Richard Wagner: La Revolución puede devolvernos al Arte | MÁS LITERATURA

 

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Sólo la Revolución, ciertamente no la Restauración, puede devolvernos la obra de arte suprema. La tarea que nos espera es infinitamente mayor que lo hecho en el pasado. Si la obra de arte griega reflejaba el espíritu de una gran nación, la obra de arte del futuro debe reflejar el espíritu de la humanidad libre, por encima de los límites de las naciones: el carácter nacional puede ser un adorno, un estímulo, no un obstáculo. No se trata por lo tanto de restaurar el Helenismo sino de crear algo totalmente distinto. Ya se intentó esa insensata restauración —¿qué no han intentado los artistas ante los varios requerimientos de los potentados?— pero sólo produjo estériles artificios, precipitados de esa hipócrita aspiración de nuestra historia oficial a evitar la única verdadera aspiración: la de nuestra propia naturaleza.

No, no queremos ser nuevos griegos, pues lo que éstos no supieron, y fue la causa de su caída, sí lo sabemos nosotros. Esa su caída, cuya causa, tras un largo período de dolor y miseria, hemos llegado a comprender nos indica con claridad a qué hemos de aspirar: nos enseña que debemos amar a todos los hombres para volver a amarnos a nosotros mismos y redescubrir la alegría de vivir. Dejando atrás el yugo degradante de los oficios y el ansia de dinero, debemos elevarnos hacia la libertad artística y hacia lo universal. Dejando atrás nuestra condición de oprimidos y afanosos trabajadores de la industria, queremos ser hombres fuertes y hermosos, que se apoderen del mundo en cuanto fuente inagotable de los más sublimes placeres artísticos. Para lograr este objetivo necesitamos de la fuerza universal de la Revolución, pues nuestra es la fuerza revolucionaria que nos conduce a nuestra meta, meta por cuya consecución podríamos justificar la primera de sus acciones en la historia: la disolución de la tragedia griega, la destrucción del Estado ateniense.

Pero ¿cómo reunir semejante fuerza, considerando la situación de extrema debilidad en la que nos encontramos? ¿De dónde sacar la fuerza humana capaz de contraponerse a la paralizante presión de una civilización que niega completamente al hombre, que usa el espíritu humano sólo como fuerza motriz de las máquinas? ¿Dónde encontrar la luz que disipe esa terrible superstición según la cual esta nuestra civilización tendría más valor que el ser humano vivo y verdadero, según la cual el hombre sólo vale como instrumento de esos poderes abstractos que lo dominan y no por sí mismo en cuanto hombre?

Cuando el médico experimentado se queda sin remedios, acudimos desesperados a la naturaleza. La naturaleza, y sólo ella, puede desentrañar la madeja del destino de los hombres. La civilización, con su creencia cristiana en que la naturaleza humana es despreciable, se ha creado un enemigo que algún día acabará destruyéndola, pues en la civilización el hombre no tiene cabida: ese enemigo es la naturaleza viva y eterna. Esta naturaleza, la naturaleza humana, acabará imponiendo su ley. Mientras tanto, el misantrópico dominio de la civilización traerá consigo un resultado feliz: ante las crecientes limitaciones y presiones a las que se ve sometida, la naturaleza acabará encontrando en sí misma la fuerza para deshacerse de golpe de cuanto la aplasta y oprime. En cierto modo, la civilización acabará enseñando a la naturaleza su inmensa fuerza; esa fuerza es la Revolución.

¿Cómo se manifiesta esta fuerza revolucionaria en las circunstancias actuales del movimiento social? ¿No lo hace acaso ante todo como resistencia del trabajador alimentada por la conciencia moral de su laboriosidad frente a las viciosas e inmorales ocupaciones de los ricos? ¿No quiere el trabajador, como por venganza, erigir el principio del trabajo en única religión legítima de la sociedad y forzar al rico a trabajar, a ganarse su pan con el sudor de la frente? ¿Corremos entonces el riesgo de elevar el degradante trabajo a valor absoluto y universal e imposibilitar así definitivamente el Arte?

Así lo temen muchos leales amantes del arte que se preocupan sinceramente por preservar la esencia más noble de nuestra civilización. Pero estas personas no suelen entender el verdadero alcance del gran movimiento social, se quedan perplejos ante las teorías de nuestros socialistas doctrinarios que quieren establecer pactos imposibles con la actual sociedad y se dejan impresionar por las muestras de ira de la parte más sufrida de la sociedad, sin entender que esa rabia nace de un instinto natural más profundo y más noble: del deseo de disfrutar de una vida digna, en la que todas las energías no se destinen a la supervivencia material sino a saborear la alegría de la vida; se trata, en definitiva, de un deseo de renunciar al trabajo en favor de una humanidad más artística, más digna y fiel a su naturaleza.

La tarea del arte consiste precisamente en reconocer la nobleza de este instinto social noble y mostrarle su verdadero camino. De la actual barbarie civilizada, el arte podrá salir sólo apoyándose en ese gran movimiento social, sólo así conquistará su dignidad. El arte, de hecho, comparte con ese movimiento un mismo fin y ambos podrán alcanzarlo sólo si entienden que se trata de un fin compartido. Ese fin es el hombre hermoso y bello: ¡la Revolución le dará la fuerza y el Arte, la belleza!

No nos corresponde a nosotros describir con precisión la marcha futura de la evolución social, y ningún cálculo de la doctrina podría predecir la futura evolución del ser humano. Todo en la historia acontece por necesidad y cabe pensar que, cuando el movimiento alcance su objetivo, la situación será la contraria a la actual, pues de no ser así la historia sería circular y no una corriente que, más allá de los contratiempos y desviaciones, fluye siempre en una misma dirección.

Podemos imaginar que, en ese estado futuro, el hombre se habrá liberado de una última superstición, la de negar su propia naturaleza, superstición que le ha llevado a considerarse instrumento al servicio de un fin ajeno a él. Cuando el hombre se reconozca a sí mismo como único fin de su propia existencia y entienda que puede alcanzar ese fin sólo en comunión con sus semejantes, entonces su profesión de fe social consistirá en una confirmación activa de las palabras de Jesús cuando dijo: «No anden preocupados pensando qué van a comer o beber, ni pensando qué van a vestir, pues el Padre celestial proveerá». Este padre celestial será entonces la razón social de la humanidad, que se apropiará de la naturaleza y de su generosidad para el bien de todos. El vicio y maldición de nuestras instituciones sociales radican en que, hasta ahora, el único objeto de nuestras preocupaciones ha sido la mera supervivencia física, una preocupación que paraliza toda actividad espiritual y desgasta tanto el cuerpo como al alma. Esta preocupación ha hecho del hombre un ser débil, servil, miserable y obtuso, incapaz de amar y de odiar, un ciudadano dispuesto a renunciar al último vestigio de su libre albedrío para aliviar esa preocupación.

Cuando la humanidad fraterna se haya liberado para siempre de estas preocupaciones descargándolas —como hicieron los griegos con sus esclavos— en las máquinas, es decir en ese esclavo mecánico que hasta ahora hemos reverenciado como el fetichista adora el ídolo creado con sus propias manos, sólo entonces los impulsos del hombre libre y creador se manifestarán como impulsos artísticos. Sólo entonces habremos reconquistado el impulso vital de los griegos: lo que para ellos fue fruto de una evolución natural, para nosotros será el resultado de una lucha histórica; lo que para ellos fue un don semiinconsciente, será para nosotros una verdad conquistada en la lucha.

Sólo los hombres fuertes conocen el amor, sólo el amor entiende de belleza, sólo la belleza crea arte. El amor entre débiles no pasa de ser expresión de un deseo. El amor del débil por el fuerte es humildad y temor, el amor del fuerte por el débil es compasión y condescendencia: sólo el amor del fuerte por el fuerte es amor verdadero, al ser libre devoción por quién no puede obligarnos. En cada región, en cada pueblo, los hombres conquistarán con la libertad su propia fuerza, y con ésta el verdadero amor, y con éste, la belleza: y la actividad de la belleza es el Arte.

Eduquémonos a nosotros mismos y a nuestros hijos en lo que parece ser el verdadero propósito de la vida. Los germanos se educaban para la guerra y la caza, los verdaderos cristianos, para la renuncia y la humildad, el súbdito del Estado moderno es educado, a través del arte y de la ciencia, para el lucro industrial. Si para el hombre libre del futuro el propósito de la vida ya no será subsistir porque una nueva fe activa o, mejor aún, una nueva ciencia le proporcionará lo necesario como correlato de una actividad acorde con su condición humana, es decir, si la industria habrá dejado de ser nuestro amo para convertirse en nuestro servidor, entonces el propósito de la existencia será la alegría de vivir, y al disfrute de esta alegría educaremos a nuestros hijos. La educación, partiendo del ejercicio de la fuerza, del culto a la belleza física, será esencialmente artística, simplemente por el amor que se profesa por el hijo, por su generosa belleza, y cada hombre será verdaderamente artista. La diversidad de las inclinaciones naturales hará florecer las artes más diversas con una riqueza insospechada, y así como la ciencia de todos los hombres encontrará su expresión religiosa en la ciencia efectiva de la humanidad libre y unida, todas las artes generosamente desarrolladas convergerán en el drama, en la magnífica tragedia humana. Las tragedias serán las fiestas de la humanidad; en ellas el hombre libre, bello y fuerte, liberado de toda convención, celebrará los placeres y dolores del amor y acometerá, digno y sublime, el gran sacrificio de amor de su propia muerte.

Este arte volverá a ser conservador, si bien, debido a su capacidad de florecer sin descanso, perdurará por sí mismo sin necesidad de buscar apoyos ajenos, pues este arte ¡prescindirá del dinero!

Fragmento del libro Arte y Revolución, de Richard Wagner.

 


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