Obligado o traicionado por mí
mismo a decir cómo hago mis cuentos, recurriré a explicaciones exteriores a
ellos. No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la
conciencia. Eso me sería antipático. No son dominados por una teoría de la conciencia.
Esto me sería extremadamente antipático. Preferiría decir que esa intervención
es misteriosa. Mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia
constante y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un
momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar
creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir
artístico. Sería feliz si esta idea no fracasara del todo. Sin embargo, debo esperar
un tiempo ignorado: no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni
cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesía; o algo
que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos.
Debo cuidar que no ocupe mucho
espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella
misma esté destinada a ser, y ayudarla a que lo sea. Al mismo tiempo ella crecerá
de acuerdo a un contemplador al que no hará mucho caso si él quiere sugerirle
demasiadas intenciones o grandezas. Si es una planta dueña de sí misma tendrá
una poesía natural, desconocida por ella misma. Ella debe ser como una persona
que vivirá no sabe cuánto, con necesidades propias, con un orgullo discreto, un
poco torpe y que parezca improvisado. Ella misma no conocerá sus leyes, aunque profundamente
las tenga y la conciencia no las alcance. No sabrá el grado y la manera en que
la conciencia intervendrá, pero en última instancia impondrá su voluntad. Y
enseñará a la conciencia a ser desinteresada.
Lo más seguro de todo es que yo
no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene su vida extraña y
propia. Pero también sé que viven peleando con la conciencia para evitar los
extranjeros que ella les recomienda.