INSTINTO CONTRA RAZÓN
La línea que separa el instinto
de las bestias de la orgullosa razón del hombre tiene, sin lugar a dudas, un
carácter sumamente impreciso y discutible, y es una línea fronteriza mucho más
difícil de trazar que la del nordeste o el Oregón. Es posible que jamás se
resuelva el interrogante de si los animales inferiores razonan o no pero, desde
luego, no se logrará nunca con nuestros conocimientos actuales. Mientras el hombre,
con su amor propio y su soberbia, se empeñe en negarles a las bestias la capacidad
de razonamiento, pues reconocerla parece mermar la tan cacareada supremacía
humana, se verá perpetuamente encerrado en la paradoja de rebajar el instinto a
una facultad inferior a la vez que se ve obligado a admitir la infinita superioridad
de esta, en millares de casos, frente a la razón, que reclama como algo exclusivo
de sí mismo. Lejos de ser una razón inferior, el instinto tal vez sea el intelecto
más riguroso de todos. Al verdadero filósofo le parecerá que se trata de la mente
divina misma actuando directamente sobre sus criaturas.
Los hábitos de la hormiga león,
de muchas especies de arañas y del castor presentan una prodigiosa analogía, o
semejanza, con los procesos habituales de la razón humana —aunque el instinto
de otros seres no presenta tal analogía— que únicamente puede atribuirse al
espíritu de la Deidad misma, que actúa directamente, y no a través de ningún
órgano corporal, sobre la voluntad del animal. De esta elevada clase de
instinto ofrece el coral un ejemplo extraordinario. Este animalito, arquitecto
de continentes, no solo es capaz de construir murallas para protegerse del mar
con un fin preciso y un ordenamiento y adaptación científicos de los cuales el más
diestro de los ingenieros podría extraer un magnífico saber, sino que está
dotado de algo que no posee la humanidad: el espíritu absoluto de la profecía.
Preverá, con meses de antelación, los inevitables accidentes que sufrirá su
morada y, con la ayuda de miríadas de hermanos actuando como con una sola mente
(y en realidad actúan con una sola mente, la del Creador), trabajará
diligentemente para contrarrestar las influencias que solo existen en el
futuro. También el inmenso portento de las celdillas de un panal se presta a
una profunda reflexión. Pidámosle a un matemático que resuelva el problema de
calcular la mejor forma posible de la celdilla tal y como la necesita la abeja,
con los dos requisitos de resistencia y espacio, y se verá inmerso en las
cuestiones más elevadas y abstrusas de la investigación analítica. Pidámosle
que nos diga qué número de lados proporcionará el mayor espacio posible a las
celdillas, con la máxima solidez, y que defina, con el mismo objetivo, el
ángulo exacto de inclinación de la cubierta… y para responder esta cuestión
tendrá que ser un Newton o un Laplace. Sin embargo, desde que las abejas
existen, han estado resolviendo este problema continuamente. La principal
diferencia entre instinto y razón parece ser que, en tanto que la una es
infinitamente más exacta, más segura y más previsora en su esfera de acción, la
esfera de acción del otro tiene un alcance mucho mayor. Pero estamos predicando
un sermón cuando en realidad solo queríamos contar una pequeña historia sobre
una gata.
El autor de este artículo es
dueño de uno de los gatos negros más extraordinarios del mundo, y esto es mucho
decir, porque hay que recordar que todos los gatos negros son brujos. La que
nos ocupa no tiene ni un solo pelo blanco, y su conducta es reservada y escrupulosa.
A la parte de la cocina que más frecuenta solamente se puede acceder por una
puerta, que se cierra con lo que se denomina un pestillo de palanca. Estos
pestillos son de manufactura tosca, y siempre se requieren cierta fuerza y
destreza para bajarlos. Pero la gatita ha adoptado la costumbre cotidiana de abrir
la puerta, algo que consigue de la siguiente manera. Primero da un salto desde
el suelo hasta la guarda del pestillo (que se parece a la guarda del gatillo de
un revólver) y, por ahí, mete la pata izquierda para agarrarla. Después, con la
zarpa derecha aprieta el pasador hasta que este cede, aunque a veces necesita
varios intentos para llegar a este punto. Sin embargo, una vez bajado el
pasador, parece darse cuenta de que solo ha llevado a cabo la mitad de su
tarea, porque, si no se abre la puerta de un empujón antes de que lo suelte, el
pasador vuelve a caer en su soporte. Por consiguiente, el animalito se retuerce
hasta que las patas traseras quedan justo debajo del pestillo, luego salta con
todas sus fuerzas contra la puerta, que con el impulso del brinco se abre de
golpe, y sujeta con las patas traseras el pestillo hasta que el impulso no da más
de sí.
Hemos presenciado esta singular
proeza al menos cien veces, y nunca ha dejado de sorprendernos la verdad con la
que hemos comenzado este artículo: que la frontera entre instinto y razón es
muy imprecisa. Para llevar a cabo estas acciones, la gata negra debió de
emplear todas las facultades de percepción y reflexión que nosotros solemos
suponer que son cualidades prescriptivas y exclusivas de la razón.
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