LA PROFESIÓN
LITERARIA
HORACIO QUIROGA
El arte de escribir, o, de otro
modo, la capacidad de suscitar emociones artísticas por medio de la palabra
escrita, lleva aparejada consigo la constitución de un mercado literario, cuyas
cotizaciones están en razón directa del goce que proporcionan sus valores. Los
diarios y revistas, y en menor grado el libro y el teatro, constituyen este
mercado.
No es para los escritores ni para
el público una novedad cuanto venimos diciendo; pero autores y lectores gustan
de ver delineado, una vez más, el campo de acción en que se agitan sus amores.
Debería creerse que el ejercicio
de una actividad tan vasta, fuerte y envidiada como la que nos ocupa, permite
al escritor de nombre disfrutar de los goces de la vida en proporción de los
deleites que hace gustar. No es así, y tampoco esto lo ignora nadie.
Pero hay en el público un límite
de conocimientos acerca de lo anterior, que raramente uno que otro profano
traspasa. Si en otros tiempos se tuvo por cierto que la proyección espectral
del arte es la miseria, y que el crear belleza consume las entrañas como una
llaga mortal, desde mediados del siglo pasado se tuvo también la certeza de que
el ananké inherente a la poesía había por fin arrancado sus brazos de ella, y
que el arte de escribir, el don de crear belleza con la pluma, constituye ya, felizmente,
una noble, juiciosa y dorada profesión.
De acuerdo con este concepto
moderno, la literatura ha pasado a ocupar para el público una audaz posición
entre los oficios productores de riqueza.
Sin entrar en apreciaciones sobre
la mayor o menor cantidad de arte que reprime o exalta la difusión de un libro,
es lo cierto que el público piensa acertadamente, sobre todo si se recuerda que
para el filisteo un tomo de versos o de cuentos se escribe en los ratos de
ocio.
Cuando las novelas llamadas
semanales gozaban entre nosotros de gran auge, pudo comprobarse que la mayoría
de las colaboraciones espontáneas de dichos órganos provenían de seres
totalmente ajenos a la profesión. En sus ratos de ocio habían escrito una
novelita para ganar unos pesos.
Posiblemente, dichas personas
habían trabajado más para confeccionar su historieta que lo habían sudado en su
tarea habitual. Pero así como para el artista un duro martilleo o la división
de una cuenta se tornan un simple descanso, para el oficinista la tarea de
meditar historias constituye una simple pérdida de tiempo.
«Ociosidad remunerada»: tal
debería ser el lema del arte para el obrero o dependiente que hartó a las casas
editoras con el volumen sin cesar creciente de sus novelas.
—Oiga usted —decíanos uno de
ellos—. Por mucho que usted se figure, no alcanzará a valorar la tarea que
tenemos en la oficina y la suma de esfuerzos que nos exigen las seis horas de
la semana. Y ¿para qué? Para ganar una bicoca, justo el pan de cada día. Tengo
oído que por cada novelilla abonan a sus autores doscientos pesos. Quien dice
menos. Ponga usted cien. ¿Está usted? Cien pesos por unas horas de descanso, y
sin más que dejar volar la fantasía. Aquí me tiene usted sin saber qué hacer
los domingos, cuando el sol aprieta. Pues, me quedo en casa, fresquito: cojo la
pluma, y en la paz del solaz que proporciona esto de meditar cuentecillos,
vamos ganando, como quien dice, cien pesos. ¿Está usted?
—¡Figúrate, hermano! —oímos decir
a otro—. No sabía de dónde sacar doscientos pesos que me hacen falta, y el
negro Urrutia me sale con que a él le van a pagar doscientos pesos por una
novelita. ¿Te das cuenta?… Aquí mismo, en la oficina, me puse a escribir un
cuento macanudo, y lo acabé en dos sentadas… Esto es tener suerte.
Pero aun así, y sin generalizar
ambos casos, por frecuentes que sean, la profesión literaria no es lo que el
público ignaro se figura. La novela semanal y su pago tentador fueron una
lotería. Infinitos seres que no volverán a escribir se enriquecieron —en la
medida de lo posible— con una sola obra. Nunca habían escrito, ni reincidirán.
Gozaron un instante de la fortuna, y para ellos, sin duda, la literatura fue una
mina de oro.
Pero muy distinta es la posición
del hombre que debe dedicarle, no sus horas de ocio, sino las más lúcidas y
difíciles de su vida, pues en ellas le van dos cosas capitales: su honra, pues
es un artista, y su vida, pues es un profesional.
Para él se yergue el mercado
literario; sólo él conoce sus fluctuaciones, sus amarguras y sus goces
inesperados.
Entre nosotros creo que apenas se
remonta a treinta y tantos años la cotización comercial de los valores
literarios. En otros términos: recién hacia 1893 comenzó el escritor a ver
retribuido su trabajo. Dudamos de que escritor alguno haya ganado un peso moneda
nacional antes de aquella época. Por aquel entonces Darío halla un editor de
revista bastante generoso para comprarle en cinco pesos uno de sus más famosos
sonetos.
Los valores más cotizados en 1895
fueron Rubén Darío, Roberto Payró y Leopoldo Lugones. Llegó a pagarse quince
pesos por cuento o poema, si bien es cierto que la primera vez que Darío fue a
cobrar tan fastuosa suma, debió contentarse con sólo cinco pesos, en mérito de
las lágrimas con que el editor lloraba su miseria.
¡Quince pesos! Los escritores de
hoy, ciudadanos de una edad de oro, pues perciben fácilmente cien pesos por
colaboración habitual, ignoran el violento sabor de lucha y conquista que
tenían aquellos cinco iniciales pesos con que el escritor exaltaba su derecho a
la vida en tan salvaje edad.
Aunque el libro y el teatro no
son valores de cotización al día, ellos constituyen la más fuerte renta del
trabajo literario. La casa editora de Martínez Zuviría, en 1921, afirmaba que
este autor percibía una renta anual de dieciocho a veinte mil pesos por derechos
de autor. Como desde entonces ha agregado seis o siete libros a su ya copioso stock,
es creíble que dicho escritor haya llegado hoy a una renta de veinticinco a
treinta mil pesos, renta que irá aumentando, sin duda alguna, hasta un límite
que no se puede prever.
No todos los autores,
desgraciadamente, ni aun los sonados, pueden ofrecer a la áspera y prosaica
vida este triunfal desquite. Dícese de algunos —Gálvez y Larreta entre otros—
que han alcanzado los cuarenta mil ejemplares. Es posible; pero la mayoría de
los escritores no alcanzan uno con otro a vender dos mil ejemplares de cada
obra.
Pero la colaboración constante en
diarios y revistas —podrá objetarse— debe proporcionar un desahogo más amplio
en la lucha por la vida.
Nuevo error, y que podemos salvar
esta vez con datos precisos y generales, pues falta una información detallada
sobre la producción y el estipendio de cada autor. Si un caso particular puede
ilustrar algo al respecto, va, con ciertos detalles, el mío. No creo ofrezca este
caso diferencias sensibles con el que pudieran tender a la curiosidad otros
escritores.
Yo comencé a escribir en 1901. En
ese año La Alborada de Montevideo me pagó tres pesos por una colaboración.
Desde ese instante, pues, he pretendido ganarme la vida escribiendo.
Al año siguiente, y ya en Buenos
Aires, El Gladiador me retribuía con quince pesos un trabajo, para alcanzar con
Caras y Caretas, en 1906, a veinte pesos.
Si no la edad de piedra, como
Lugones, Payró y Darío, yo alcancé a conocer la edad de hierro de nuestra
literatura. Y nada nuevo diría al afirmar que aquellos tres pesos con que La
Alborada valoró mi ingenio, me honraban más que lo que honra hoy a los
escritores actuales la fuerte retribución de que gozamos en diarios y en revistas.
Desde entonces, y sin
discontinuidad, he sido un valor cotizable en el mercado literario, con las
alzas y bajas que todos conocemos perfectamente.
Durante los veintiséis años que
corren desde 1901 hasta la fecha, yo he ganado con mi profesión doce mil
cuatrocientos pesos. Esta cantidad en tal plazo de tiempo corresponde a un pago
o sueldo de treinta y nueve pesos con setenta y cinco centavos por mes.
Vale decir que si yo, escritor
dotado de ciertas condiciones y de quien es presumible creer que ha nacido para
escribir, por constituir el arte literario su notoria actividad mental —quiere
decir entonces que si yo debiera haberme ganado la vida exclusivamente con
aquélla, habría muerto a los siete días de iniciarme en mi vocación, con las
entrañas roídas.
El arte es, pues, un don del
cielo; pero su profesión no lo es. Y ni siquiera la muerte, suprema
compensadora, nos da esperanza alguna, pues es sabido que nuestros hijos,
naturalmente más pobres que su padre, pierden, a los diez años de muerto aquél,
todo derecho a la renta que entonces comienzan a dar las obras de los más
afortunados de entre nosotros.