LA CASA QUE NO ERA
KATHERINE
MANSFIELD
«Dos al revés, dos al derecho,
el-hilo-por-delante-de-la-aguja y coger dos puntos a un tiempo.» Como una vieja
canción, como una canción que hubiera repetido tantas veces, que no tuviera,
sino que exhalar la voz para cantarla, iba musitando las rutinas del ganchillo.
Otra camiseta casi terminada para el paquete de las misiones.
—Sus camisetas, señora Bean, son
algo que tiene tan buena acogida. Mire a estos pobrecillos bichejos sin un
trapo —y la esposa del pastor le había mostrado la foto de unas repulsivas cosillas
negras con vientres abultados como limones...
«Dos al revés, dos al derecho.»
Dejó caer el tejido en el regazo, dio un gran suspiro y se quedó mirando ante
sí un momento. Luego volvió a cogerlo y empezó de nuevo. ¿En qué pensaba cuando
suspiraba así? En nada. Era su costumbre. Siempre estaba suspirando. Cuando iba
por la escalera, sobre todo. Ya bajara o subiera, solía detenerse, y, alzándose
el vestido con una mano, la otra en el barandal, se quedaba mirando los
escalones y suspiraba.
«Elhilopordelantedelaaguja...» Se
sentó junto a la ventana del comedor que daba a la calle. Era un desagradable
día de otoño. El viento corría por la calle como un perro flaco. Las casas de
enfrente parecían haber sido recortadas con unas malvadas tijeras de acero, y
pegadas sobre el papel gris del cielo. No se veía un alma.
«Y coger dos puntos a un tiempo.»
El reloj dio las tres. ¿Nada más las tres? Si casi parecía que estaba
obscureciendo. La penumbra del atardecer penetraba en la habitación, flotaba en
ella pesadamente, y como un polvo sombrío se iba depositando sobre los muebles
y cubriendo el espejo de una leve película. Ahora el reloj de la cocina dio la
hora; con dos minutos de retraso. Pero el del comedor era el reloj que regía,
no el de la cocina. Estaba sola en la casa. Dollicas había salido de compras. Salió
a las dos menos cuarto. La verdad, cada día se hacía más cachazuda. No se sabía
en qué pasaba el tiempo. Porque para comprar un pollo no se necesita tanto. Y, ¡ay!,
esa costumbre suya de dejar caer de golpe los cercos del fogón cuando encendía el
fuego... Al pensar en aquella mala costumbre de Dollicas, frunció los labios
como lo venía haciendo desde hacía treinta y cinco años.
Un leve ruido llegó desde la
calle; un ruido de herraduras de caballos. Y ella se echó hacia delante para
ver. ¡Dios santo! Era un entierro. Primero iba la carroza encristalada rodando
muy apresuradamente con el féretro reluciente de barniz en el interior (pero
sin coronas). En el pescante tres hombres y dos de pie en la trasera. Luego algunos
coches, unos con caballos negros y otros con caballos castaños. El polvo,
voltijeando a lo largo de la calle, casi ocultaba la comitiva. Ella se puso a escudriñar
las casas de enfrente, para ver si alguna tenía las cortinas echadas. Y qué horribles
aquellos hombres también. Reían, bromeaban, y uno de ellos, inclinándose hacia
afuera, se sonó la nariz con el guante de luto. ¡Espantoso! Recogió la labor y quedó
con las manos ocultas tras ella. Dollicas sin duda lo sabría. Ya pasaban...
debía de estar al final de la calle.
¿Pero qué era aquello? ¿Qué había
ocurrido? ¿Qué podía significar eso? ¡Que Dios nos asista! Y su viejo corazón
se puso a saltar como un pececillo, al darse cuenta de que la carroza
encristalada se detenía ¡frente a su puerta!, mientras que los hombres del
pescante bajaban de un salto, abrían la trasera para sacar el féretro vacío, y
el más alto de todos, con una mirada de asombro a las ventanas, entraba apresuradamente,
cautelosamente, por el camino del jardín.
—¡No! —gimió.
Pero sí, el aldabonazo había
resonado ya y la había alcanzado. Por un momento la dejó anonadada. ! Abrió la
boca jadeante, un escalofrío glacial la estremeció toda, e hizo que le
temblaran las manos y las rodillas. Vio que el hombre retrocedía un escalón,
para mirar de nuevo hacia las ventanas con mirada inquisitiva, y después...
—¡No! —gimió.
Y tambaleándose, asiéndose aquí y
allá, pudo llegar a la puerta antes de que la llamada se repitiese. Abrió, y
con el mentón tembloroso y los dientes entrechocando, pudo de una u otra forma
exclamar:
—¡No es ésta la casa!
—¡Ah! —el hombre quedó
sorprendido. Cuando ella iba a entrar ya, vio tras de él, en la puerta del
jardín, un conciliábulo de sombreros de copa.
—¿No es ésta la casa? —murmuró el
hombre.
Ella sólo tuvo fuerzas para corroborarlo
con un movimiento de cabeza. En el momento de ir a cerrar, el hombre sacó a
relucir de los faldones de su levita un libro de notas negro con cantos de
latón, y apresuradamente lo abrió.
—Número veinte. Glorieta de
Shutleworth.
—Ésta es la calle. La glorieta
está a la vuelta de la esquina —la mano de la vieja señora se alzó para
señalar, pero cayó temblorosa.
El hombre se había quitado el
sombrero, mientras la anciana cerraba la puerta. Una vez que la hubo cerrado se
recostó contra ella sollozante.
«Que se vayan, que se vayan.»
—¡Cloqueti-cloc-cloc! ¡Clue!
¡Clue! ¡Cloqueti-cloc-cloc! —se oía fuera.
Luego un leve cluc, cinc. Después
silencio. Se habían ido. Habían desaparecido. Pero todavía permaneció apoyada
contra la puerta, mirando fijamente al vestíbulo, la vista clavada en el
perchero, semejante a una enorme langosta con perchas por antenas.
No pensaba en nada, ni siquiera
pensaba en lo que había ocurrido. Era como si hubiese caído en una cueva cuyos
muros fueran de tinieblas.
Volvió en sí con una honda
conmoción interna, al oír el ruido de la puerta del jardín al abrirse, y unos
pasos breves y apresurados que hacían crujir el cascajo; sería Dollicas que se
dirigía presurosa hacia la puerta trasera; no debía encontrarla allí. Y, vacilante
como la llama de una vela, volvió al comedor y ocupó su sitio junto a la ventana.
Dollicas estaba en la cocina. ¡Clang!
Ya había dejado caer el cerco de hierro sobre la chapa. Luego su voz:
—Acabo de poner al fuego la
tetera, señora.
Desde que se habían quedado solas,
había tomado la costumbre de gritar de una habitación a otra. La anciana tosió
para tranquilizarse y dio una voz:
—Haga el favor de traer el
quinqué.
—¿El quinqué? —Dollicas vino por
el pasillo y se quedó junto a la puerta—. Pero si son apenas las cuatro...
—No importa —dijo la señora Bean
tercamente—. Tráigalo.
Y momentos después, la vieja
sirvienta aparecía llevándolo cuidadosamente con ambas manos. Su ancho y blando
semblante tenía la expresión que adoptaba siempre que llevaba algo en las
manos, y avanzaba como si anduviera en sueños. Lo puso sobre la mesa, bajó la
mecha, la alzó y tornó a bajarla otra vez. Luego se enderezó para mirar de
frente a su señora.
—Pero, ¿qué es lo que está
pisando? Era la camiseta para las misiones.
Y Dollicas, mientras se agachaba
para recogerla, pensaba: «La pobre señora ha estado durmiendo. Todavía no está
despierta del todo.» Y ciertamente, parecía estar aún medio dormida. Cuando
cogió el tejido se le escaparon todos los puntos de una aguja y empezó a
deshacer lo que había hecho.
—No olvide la nuez moscada —dijo.
Su voz sonaba delgada y seca. Estaba pensando en el pollo para la cena.
Dollicas lo comprendió así, y, mientras bajaba las cortinas antes de volverse a
la cocina, repuso:
—Es un ave muy tierna y muy
hermosa.