LA MUERTE COMO ESPECTÁCULO
WISLAWA SZYMBORSKA
Las luchas de gladiadores a la antigua usanza (un sacrificio que consistía en un duelo a muerte incluido dentro del programa de actos de una celebración fúnebre) tienen en realidad su origen en Etruria, aunque a tenor de la fuerza, la ingeniosidad organizativa y el papel social que adquirieron más tarde, podemos, sin miedo a equivocarnos, tildarlas de espectáculo típicamente ro- mano. Y eran tan romanas que, cuando el imperio cayó, también ellas desaparecieron. El libro de Grant, que describe la historia y las reglas conforme a las cuales se desarrollaban estas sangrientas matanzas, podría decirse que concluye con un final feliz: Roma cayó, los juegos se acabaron, y, por tanto, ya no queda ningún romano con quien pudiéramos seguir enfadados. Sin embargo, propongo echar un vistazo a todo este asunto con más detenimiento. Las luchas de gladiadores, en su fundamento esencial, no eran más que una forma de ejecución pública. Y de esas, la humanidad ha creado muchas, antes y después. Mejor sería que nos pusiéramos furiosos con la humanidad en conjunto, desde su nacimiento hasta nuestro querido siglo XX. Ni siquiera la refinada fusión del sistema penitenciario y la industria del entretenimiento es un invento original de los romanos. Ya en las formas más primitivas de ejecución, cuando un enemigo era capturado o un criminal asesinado in situ y después devorado, existían signos evidentes de festejo.
Las cosas no se hacían a totum prisum, sino que había ceremoniosas manifestaciones de triunfo, con la gente dando brincos de alegría, aplaudiendo y vociferando melodiosamente. Más tarde, cuando se hizo visible un cierto progreso en la relación con el condenado (¡lástima que usted no vea la mueca que hago al escribir esta palabra!), progreso que radicaba en que a algunos no los mataban al instante, los guardaban para más tarde como ofrenda a los dioses durante alguna fiesta de mayor importancia. El carácter festivo de estas ejecuciones con retraso no menguó en absoluto, muy al contrario, aumentó. Había tiempo para los esmerados preparativos de los espectáculos. En ellos participaban grupos de bailarines bien instruidos, cantantes y músicos; el recinto se preparaba y decoraba convenientemente, y todos, incluso los sacrificados, vestían sus mejores galas. Los vendedores daban vueltas entre la muchedumbre con canastos llenos de frutas y pasteles, y los bebés gimoteaban en los brazos de las absortas madres, mientras que los niños ya creciditos abarrotaban las ramas de los árboles de los alrededores.
Esto ya ocurría así cuando las cabras aún pacían en las colinas de
Roma, y de un modo parecido, cuando las ruinas del Coliseo se convirtieron en
el hogar de los gatos salvajes. Se pueden escribir multitud de libros sobre la
ejecución entendida como una fiesta en la que la asistencia está asegurada.
Recordemos que mientras se ahorcaba, descuartizaba o quemaba a un condenado en
las plazas públicas, una multitud de cabezas se agolpaba en las ventanas
abiertas de par en par, los balcones se derrumbaban debido al peso de los curiosos
y, alrededor de la guillotina, nunca faltaban testigos voluntarios. Solo hay
otra cosa que me gustaría reprochar a los romanos: el que una literatura tan
magnífica como la suya prestase tan poca atención, y de un modo tan vergonzoso,
al as- pecto moral de los juegos. Que este pueblo tan patriarcal no viese nada
impropio en que, entre los prisioneros lanzados a la arena, de cuando en
cuando, un hijo se viese obligado a luchar contra su propio padre, o un hermano
contra otro hermano. Que esta sociedad, tan orgullosa de su legislación,
pudiese digerir sin inquietarse que un asesino cualquiera pudiese salvar su
vida, o al menos alargarla un poco, cometiendo un nuevo asesinato. Únicamente
Séneca escribió sobre los juegos con horror y repugnancia. Y Tertuliano, y
Agustín, pero estos ya eran cristianos. Los demás críticos venían de la
literatura griega y, dicho sea de paso, tampoco eran tantos. Naturalmente,
somos libres de pensar que hubo más textos y que, simplemente, no nos han
llegado. Quién sabe.