DE MI FÍSICO
JEAN COCTEAU
Nunca tuve un rostro hermoso. La
juventud me hacía las veces de hermosura. Tengo un buen esqueleto, pero la
carne se aposenta mal encima de los huesos. Además los huesos, a la larga, van
cambiando y se deterioran. La nariz, que era recta, se acaballa como la de mi
abuelo. Y me fijé en que a mi madre se le acaballó en el lecho de muerte.
Demasiadas tormentas interiores, sufrimientos, ataques de duda, sublevaciones
dominadas con gran esfuerzo, bofetadas de la suerte, me ajaron la frente, me
ahondaron entre las cejas una arruga profunda, me retorcieron las cejas, me
plegaron torpemente los párpados, me reblandecieron las mejillas chupadas, me
doblaron hacia abajo las comisuras de la boca de forma tal que, si me inclino
sobre un espejo bajo, veo que la máscara se me desprende del hueso y toma una
forma informe. La barba me crece blanca. El pelo, al perder volumen, ha perdido
rebeldía. El resultado es una gavilla de mechones que se contradicen y es
imposible peinar. Si están aplastados, tengo un aspecto que da pena. Si están
tiesos, ese peinado hirsuto parece indicio de afectación.
Se me montan los dientes. En
resumen, como remate de un cuerpo ni grande ni pequeño, delgado y flaco, dotado
de manos que los demás admiran porque son largas y muy expresivas, paseo una
cabeza poco grata. Me proporciona una falsa arrogancia. Esa falsa arrogancia
viene del deseo de vencer el apuro que siento al mostrarme tal y como soy; y el
poco tiempo que me dura viene del temor de que se la pueda tomar por auténtica
arrogancia.
De ello se deriva un tránsito
excesivamente rápido de la reserva a la efusividad, de la seguridad a la
torpeza. No sé qué es el odio. Tan imperativo es en mí el olvido de las ofensas
que a veces les sonrío a mis adversarios cuando me los encuentro cara a cara.
Su asombro es como una ducha que me despierta. No sé qué actitud adoptar. Me
asombra que recuerden el daño que me hicieron y que a mí se me había olvidado.
Es esa inclinación natural a
vivir de conformidad con los Evangelios lo que me distancia del dogma. Juana de
Arco es mi gran escritora. Nadie se expresa mejor que ella ni en la forma ni en
el fondo. No cabe duda de que habría acabado por perder garra, se habría ceñido
a un estilo. Tal y como es, es el estilo en persona y leo una y otra vez su
juicio. Mi otra santa es Antígona. Esas dos anarquistas entonan bien con la
circunspección que me agrada y que Gide me niega, circunspección que me es
propia y no encaja con la que suele conocerse con tal nombre. Es la de los
poetas. Los enciclopedistas de la época que sea la desdeñan. Si la envidian,
sin admitirlo ante sí mismos, pueden llegar hasta el crimen. Voltaire, Diderot
y Grimm no son sino la proclamación de una actitud tan antigua como el mundo y
que sólo concluirá con él. Se opone a los poetas y vuelve contra ellos unas
armas curvas, peligrosísimas de forma inmediata.
Rousseau dejó trazas
sanguinolentas de esa caza del hombre hasta en la obra de Hume, en donde se les
reparten los despojos a los perros. Que nadie crea que un encarnizamiento así
se volatiliza. Algo queda. Rousseau seguirá siendo un ejemplo del espíritu de
persecución. Lo llevaba dentro. Pero le habían dado pie para que lo llevara.
Sería como reprochar los quiebros al ciervo acosado.