjas solitarias; nadie por los caminos,
excepto algún que otro perro amarillento, cuyas costillas se adivinan a través
del pelo ajado, que corretea de puerta en puerta en la frialdad del día. De las
ventanas redondas, entre los capiteles, cuelgan jaulas con pájaros, teñidos en
miles de colores como esas estatuas gigantescas de las encrucijadas que llevan
los labios pintados, los párpados maquillados y las axilas depiladas…
Solo, Dios mío, como no he estado
jamás, deambulaba por plazoletas vacías. Me había perdido, y las estatuas de
carne me contemplaban como desde unas torres. Guardaban gran parecido entre sí:
mujeres rosadas de ojos sombríos. La soledad me dolía, la nostalgia desgarraba
mi corazón; me derrumbé sobre el empedrado de hielo violeta y yací allí varias
horas… Luego continué mi camino hasta una plaza amplia (un lugar geométrico, cuadriculado)
en cuyo centro distinguí, gigantesca, una máquina de escribir Remington. Su
brillo negro reflejaba el cielo nublado.
La máquina escribía sola: las
teclas redondas con las letras pintadas en blanco se hundían y golpeaban
ruidosamente, con un traqueteo como de cítara, y escribían algo en una larga
hoja que se perdía en las alturas. Me acerqué y salté de improviso sobre una
letra esmaltada, pero me hundí en las profundidades de la máquina de escribir;
deambulé entre muellecitos, palancas bien atornilladas, trepando a los tallos
de acero hasta llegar arriba, a las nubes, donde el margen de la hoja salía del
tambor. Intentaba leer unas letras tan grandes como yo, pero mis ojos, como los
de los insectos, no podían abarcar tal inmensidad. Entonces advertí desesperado
que las estatuas descendían de los pedestales y llenaban la inmensa plaza. Grité:
«¡Mamá, mamá!», y me lancé de un salto a la hoja que
salía de la máquina, hasta que una letra me golpeó y me clavó en la página.
Lector hipócrita, este sueño es,
por supuesto, un pretexto para meter la cola en la historia que estoy
devanando. Mi narcisismo tiene la culpa. Pero ya está, retomo la narración, las
descripciones, los personajes, y te prometo volver a aparecer más a menudo
hacia el final del libro.
Fragmento del libro El Levante, de Mircea Cărtărescu.