EL POETA EN LOS
INFIERNOS
OSCAR WILDE
En los Infiernos, entre toda la
excelente compañía que siempre se encuentra allí de amantes, hermosas damas,
sabios, poetas y astrólogos, en medio del incesante movimiento de cuerpos
condenados, revolviéndose y debatiéndose para librarse del tormento de sus
almas, veíase a una mujer sentada aparte, sola y sonriente. Su ademán era el de
quien escucha, levanta la cabeza y en lo alto los ojos, como si una voz de las
alturas la atrajese.
—¿Quién es esa mujer? —inquirió
un recién llegado, sorprendido por la extraña hermosura de su rostro y aquella
mirada cuya expresión no alcanzaba a leer—. ¿Quién es esa mujer de suaves
miembros marfileños y larga cabellera que la envuelve desde los brazos hasta
las manos, inmóviles sobre el regazo? Es aquí la única alma cuyos ojos se
hallan siempre fijos en lo alto. ¿Qué secreto es el que guarda allá arriba, en
la alacena de Dios?
Apenas había acabado de hablar,
cuando un hombre, que llevaba en la mano una corona de hojas mustias,
apresuróse a contestarle:
—Dicen —replicó— que en un
tiempo, sobre la tierra, era una gran cantante, con voz comparable a las
estrellas que caen de un cielo claro. Así, cuando la hora de su condenación
llegó, Dios la despojó de su voz, que lanzó a los ecos eternos de las esferas,
juzgándola demasiado hermosa para dejarla morir. Ahora, ella la escucha con gratitud,
y recordando que un día fuera suya comparte aún el deleite que Dios siente al
oírla. No le hables, no le digas nada, pues se imagina que está en el cielo.
Pero apenas hubo acabado el
hombre de la corona marchita, otro dijo:
—No, no es ésa su historia.
—¿Cuál es, entonces?
—La siguiente —explicó el segundo
hombre, mientras el de la corona marchita se alejaba—: Una vez en la tierra, un
poeta hizo un canto sobre ella, de manera que su nombre quedara eternamente
asociado a sus versos, que aún suenan en los labios de los hombres. Y si ahora
ella aguza el oído, es para oír sus alabanzas resonando doquiera se habla
lengua humana. Ésta es su verdadera historia.
—¿Y el poeta? —preguntó el recién
venido—. ¿Lo amó ella mucho?
—Tan poco —repuso el otro—, que
se tropieza con él todos los días y ni aun le reconoce.
—¿Y él?
El otro se echó a reír y replicó:
—Él es quien acaba de contarle a
usted ese cuento sobre la voz de ella, continuando aquí las mentiras que acostumbraba
forjar sobre ella cuando estaban juntos en la tierra.
Pero el recién llegado dijo:
—Si es capaz de procurar alguna
felicidad en el Infierno, ¿cómo puede ser mentira lo que dice?