EL SUEÑO DE LA MUERTE O EL LUGAR DE
LOS CUERPOS POÉTICOS
ALEJANDRA PIZARNIK
Esta
noche, dijo, desde el ocaso, me
cubrían con una mortaja negra en un
lecho de cedro.
Me escanciaban vino azul mezclado
con amargura.
EL CANTAR DE LAS HUESTES DE ÍGOR
Toda
la noche escucho el llamamiento de la muerte, toda la noche escucho el canto de
la muerte junto al río, toda la noche escucho la voz de la muerte que me llama.
Y
tantos sueños unidos, tantas posesiones, tantas inmersiones en mis posesiones de
pequeña difunta en un jardín de ruinas y de lilas. Junto al río la muerte me
llama. Desoladamente desgarrada en el corazón escucho el canto de la más pura
alegría.
Y
es verdad que he despertado en el lugar del amor porque al oír su canto dije:
es el lugar del amor. Y es verdad que he despertado en el lugar del amor porque
con una sonrisa de duelo yo oí su canto y me dije: es el lugar del amor (pero
tembloroso pero fosforescente).
Y
las danzas mecánicas de los muñecos antiguos y las desdichas heredadas y el agua
veloz en círculos, por favor, no sientas miedo de decirlo: el agua veloz en círculos
fugacísimos mientras en la orilla el gesto detenido de los brazos detenidos en un
llamamiento al abrazo, en la nostalgia más pura, en el río, en la niebla, en el
sol debilísimo filtrándose a través de la niebla.
Más
desde adentro: el objeto sin nombre que nace y se pulveriza en el lugar en que
el silencio pesa como barras de oro y el tiempo es un viento afilado que
atraviesa una grieta y es esa su sola declaración. Hablo del lugar en que se
hacen los cuerpos poéticos —como una cesta llena de cadáveres de niñas. Y es en
ese lugar donde la muerte está sentada, viste un traje muy antiguo y pulsa un
arpa en la orilla el río lúgubre, la muerte en un vestido rojo, la bella, la
funesta, la espectral, la que toda la noche pulsó un arpa hasta que me adormecí
dentro del sueño.
¿Qué
hubo en el fondo del río? ¿Qué paisajes se hacían y deshacían detrás del paisaje
en cuyo centro había un cuadro donde estaba pintada una bella dama que tañe un
laúd y canta junto a un río? Detrás, a pocos pasos, veía el escenario de
cenizas donde representé mi nacimiento. El nacer, que es un acto lúgubre, me
causaba gracia. El humor corroía los bordes reales de mi cuerpo de modo que
pronto fui una figura fosforescente: el iris de un ojo lila tornasolado; una
centelleante niña de papel plateado a medias ahogada dentro de un vaso de vino
azul. Sin luz ni guía avanzaba por el camino de las metamorfosis. Un mundo
subterráneo de criaturas de formas no acabadas, un lugar de gestación, un
vivero de brazos, de troncos, de caras, y las manos de los muñecos suspendidas
como hojas de los fríos árboles filosos aleteaban y resonaban movidas por el
viento, y los troncos sin cabeza vestidos de colores tan alegres danzaban
rondas infantiles junto a un ataúd lleno de cabezas de locos que aullaban como
lobos, y mi cabeza, de súbito, parece querer salirse ahora por mi útero como si
los cuerpos poéticos forcejearan por irrumpir en la realidad, nacer a ella, y hay
alguien en mi garganta, alguien que se estuvo gestando en soledad, y yo, no acabada,
ardiente por nacer, me abro, se me abre, va a venir, voy a venir. El cuerpo poético,
el heredado, el no filtrado por el sol de la lúgubre mañana, un grito, una llamada,
una llamarada, un llamamiento. Sí. Quiero ver el fondo del río, quiero ver si aquello
se abre, si irrumpe y florece del lado de aquí, y vendrá o no vendrá pero siento
que está forcejeando, y quizás y tal vez sea solamente la muerte.
La
muerte es una palabra.
La
palabra es una cosa, la muerte es una cosa, es un cuerpo poético que alienta en
el lugar de mi nacimiento.
Nunca
de este modo lograrás circundarlo. Habla, pero sobre el escenario de cenizas;
habla, pero desde el fondo del río donde está la muerte cantando. Y la muerte es
ella, me lo dijo el sueño, me lo dijo la canción de la reina. La muerte de
cabellos del color del cuervo, vestida de rojo, blandiendo en sus manos
funestas un laúd y huesos de pájaro para golpear en mi tumba, se alejó cantando
y contemplada de atrás parecía una vieja mendiga y los niños le arrojaban
piedras.
Cantaba
en la mañana de niebla apenas filtrada por el sol, la mañana del nacimiento, y
yo caminaría con una antorcha en la mano por todos los desiertos de este mundo
y aun muerta te seguiría buscando, amor mío perdido, y el canto de la muerte se
desplegó en el término de una sola mañana, y cantaba, y cantaba.
También
cantó en la vieja taberna cercana del puerto. Había un payaso adolescente y yo
le dije que en mis poemas la muerte era mi amante y mi amante era la muerte y
él dijo: tus poemas dicen la justa verdad. Yo tenía dieciséis años y no tenía
otro remedio que buscar el amor absoluto. Y fue en la taberna del puerto que cantó
la canción.
Escribo
con los ojos cerrados, escribo con los ojos abiertos: que se desmorone el muro,
que se vuelva río el muro.
La
muerte azul, la muerte verde, la muerte roja, la muerte lila, en las visiones
del nacimiento.
El
traje azul y plata fosforescente de la plañidera en la noche medieval de toda muerte
mía.
La
muerte está cantando junto al río.
Y
fue en la taberna del puerto que cantó la canción de la muerte. Me voy a morir,
me dijo, me voy a morir.
Al
alba venid, buen amigo, al alba venid.
Nos
hemos reconocido, nos hemos desaparecido, amigo el que yo más quería.
Yo,
asistiendo a mi nacimiento. Yo, a mi muerte.
Y yo caminaría por todos los desiertos de este mundo y aun muerta te seguiría buscando, a ti, que fuiste el lugar del amor.