UN HOMBRE
ENAMORADO
LEONORA CARRINGTON
Una noche, al pasar por una
callejuela, robé un melón. El frutero, oculto detrás de su mercancía, me agarró
del brazo.
—Señorita, hace cuarenta años que
espero una oportunidad como ésta. He pasado cuatro décadas escondido detrás de
esta pila de naranjas, esperando que alguien se robara la fruta. Y la razón es
que quiero hablar, quiero contar mi historia. Si no me escucha, la entregaré a
la policía.
—Lo escucho —contesté.
Me tomó del brazo y me llevó a la
trastienda, entre frutas y legumbres. Pasamos por una puerta al fondo y
llegamos a un cuarto. En él había una cama donde yacía una mujer, inmóvil,
probablemente muerta. Me pareció que llevaba ahí un buen tiempo, porque la cama
estaba cubierta de hierba.
—La riego todos los días —dijo el
tendero, pensativo—. En cuarenta años, no he podido saber con certeza si está
viva o muerta. No se ha movido ni hablado ni comido en todo ese tiempo, pero,
extrañamente, conserva el calor de su cuerpo. Si no me cree, mire esto.
Alzó una esquina de la colcha y
alcancé a ver gran número de huevos y algunos pollitos, recién salidos del
cascarón.
—Como puede ver, así es como
incubo los huevos. También vendo huevos frescos.
Nos sentamos uno en cada lado de
la cama, y el tendero me contó su historia.
—La quiero mucho, créame, siempre
la he querido. Era tan dulce. Tenía unos piececitos blancos y ágiles. ¿Quiere
verlos?
—No —repliqué.
—En fin —prosiguió, con un hondo
suspiro—. ¡Era tan hermosa! Yo tenía el pelo rubio, pero ella tenía una
magnífica cabellera negra. Ahora ambos tenemos el cabello cano. Su padre fue un
hombre extraordinario. Tenía una enorme casona en el campo. Coleccionaba
chuletas de cordero. Así fue como nos conocimos, ya que yo tengo un pequeño don
y es que puedo deshidratar carne con sólo mirarla. El señor Pushfoot, pues así
se llamaba, oyó hablar de mí y me pidió que fuera a su casa para deshidratar
sus chuletas y que no se echaran a perder. Agnes era su hija y nos enamoramos a
primera vista.
“Nos escapamos en una barca por
el Sena, yo iba remando y Agnes me decía: “te amo tanto, que vivo sólo por ti”.
Yo le contestaba con las mismas palabras. Creo que mi amor es lo que ha
conservado el calor de su cuerpo hasta hoy. Sin duda está muerta, pero esa
calidez se mantiene. El año que viene —continuó, con una mirada de añoranza—
voy a plantar unos tomates. Seguramente se van a dar muy bien.
El vendedor de frutas siguió con
su relato.
—Se hizo de noche y no tenía idea
de dónde podríamos pasar nuestra noche de bodas. Agnes estaba muy pálida,
muerta de cansancio. Por fin, al dejar la ciudad atrás, vi un café en la
ribera. Amarré la barca y caminamos hacia la terraza, oscura y siniestra. Había
un par de lobos y un zorro merodeando el lugar, pero nadie más…
“Llamé una y otra vez a la
puerta, pero seguía cerrada, en medio de un terrible silencio. “¡Agnes está
cansada, muy cansada!”, gritaba con todas mis fuerzas. Finalmente, la cabeza de
una vieja se asomó por la ventana y dijo: “Yo no sé nada, el zorro es el dueño
de este lugar. Y déjenme dormir, ya me tienen harta”.
“Agnes se echó a llorar. No me
quedaba de otra más que hablar con el zorro. “¿Hay alguna cama disponible?”, le
pregunté varias veces. No me contestó. No hablaba. La cabeza de la anciana,
todavía más vieja que antes, bajó desde la ventana, colgada de una cuerda.
“Habla con los lobos. Yo no soy
la encargada, déjenme dormir por favor”.
“Me di cuenta de que la vieja
estaba enojada y no tenía caso seguir insistiendo. Agnes seguía llorando. Di
varias vueltas a la casa y al final logré abrir una ventana para entrar. Nos
encontramos en una cocina de techo muy alto, donde había una gran estufa
encendida, con rojas llamas. Algunos vegetales se estaban cocinando a sí
mismos, echándose clavados en el agua hirviente, y el juego les parecía muy
divertido. Comimos bien y luego nos acostamos a dormir en el suelo. Abracé a
Agnes, pero no pudimos descansar ni un momento. En esa terrible cocina había
todo tipo de cosas: un tropel de ratas, sentadas en el umbral de sus
madrigueras, cantando con sus vocecillas chillonas y desagradables, olores
inmundos que se difundían y se disipaban, uno tras otro, y extrañas ráfagas de
aire helado. Creo que esas corrientes de aire acabaron con mi pobre Agnes.
Nunca volvió a ser la misma. Desde ese día, habló cada vez menos…
En ese momento, el tendero quedó cegado por las lágrimas y yo aproveché para escabullirme con mi melón.