EL ORIGEN DEL MAL
LEÓN TOLSTÓI
En medio de un bosque vivía un
ermitaño, sin temer a las fieras que allí moraban. Es más, por concesión divina
o por tratarlas continuamente, el santo varón entendía el lenguaje de las
fieras y hasta podía conversar con ellas.
En una ocasión en que el ermitaño
descansaba debajo de un árbol, se cobijaron allí, para pasar la noche, un
cuervo, un palomo, un ciervo y una serpiente. A falta de otra cosa para hacer y
con el fin de pasar el rato, empezaron a discutir sobre el origen del mal.
—El mal procede del hambre
—declaró el cuervo, que fue el primero en abordar el tema—. Cuando uno come
hasta hartarse, se posa en una rama, grazna todo lo que le viene en gana y las
cosas se le antojan de color de rosa. Pero, amigos, si durante días no se
prueba bocado, cambia la situación y ya no parece tan divertida ni tan hermosa
la naturaleza. ¡Qué desasosiego! ¡Qué intranquilidad siente uno! Es imposible
tener un momento de descanso. Y si vislumbro un buen pedazo de carne, me
abalanzo sobre él, ciegamente. Ni palos ni piedras, ni lobos enfurecidos serían
capaces de hacerme soltar la presa. ¡Cuántos perecemos como víctimas del
hambre! No cabe duda de que el hambre es el origen del mal.
El palomo se creyó obligado a
intervenir, apenas el cuervo hubo cerrado el pico.
—Opino que el mal no proviene del
hambre, sino del amor. Si viviéramos solos, sin hembras, sobrellevaríamos las
penas. Más ¡ay!, vivimos en pareja y amamos tanto a nuestra compañera que no
hallamos un minuto de sosiego, siempre pensando en ella «¿Habrá comido?», nos
preguntamos. «¿Tendrá bastante abrigo?». Y cuando se aleja un poco de nuestro
lado, nos sentimos como perdidos y nos tortura la idea de que un gavilán la
haya despedazado o de que el hombre la haya hecho prisionera. Empezamos a
buscarla por doquier, con loco afán; y, a veces, corremos hacia la muerte, pereciendo
entre las garras de las aves de rapiña o en las mallas de una red. Y si la
compañera desaparece, uno no come ni bebe; no hace más que buscarla y llorar. ¡Cuántos
mueren así entre nosotros! Ya ven que todo el mal proviene del amor, y no del
hambre.
—No; el mal no viene ni del
hambre ni del amor —arguyó la serpiente—. El mal viene de la ira. Si viviésemos
tranquilos, si no buscásemos pendencia, entonces todo iría bien. Pero, cuando
algo se arregla de modo distinto a como quisiéramos, nos arrebatamos y todo nos
ofusca. Sólo pensamos en una cosa: descargar nuestra ira en el primero que
encontramos. Entonces, como locos, lanzamos silbidos y nos retorcemos, tratando
de morder a alguien. En tales momentos, no se tiene piedad de nadie; mordería
uno a su propio padre o a su propia madre; podríamos comernos a nosotros
mismos; y el furor acaba por perdernos. Sin duda alguna, todo el mal viene de
la ira.
El ciervo no fue de este parecer.
—No; no es de la ira ni del amor
ni del hambre de donde procede el mal, sino del miedo. Si fuera posible no
sentir miedo, todo marcharía bien. Nuestras patas son ligeras para la carrera y
nuestro cuerpo vigoroso. Podemos defendernos de un animal pequeño, con nuestros
cuernos, y la huida nos preserva de los grandes. Pero es imposible no sentir
miedo. Apenas cruje una rama en el bosque o se mueve una hoja, temblamos de
terror. El corazón palpita, como si fuera a salirse del pecho, y echamos a
correr. Otras veces, una liebre que pasa, un pájaro que agita las alas o una
ramita que cae, nos hace creer que nos persigue una fiera; y salimos
disparados, tal vez hacia el lugar del peligro. A veces, para esquivar a un
perro, vamos a dar con el cazador; otras, enloquecidos de pánico, corremos sin
rumbo y caemos por un precipicio, donde nos espera la muerte. Dormimos
preparados para echar a correr; siempre estamos alerta, siempre llenos de
terror. No hay modo de disfrutar de un poco de tranquilidad. De ahí deduzco que
el origen del mal está en el miedo.
Finalmente intervino el ermitaño
y dijo lo siguiente:
—No es el hambre, el amor, la ira
ni el miedo, la fuente de nuestros males, sino nuestra propia naturaleza. Ella
es la que engendra el hambre, el amor, la ira y el miedo.