Sólo la Revolución, ciertamente
no la Restauración, puede devolvernos la obra de arte suprema. La tarea que nos
espera es infinitamente mayor que lo hecho en el pasado. Si la obra de arte
griega reflejaba el espíritu de una gran nación, la obra de arte del futuro
debe reflejar el espíritu de la humanidad libre, por encima de los límites de
las naciones: el carácter nacional puede ser un adorno, un estímulo, no un obstáculo.
No se trata por lo tanto de restaurar el Helenismo sino de crear algo totalmente
distinto. Ya se intentó esa insensata restauración —¿qué no han intentado los
artistas ante los varios requerimientos de los potentados?— pero sólo produjo estériles
artificios, precipitados de esa hipócrita aspiración de nuestra historia
oficial a evitar la única verdadera aspiración: la de nuestra propia
naturaleza.
No, no queremos ser nuevos
griegos, pues lo que éstos no supieron, y fue la causa de su caída, sí lo
sabemos nosotros. Esa su caída, cuya causa, tras un largo período de dolor y
miseria, hemos llegado a comprender nos indica con claridad a qué hemos de aspirar:
nos enseña que debemos amar a todos los hombres para volver a amarnos a nosotros
mismos y redescubrir la alegría de vivir. Dejando atrás el yugo degradante de
los oficios y el ansia de dinero, debemos elevarnos hacia la libertad artística
y hacia lo universal. Dejando atrás nuestra condición de oprimidos y afanosos trabajadores
de la industria, queremos ser hombres fuertes y hermosos, que se apoderen del
mundo en cuanto fuente inagotable de los más sublimes placeres artísticos. Para
lograr este objetivo necesitamos de la fuerza universal de la Revolución, pues
nuestra es la fuerza revolucionaria que nos conduce a nuestra meta, meta por
cuya consecución podríamos justificar la primera de sus acciones en la historia:
la disolución de la tragedia griega, la destrucción del Estado ateniense.
Pero ¿cómo reunir semejante
fuerza, considerando la situación de extrema debilidad en la que nos
encontramos? ¿De dónde sacar la fuerza humana capaz de contraponerse a la
paralizante presión de una civilización que niega completamente al hombre, que
usa el espíritu humano sólo como fuerza motriz de las máquinas? ¿Dónde
encontrar la luz que disipe esa terrible superstición según la cual esta
nuestra civilización tendría más valor que el ser humano vivo y verdadero,
según la cual el hombre sólo vale como instrumento de esos poderes abstractos
que lo dominan y no por sí mismo en cuanto hombre?
Cuando el médico experimentado se
queda sin remedios, acudimos desesperados a la naturaleza. La naturaleza, y
sólo ella, puede desentrañar la madeja del destino de los hombres. La
civilización, con su creencia cristiana en que la naturaleza humana es despreciable,
se ha creado un enemigo que algún día acabará destruyéndola, pues en la
civilización el hombre no tiene cabida: ese enemigo es la naturaleza viva y
eterna. Esta naturaleza, la naturaleza humana, acabará imponiendo su ley.
Mientras tanto, el misantrópico dominio de la civilización traerá consigo un
resultado feliz: ante las crecientes limitaciones y presiones a las que se ve
sometida, la naturaleza acabará encontrando en sí misma la fuerza para
deshacerse de golpe de cuanto la aplasta y oprime. En cierto modo, la
civilización acabará enseñando a la naturaleza su inmensa fuerza; esa fuerza es
la Revolución.
¿Cómo se manifiesta esta fuerza
revolucionaria en las circunstancias actuales del movimiento social? ¿No lo
hace acaso ante todo como resistencia del trabajador alimentada por la conciencia
moral de su laboriosidad frente a las viciosas e inmorales ocupaciones de los
ricos? ¿No quiere el trabajador, como por venganza, erigir el principio del
trabajo en única religión legítima de la sociedad y forzar al rico a trabajar,
a ganarse su pan con el sudor de la frente? ¿Corremos entonces el riesgo de elevar
el degradante trabajo a valor absoluto y universal e imposibilitar así definitivamente
el Arte?
Así lo temen muchos leales
amantes del arte que se preocupan sinceramente por preservar la esencia más
noble de nuestra civilización. Pero estas personas no suelen entender el
verdadero alcance del gran movimiento social, se quedan perplejos ante las
teorías de nuestros socialistas doctrinarios que quieren establecer pactos imposibles
con la actual sociedad y se dejan impresionar por las muestras de ira de la parte
más sufrida de la sociedad, sin entender que esa rabia nace de un instinto natural
más profundo y más noble: del deseo de disfrutar de una vida digna, en la que todas
las energías no se destinen a la supervivencia material sino a saborear la
alegría de la vida; se trata, en definitiva, de un deseo de renunciar al
trabajo en favor de una humanidad más artística, más digna y fiel a su
naturaleza.
La tarea del arte consiste
precisamente en reconocer la nobleza de este instinto social noble y mostrarle
su verdadero camino. De la actual barbarie civilizada, el arte podrá salir sólo
apoyándose en ese gran movimiento social, sólo así conquistará su dignidad. El
arte, de hecho, comparte con ese movimiento un mismo fin y ambos podrán
alcanzarlo sólo si entienden que se trata de un fin compartido. Ese fin es el hombre
hermoso y bello: ¡la Revolución le dará la fuerza y el Arte, la belleza!
No nos corresponde a nosotros
describir con precisión la marcha futura de la evolución social, y ningún
cálculo de la doctrina podría predecir la futura evolución del ser humano. Todo
en la historia acontece por necesidad y cabe pensar que, cuando el movimiento
alcance su objetivo, la situación será la contraria a la actual, pues de no ser
así la historia sería circular y no una corriente que, más allá de los contratiempos
y desviaciones, fluye siempre en una misma dirección.
Podemos imaginar que, en ese
estado futuro, el hombre se habrá liberado de una última superstición, la de
negar su propia naturaleza, superstición que le ha llevado a considerarse
instrumento al servicio de un fin ajeno a él. Cuando el hombre se reconozca a
sí mismo como único fin de su propia existencia y entienda que puede alcanzar
ese fin sólo en comunión con sus semejantes, entonces su profesión de fe social
consistirá en una confirmación activa de las palabras de Jesús cuando dijo: «No
anden preocupados pensando qué van a comer o beber, ni pensando qué van a
vestir, pues el Padre celestial proveerá». Este padre celestial será entonces
la razón social de la humanidad, que se apropiará de la naturaleza y de su
generosidad para el bien de todos. El vicio y maldición de nuestras
instituciones sociales radican en que, hasta ahora, el único objeto de nuestras
preocupaciones ha sido la mera supervivencia física, una preocupación que
paraliza toda actividad espiritual y desgasta tanto el cuerpo como al alma.
Esta preocupación ha hecho del hombre un ser débil, servil, miserable y obtuso,
incapaz de amar y de odiar, un ciudadano dispuesto a renunciar al último
vestigio de su libre albedrío para aliviar esa preocupación.
Cuando la humanidad fraterna se
haya liberado para siempre de estas preocupaciones descargándolas —como
hicieron los griegos con sus esclavos— en las máquinas, es decir en ese esclavo
mecánico que hasta ahora hemos reverenciado como el fetichista adora el ídolo
creado con sus propias manos, sólo entonces los impulsos del hombre libre y
creador se manifestarán como impulsos artísticos. Sólo entonces habremos
reconquistado el impulso vital de los griegos: lo que para ellos fue fruto de
una evolución natural, para nosotros será el resultado de una lucha histórica; lo
que para ellos fue un don semiinconsciente, será para nosotros una verdad conquistada
en la lucha.
Sólo los hombres fuertes conocen
el amor, sólo el amor entiende de belleza, sólo la belleza crea arte. El amor
entre débiles no pasa de ser expresión de un deseo. El amor del débil por el
fuerte es humildad y temor, el amor del fuerte por el débil es compasión y
condescendencia: sólo el amor del fuerte por el fuerte es amor verdadero, al
ser libre devoción por quién no puede obligarnos. En cada región, en cada
pueblo, los hombres conquistarán con la libertad su propia fuerza, y con ésta el
verdadero amor, y con éste, la belleza: y la actividad de la belleza es el
Arte.
Eduquémonos a nosotros mismos y a
nuestros hijos en lo que parece ser el verdadero propósito de la vida. Los
germanos se educaban para la guerra y la caza, los verdaderos cristianos, para
la renuncia y la humildad, el súbdito del Estado moderno es educado, a través
del arte y de la ciencia, para el lucro industrial. Si para el hombre libre del
futuro el propósito de la vida ya no será subsistir porque una nueva fe activa
o, mejor aún, una nueva ciencia le proporcionará lo necesario como correlato de
una actividad acorde con su condición humana, es decir, si la industria habrá
dejado de ser nuestro amo para convertirse en nuestro servidor, entonces el propósito
de la existencia será la alegría de vivir, y al disfrute de esta alegría educaremos
a nuestros hijos. La educación, partiendo del ejercicio de la fuerza, del culto
a la belleza física, será esencialmente artística, simplemente por el amor que
se profesa por el hijo, por su generosa belleza, y cada hombre será
verdaderamente artista. La diversidad de las inclinaciones naturales hará
florecer las artes más diversas con una riqueza insospechada, y así como la
ciencia de todos los hombres encontrará su expresión religiosa en la ciencia
efectiva de la humanidad libre y unida, todas las artes generosamente
desarrolladas convergerán en el drama, en la magnífica tragedia humana. Las
tragedias serán las fiestas de la humanidad; en ellas el hombre libre, bello y
fuerte, liberado de toda convención, celebrará los placeres y dolores del amor
y acometerá, digno y sublime, el gran sacrificio de amor de su propia muerte.
Este arte volverá a ser
conservador, si bien, debido a su capacidad de florecer sin descanso, perdurará
por sí mismo sin necesidad de buscar apoyos ajenos, pues este arte ¡prescindirá
del dinero!
Fragmento del libro Arte y
Revolución, de Richard Wagner.