EL SOMBRERO
METAMÓRFICO
SILVINA OCAMPO
Los sombreros se usan para
precaverse del sol o del frío. Los campesinos no pueden prescindir de ellos;
los alpinistas, tampoco. No son meros objetos frívolos, decorativos o
ridículos. Se usan también o se usaron para saludar, para halagar, para molestar.
¿No conocen la historia del
sombrero metamórfico?
Existió en el sur de Inglaterra,
en 1890. Cuentan que era de terciopelo verde y tan apropiado para los hombres
como para las mujeres. Una plumita engarzada en un anillo de nácar era su único
adorno. Este sombrero apareció por primera vez en la casa de un señor inglés, a
las ocho de la noche de un mes de marzo. Nadie reconoció ni reclamó el
sombrero. Al día siguiente, cuando lo buscaron para examinarlo, no estaba en
ningún rincón de la casa. Otra vez, apareció en la casa de un médico, a la misma
hora. El médico, creyendo que era de la paciente que acababa de irse, lo guardó
en su ropero, cosa que molestó a su mujer. La disputa duró hasta el alba, en que
hablaron de divorcio. Otra vez provocó un duelo entre dos jóvenes, amantes de una
misma señora. La aparición del sombrero, que llevaba de adorno un anillo, había
provocado en ambos la sospecha de una activa infidelidad. El sombrero fue a dar
al Támesis, pues no había forma de deshacerse de él; quien lo arrojó fue
castigado con veinte latigazos. El sombrero se había oscurecido; algo humano
tenía en el lado derecho del ala, sobre el ojo de quien lo probaba, dándole
ganas de acariciarlo.
—No lo toquen, niños —exclamaban
las personas mayores, cuando los jóvenes se lo probaban.
—Trae mala suerte. Habrá
pertenecido a algún brujo o bruja, que se dedica a hacer malas jugadas. Entra
en las casas sin que nadie lo lleve. Es un intruso. Los objetos son como las
personas, malas o buenas. Éste es malo.
—No es malo —le aseguró un niño a
una niña—. Si me lo pongo, soy Juana de Arco, oigo voces.
—Y yo Enrique Octavo —dijo la
niña—, tratando de arrebatárselo.
Por increíble que parezca, la
niña se parecía a Enrique Octavo.
Tanto y tanto hicieron que el
sombrero fue a dar otra vez al Támesis, y el que lo rescató, un transeúnte
cualquiera, se lo llevó a su casa. No lo guardó, le agregó unas florcitas de
seda y lo llevó a la fea para venderlo, con un conjunto de blusa y falda.
En algún diario salió la noticia
del sombrero. Adquirió una fama extraña; fue a dar a una sombrerería, que
vendía sombreros masculinos y femeninos. Frente al desmesurado espejo del
probador, ocurrían transformaciones mágicas. Durante esas transformaciones, el
espejo perdía su claridad por un instante y se llenaba de raras líneas negras y
sombras de animales. Probarse aquel sombrero bastaba para que un hombre se
volviera mujer y una mujer hombre. Las madres de algunos niños no dejaban que sus
hijos pasaran frente a la puerta de la sombrerería por miedo a que sufrieran
una indebida metamorfosis. Muchas clientas ofrecían toda su fortuna con tal de
comprar el sombrero, pero el precio estaba por encima de sus posibilidades; además,
la moda ya había cambiado.
El sombrero seguía colocado en el escaparate más visible y lujoso de la casa. Se dijo que bastaba probarse una vez el sombrero para lograr la cura de una sinusitis, de una angina o de un glaucoma. También se dijo que curaba los males de amor; conseguía enamorar a quien se lo probara, si miraba en el espejo una fotografía del elegido. Estas curas resultaban costosas. El sombrero, tan manoseado, no se desteñía ni se marchitaba. Dijeron los clientes que lo habían falsificado, con falso terciopelo, que ya no era de ese verde tan delicado, sino de un verdinegro que engañaba a los ojos.
—Tal vez se dedique a la maldad
—dijeron ciertos malvados.
—Es un sombrero que se parece a
las personas.
No sé si tuvieron razón, pero el
mal se apoderó de los ánimos.
—Trae mala muerte, irradia veneno
—dijo un sabio, no por maldad sino por sabiduría—. Hay que matarlo.
Lo mataron. ¿Cómo? Nunca se
sabrá. Pero dicen que se agitó cuando le arrancaron el ala y que dio un
imperceptible grito.
En el espejo quedó por un tiempo
un reflejo verde, como el de algunas piedras.