ELEGÍA PRIMERA
A
Federico García Lorca, poeta
Atraviesa la muerte con
herrumbrosas lanzas,
y en traje de cañón, las parameras
donde cultiva el hombre raíces y
esperanzas,
y llueve sal, y esparce calaveras.
Verdura de las eras,
¿qué tiempo prevalece la alegría?
El sol pudre la sangre, la cubre
de asechanzas
y hace brotar la sombra más
sombría.
El dolor y su manto
vienen una vez más a nuestro
encuentro.
Y una vez más al callejón del
llanto
lluviosamente entro.
Siempre me veo dentro
de esta sombra de acíbar revocada,
amasada con ojos y bordones,
que un candil de agonía tiene
puesto a la entrada
y un rabioso collar de corazones.
Llorar dentro de un pozo,
en la misma raíz desconsolada
del agua, del sollozo,
del corazón quisiera:
donde nadie me viera la voz ni la
mirada,
ni restos de mis lágrimas me
viera.
Entro despacio, se me cae la
frente
despacio, el corazón se me
desgarra
despacio, y despaciosa y
negramente
vuelvo a llorar al pie de una
guitarra.
Entre todos los muertos de elegía,
sin olvidar el eco de ninguno,
por haber resonado más en el alma
mía,
la mano de mi llanto escoge uno.
Federico García
hasta ayer se llamó: polvo se
llama.
Ayer tuvo un espacio bajo el día
que hoy el hoyo le da bajo la
grama.
¡Tanto fue! ¡Tanto fuiste y ya no
eres!
Tu agitada alegría,
que agitaba columnas y alfileres,
de tus dientes arrancas y sacudes,
y ya te pones triste, y sólo
quieres
ya el paraíso de los ataúdes.
Vestido de esqueleto,
durmiéndote de plomo,
de indiferencia armado y de
respeto,
te veo entre tus cejas si me
asomo.
Se ha llevado tu vida de palomo,
que ceñía de espuma
y de arrullos el cielo y las
ventanas,
como un raudal de pluma
el viento que se lleva las
semanas.
Primo de las manzanas,
no podrá con tu savia la carcoma,
no podrá con tu muerte la lengua
del gusano,
y para dar salud fiera a su poma
elegirá tus huesos el manzano.
Cegado el manantial de tu saliva,
hijo de la paloma,
nieto del ruiseñor y de la oliva:
serás, mientras la tierra vaya y
vuelva,
esposo siempre de la siempreviva,
estiércol padre de la madreselva.
¡Qué sencilla es la muerte: qué
sencilla,
pero qué injustamente arrebatada!
No sabe andar despacio, y
acuchilla
cuando menos se espera su turbia
cuchillada.
Tú, el más firme edificio,
destruido,
tú, el gavilán más alto,
desplomado,
tú, el más grande rugido,
callado, y más callado, y más
callado.
Caiga tu alegre sangre de granado,
como un derrumbamiento de
martillos feroces,
sobre quien te detuvo mortalmente.
Salivazos y hoces
caigan sobre la mancha de su
frente.
Muere un poeta y la creación se
siente
herida y moribunda en las
entrañas.
Un cósmico temblor de escalofríos
mueve temiblemente las montañas,
un resplandor de muerte la matriz
de los ríos.
Oigo pueblos de ayes y valles de
lamentos,
veo un bosque de ojos nunca
enjutos,
avenidas de lágrimas y mantos:
y en torbellinos de hojas y de
vientos,
lutos tras otros lutos y otros
lutos,
llantos tras otros llantos y otros
llantos.
No aventarán, no arrastrarán tus
huesos,
volcán de arrope, trueno de
panales,
poeta entretejido, dulce, amargo,
que el calor de los besos
sentiste, entre dos largas hileras
de puñales,
largo amor, muerte larga, fuego
largo.
Por hacer a tu muerte compañía,
vienen poblando todos los rincones
del cielo y de la tierra bandadas
de armonía,
relámpagos de azules vibraciones.
Crótalos granizados a montones,
batallones de flautas, panderos y gitanos,
ráfagas de abejorros y violines,
tormentas de guitarras y pianos,
irrupciones de trompas y clarines.
Pero el silencio puede más que
tanto instrumento.
Silencioso, desierto, polvoriento
que la muerte desierta,
parece que tu lengua, que tu
aliento,
los ha cerrado el golpe de una
puerta.
Como si paseara con tu sombra,
paseo con la mía
por una tierra que el silencio
alfombra,
que el ciprés apetece más sombría.
Rodea mi garganta tu agonía
como un hierro de horca
y pruebo una bebida funeraria.
Tú sabes, Federico García Lorca,
que soy de los que gozan una
muerte diaria.
MIGUEL HERNÁNDEZ