Hace unos días,
con Juan Villoro nos pusimos a recordar a aquellos autores que habían sido
importantes en nuestra juventud y que hoy han caído en una suerte de olvido,
aquellos autores que gozaron en su momento de muchos lectores y que hoy sufren
la ingratitud de esos mismos lectores y que para colmo de males no han
conseguido interesar a los lectores de una nueva generación.
Pensamos, por
supuesto, en Henry Miller, que en su día tuvo una gran difusión en España, y
cuyo nombre estaba en boca de todos, pero cuya fama tal vez obedecía a un
equívoco: es probable que más de la mitad de los que compraron sus libros lo
hicieran esperando encontrar a un pornógrafo, algo que en cierta manera se
justificaba y era una necesidad en la España que emergía después de cuarenta
años de censura frailuna y franquista.
En el otro
extremo recordamos a Artaud, puro nervio ascético, que en su día también tuvo
buenas ventas, y no pocos admiradores españoles y mexicanos, y que si uno
comete hoy el error de preguntarle a una persona menor de treinta años por su
nombre seguramente recibirá una respuesta desoladora. Ya ni siquiera aquellos
que están interesados por el cine saben quién era Antonin Artaud, lo que es
igual de grave.
Lo mismo sucede
con Macedonio Fernández: sus libros, salvo en Argentina, supongo, no se
encuentran en las librerías. Y con Felisberto Hernández, que en los setenta
tuvo un pequeño boom, pero cuyos relatos hoy sólo es posible encontrarlos tras
mucho buscar en librerías de viejo. Doy por descontado que la suerte de
Felisberto en Uruguay y Argentina debe ser diferente, lo que nos lleva a un
problema aún peor que el olvido: el provincianismo en que el mercado del libro
concentra y encarcela a la literatura de nuestra lengua, y que explicado de
forma sencilla viene a decir que los autores chilenos sólo interesan en Chile,
los mexicanos en México y los colombianos en Colombia, como si cada país
hispanoamericano hablara una lengua distinta o como si el placer estético de
cada lector hispanoamericano obedeciera, antes que nada, a unos referentes
nacionales, es decir, provincianos, algo que no sucedía en la década del
sesenta, por ejemplo, cuando surgió el boom, ni, pese a la mala distribución,
en la década de los cincuenta o cuarenta.
Pero, en fin, de
esto no hablábamos con Villoro, sino de otros escritores, escritores como Henry
Miller o Artaud o B. Traven o Tristan Tzara, escritores que contribuyeron a
nuestra educación sentimental y que ahora ya no es posible encontrarlos en los
fondos de las librerías por la sencilla razón de que casi no tienen nuevos
lectores. Y también de aquellos más jóvenes, escritores de nuestra generación,
como Sophie Podolski o como Mathieu Messagier, que fueron unos jóvenes
absolutamente maravillosos y de gran talento y a quienes ya no sólo no es
posible encontrar en las librerías sino que tampoco en los buscadores de
internet, lo que ya es mucho decir, como si nunca hubieran existido o como si
los hubiéramos imaginado nosotros.
La respuesta a este
reflujo de escritores, sin embargo, es muy sencilla. Así como el amor se mueve
con una mecánica similar a la del mar, como decía el poeta nicaragüense
Martínez Rivas, así también se mueven los escritores, y un día aparecen y luego
desaparecen y luego, quién sabe, vuelven a aparecer. Y si no vuelven a aparecer
tampoco importa tanto porque ellos, de alguna manera secreta, ya son nosotros.