¡QUÉ PÚBLICO!
ANTÓN CHÉJOV
—¡Basta! ¡Ya no vuelvo a beber!... Por nada del mundo. Tiempo es de
ponerme al trabajo… ¿Te gusta recibir tu sueldo? Pues
trabaja honradamente, con celo, sin tregua ni reposo. Acaba de una vez con las
granujerías… Te has acostumbrado a cobrar tu paga en balde, y esto es malo… esto no es honrado…
Luego de haberse hecho tales
razonamientos, el jefe del tren, Podtiaguin, siente un deseo invencible de
trabajar. Son casi las dos de la madrugada, mas, a pesar de lo temprano de la
hora, despierta a los conductores y va con ellos por los vagones para revisar
los billetes.
—¡Los
billetes! —exclama alegremente, haciendo sonar el
taladro. Los viajeros, dormidos en la penumbra de la luz atenuada, se
sobresaltan y le pasan los billetes.
—¡El
billete! —dice Podtiaguin dirigiéndose a un pasajero de
segunda clase,hombre flaco, venoso, envuelto en una manta y pelliza y rodeado
de almohadas.
—¡El
billete!
El hombre flaco no contesta;
duerme profundamente. El jefe del tren le golpea en el hombro y repite con
impaciencia:
—¡El billete!
El pasajero, asustado, abre los
ojos y se fija con pavor en Podtiaguin.
—¿Qué? ¿Quién?
—¿No me
ha oído usted? ¡El billete! ¡Tenga
la bondad de dármelo!
—¡Dios mío!
—gime el hombre flaco, mostrando una faz lamentable—. ¡Dios mío! ¡Padezco
de reuma! Tres noches ha que no he podido conciliar el sueño… He tomado morfina
para dormirme y me sale usted… con los billetes. ¡Es
inhumano! ¡Es cruel! Si supiera usted lo que me cuesta
conciliar el sueño, no vendría usted a molestarme con esas majaderías… ¡Esto es tonto y cruel! ¿Para qué le
hace a usted falta mi billete? Esto es inepto.
Podtiaguin reflexiona si tiene
que ofenderse o no; decide ofenderse.
—¡No
grite usted aquí! ¿Estamos acaso en una taberna?
—En una
taberna la gente es más humana —contesta el pasajero
tosiendo—. ¿Cuándo podré
dormirme otra vez? Viajé por todos los países extranjeros sin que nadie me
pidiera el billete, y aquí es como si el diablo les persiga a cada momento: «El
billete. El billete».
—En tal
caso lárguese usted al extranjero, que le agrada tanto.
—¡Lo que
me dice usted es una estupidez! ¡No basta con que uno
tenga que soportar el calor y las corrientes de aire, hay que soportar también
ese formulismo!... ¿Para qué diablos necesita usted los
billetes? ¡Qué celo! Lo cual no impide que la mitad de
los pasajeros vayan de balde.
—Oiga
usted, caballero —exclama Podtiaguin—;
si no acaba de gritar y molestar a los demás pasajeros, me veré obligado a
hacerle bajar en la primera estación y a levantar acta.
—¡Es
abominable! —murmuran los demás pasajeros—. Eso de no dejar en paz a un hombre enfermo… ¡Acabe de una vez, en fin!
—Pero si
es el caballero, que me insulta —replica Podtiaguin—. ¡Está bien; que se guarde el
billete! Pero yo cumplía con mi deber, ya lo sabe usted…; si no fuera mi deber…
Pueden ustedes informarse…, preguntar al jefe de estación…
Podtiaguin encoge los hombros y
se aleja del enfermo. Al principio sentíase ofendido y maltratado; pero después
de haber recorrido dos o tres vagones, su alma de jefe de tren experimenta
cierta intranquilidad y algo como un remordimiento.
—Tienen
razón; yo no tenía para qué despertar al enfermo. Pero no es culpa mía. Ellos
creen que lo hago por mi gusto; no saben que tal es mi obligación. Si no me creen,
pueden informarse cerca del jefe de estación. La estación. Parada de cinco minutos.
En el coche de segunda clase
entra Podtiaguin, y detrás de él, con su gorra encarnada, aparece el jefe de
estación.
—Este
caballero pretende que no tengo derecho a pedirle el billete, y hasta se ha enfadado.
Le ruego, señor jefe, que le aclare si procedo por obligación o por pasar el rato.
¡Caballero! —prosigue
Podtiaguin dirigiéndose al hombre flaco—. ¡Caballero! Si usted no me cree puede interrogar al jefe de
estación…
El enfermo salta como picado por
una avispa, abre los ojos y muestra una cara compungida y se apoya en los
cojines.
—¡Dios mío!
¡He tomado el segundo polvo de morfina, que me calmó;
iba a coger el sueño, y otra vez!... ¡Otra vez el
billete!... ¡Le suplico tenga compasión de mí!
—Interrogue
al señor jefe, y verá usted entonces si tengo derecho, o no, a pedir los
billetes.
—¡Esto es
insoportable! ¡Tome usted su billete! ¡Le
compraré, si quiere todavía, otros cinco; pero déjeme que me muera en paz! ¿Es posible que no haya sufrido usted alguna vez? ¡Qué gente tan insensible!
—¡Es una
mofa! —dice indignado un señor que viste uniforme
militar—. ¡No puedo explicarme
de otro modo tamaña insistencia!
—Déjelo —le dice el jefe de estación, frunciendo el ceño y tirándole
a Podtiaguin de la manga.
Podtiaguin se encoge de hombros y
camina lentamente detrás del jefe.
—¿De qué
sirve el ser complaciente? —añade con perplejidad—. Sólo para que el viajero se tranquilice le he llamado al
jefe, y en lugar de agradecérmelo me regaña. Otra estación. Parada de diez
minutos.
Podtiaguin se va a la cantina a
tomar un vaso de agua de Seltz. Se le acercan dos caballeros de uniforme y le
dicen:
—¡Oiga
usted, jefe del tren! Su proceder con el pasajero enfermo indigna a todos los
que lo hemos presenciado. Yo soy ingeniero y este señor es coronel; le declaro que
si no presenta usted sus excusas, formularemos una queja contra usted a su jefe
de línea, que es conocido nuestro.
—¡Pero,
caballeros, es que yo…, es que él!...
—No
queremos explicaciones; le advertimos que si no presenta usted sus excusas,
tomaremos al enfermo bajo nuestra protección.
—¡Está
bien!... Perfectamente… le daré mis excusas…, si ustedes lo desean.
Media hora más tarde, Podtiaguin
prepara su frase de excusas para contentar al pasajero y no rebajar demasiado
su dignidad. Hele aquí de nuevo en el coche de segunda.
—¡Caballero!
—le dice—. ¡Caballero,
escúcheme!
El enfermo se estremece y salta.
—¿Qué?
—Es que
yo quiero… ¿cómo decirlo?... ¿cómo
explicarle?... No se ofenda usted…
—¡Ah!... ¡Agua!... —grita el enfermo, llevándose
la mano al corazón—. He tomado el tercer polvo de
morfina…, me dormía, y otra vez… Dios mío, ¿cuándo se acabará esta tortura?
—Pero es
que yo…; dispénseme…
—Basta…;
hágame bajar en la primera estación… No puedo soportarlo más… Me… muero…
—¡Esto es
abominable —exclaman voces desde el público—; váyase de aquí! ¡Tendrá usted que
responder de sus insolencias! ¡Váyase usted!
Podtiaguin suspira hondamente y
se marcha del vagón. En el coche de los empleados siéntase rendido al lado de
la mesa y prorrumpe en quejas.
—¡Qué público!
¡Sea usted complaciente, conténtelos! ¿Cómo
podrá uno trabajar? Así sucede que uno lo abandona todo y se entrega a la
bebida… Cuando uno no hace nada, enójanse con él; si trabaja, igualmente se
enfadan con él… Beberé una copita…
Podtiaguin absorbe de un golpe
media botella de vodka, y no reflexiona ya más ni en el trabajo, ni en su
obligación, ni en la honradez.