CANTAR EN EL
DESIERTO
CRISTINA PERI
ROSSI
El hecho de que cante en el desierto
no debería asombrar a nadie, pues muchas personas lo han hecho desde el
principio de los tiempos, cuando todo era arena (también el cielo) y los
océanos estaban helados.
Sabemos que cantaron en el
desierto, pero no los escuchamos, por lo cual, hasta cierto punto, podríamos
decir que cantaron para sí mismos, aunque ese no era, en principio, el destino
de su canto.
Puesto que no los oímos, también
podríamos dudar de que efectivamente hayan cantado; sin embargo, estamos
seguros de que sus voces se elevan o se elevaron por encima de las arenas del
desierto, con esa clase de certeza que nos permite afirmar que la Tierra es
redonda, sin haber visto su forma, o que gira alrededor del Sol, sin que en los
hechos, nos demos cuenta de que nos movemos. Es la clase de convicción que nos
hace suponer que han cantado en el desierto, a pesar de no haberlos oído. Por
ser el canto una de las aptitudes de la gente y porque existen los desiertos.
Ella canta a media voz. Las
arenas son blancas, y el cielo, amarillo. Está sentada en un médano, a poca
altura, con los ojos cerrados, y el polvo le cubre el cuello, las pestañas, los
labios por donde escapa un hilo de voz como un licor sobre la tierra reseca.
Canta sin que nadie la escuche, a pesar de lo cual, estamos seguros de que canta,
o de que ha cantado alguna vez.
Con seguridad el hilo de su voz
se pierde casi de inmediato en el espacio amarillo que la rodea, sin
vibraciones. Y el Sol, que chupa con voracidad las pocas gotas de agua de un
lago próximo, se bebe las notas de su canto con furor. No por eso ella deja de
cantar, ni tampoco eleva la voz: continúa cantando en medio de las arenas
blancas, de las pirámides de sal que se elevan como templos de una divinidad
ciega y obtusa. Las arenas, que han devorado a más de un camello y su jinete,
ocultan las notas de su canto. Pero al otro día (o a la otra noche, porque si
bien no lo oímos, podemos suponer que también canta bajo el cielo oscuro, en la
soledad del desierto) ella vuelve a elevar la voz. Tanta insistencia no
sorprende a nadie, pues parece algo intrínseco al canto, y a veces, intrínseco
al desierto. A tal punto que nos sería difícil imaginar un desierto sin una
mujer apostada sobre un médano, cantando, sin ser escuchada.
La naturaleza del canto nos es
desconocida, aunque estamos persuadidos de que el canto existe. Cuando ella
baja a la ciudad (porque no siempre está en el desierto: a veces comparte la
vida de nuestras ciudades y ejecuta los actos convencionales que venimos
repitiendo desde nacidos) la aceptamos como una habitante más, porque en
realidad, nada la distingue de nosotros mismos, salvo el hecho de que canta en
el desierto: algo que podemos olvidar, puesto que nadie la oye. Cuando vuelve a
desaparecer, suponemos que ha regresado al desierto y que en medio de las arenas
blancas y el cielo como un océano, ella alza la voz, eleva su canto que como
una gota de agua caída del espacio, el médano se traga.
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