Imagina tu ser como un lago muy
profundo pero de escasa superficie. La superficie es la consciencia. Allí hay
claridad, allí tiene lugar eso que llamamos pensar. Pero la parte del lago que
constituye la superficie es infinitamente pequeña. Puede que sea la parte más
bella e interesante, pues al contacto con la luz y el aire se remueve, se transforma
y se enriquece el agua. Pero las partes que están en la superficie cambian constantemente.
El agua asciende del fondo, desciende de la superficie, siempre hay corrientes,
reajustes, desplazamientos y cada parte del agua quiere llegar alguna vez arriba.
Al igual que el lago se compone de agua, nuestro yo o nuestra alma (no importa
la palabra) se compone de miles y millones de partes, de un tesoro de posesiones,
de recuerdos, de impresiones siempre creciente y cambiante. De todo ello nuestra
consciencia sólo ve la pequeña superficie. El alma no ve la parte infinitamente
más grande de su contenido. Pues bien, aquellas almas en las que constantemente
existe una corriente fresca y un intercambio entre el gran espacio oscuro y el
pequeño campo de luz me parecen ricas, sanas y capaces de conseguir la felicidad.
La mayoría de las personas albergan miles y miles de cosas que jamás ascienden
a la superficie, que se pudren dentro y atormentan. Por eso, porque están podridas,
atormentan, chocan una y otra vez con el rechazo de la conciencia; están bajo
sospecha y se las teme. Éste es el sentido de toda moral: ¡lo que se reconoce como
perjudicial no debe salir a la superficie! Pero nada es perjudicial, ni nada
útil, todo es bueno o todo es indiferente. Cada individuo lleva cosas en sí que
le pertenecen, que son buenas para él y que le son propias, pero que no deben
acceder a la superficie. Si subieran, dice la moral, sería una desgracia. ¡Pero
quizás fuera una suerte! Por eso tiene que subir todo a la superficie, y el
hombre que se somete a una moral empobrece.
Hermann Hesse. Prosa aus
dem Nachlaß.