"LA MUJER INDELEBLE"
MARGARET ATWOOD
Leí por primera vez Al faro,
de Virginia Woolf, cuando tenía diecinueve años. Formaba parte de un curso, «La
novela del siglo XX», o algo así. Me sentía bastante cómoda con la novela del
siglo XIX, me parecía que en la obra de Dickens las cosas eran como tenían que
ser, al menos en Inglaterra: mucha gente loca y niebla. Tampoco me parecían
demasiado mal algunas novelas del siglo XX. A Hemingway podía entenderle más o
menos, había jugado a guerras de niña, había ido a pescar muchas veces y
conocía por encima las reglas de ambas cosas. Era consciente de que los chicos
eran bruscos. Camus era lo bastante deprimente para aquella fase final de mi adolescencia,
con su dosis de angustia y de sexo polvoriento e insatisfactorio. Faulkner era
mi idea de lo que podía esperar como, bueno, como escritora (que era lo que
quería ser); la histeria en ciénagas negras infestadas de bichos era mi idea de
la autenticidad artística. Yo conocía a esos bichos. Conocía esas ciénagas o
ciénagas muy parecidas. Conocía esa histeria. A esa edad, el hecho de que Faulkner
pudiera ser tan escandalosamente gracioso, me pasó inadvertido.
Pero desde mi percepción de los
diecinueve años, Virginia Woolf era una especie de vía muerta. En primer lugar,
¿por qué había que ir al faro y montar todo ese lío por el hecho de ir o no ir?
¿De qué iba el libro? ¿Por qué estaba todo el mundo tan enamorado de la señora
Ramsay, que se paseaba con viejos sombreros deformados, perdía el tiempo en su
jardín, y complacía a su marido con pequeñas dosis de educada aquiescencia
visiblemente aburrida, igual que mi madre? ¿Cómo podía alguien aguantar al
señor Ramsay, ese tirano que citaba a Tennyson y que se creía un genio
excéntrico y frustrado? Alguien ha metido la pata, grita él, pero aquello a mí
no me impresionaba en absoluto.
¿Y qué pasaba con Lily Briscoe,
que quiere ser artista y pone todo su empeño en ello, pero que no parece capaz
de pintar lo suficientemente bien para sentirse satisfecha? En Woolflandia las
cosas eran muy poco convincentes. Eran muy escurridizas. Eran muy fútiles. Eran
profundamente incomprensibles. Eran como la frase que escribe un poeta
desgreñado de un relato de Katherine Mansfield: «¿Por qué ha de haber siempre
sopa de tomate?».
A los diecinueve años no conocía
a nadie que hubiera muerto, excepto mi abuelo, que era viejo y vivía lejos.
Nunca había ido a un funeral. No entendía nada de esa clase de pérdida, de la
frágil textura de las vidas vividas, de la forma como puede cambiar el
significado de un sitio cuando aquellos que solían habitarlo ya no están. No
sabía nada de la desesperación y de la necesidad de atrapar esa clase de vidas,
para rescatarlas, para impedir que se desvanezcan todas a la vez.
Sin embargo, era responsable de
algunos fracasos artísticos, fruto de mi inmadurez, aunque en aquel momento no
los reconocía como tales. Lily Briscoe sufre la agresividad de un hombre
inseguro que le dice constantemente que las mujeres no pueden pintar ni
escribir; pero yo no entendía por qué a ella le afectaba tanto: era evidente
que aquel tipo era un soso, así que ¿a quién le importaba lo que pensara? En
cualquier caso, nadie me había dicho nunca nada parecido, aún. (No tenía ni
idea de que pronto empezarían a hacerlo). No me daba cuenta de la carga que
podían tener esas afirmaciones, porque se apoyaban en muchos siglos de sólidas
y reconocidas convicciones, aunque los que las dijeran fueran bobos.
Este verano pasado, cuarenta y
tres años después, leí otra vez Al faro. Sin ningún motivo en
particular. Estaba en ese lugar tan canadiense, «el cottage», y allí estaba
también el libro y ya había leído todas las novelas de misterios y asesinatos.
Así que pensé que lo intentaría otra vez.
¿Cómo fue que esa vez todo lo que
había en el libro me pareció tan absolutamente evidente? Sobre todo, ¿cómo se
me podía haber pasado por alto la primera vez la estructura, la maestría
artística? ¿Cómo no supe ver la cita de Tennyson del señor Ramsay como lo que
es: una profecía de la Primera Guerra Mundial? ¿Cómo no me di cuenta de que la
persona que pinta y la que escribe son en realidad la misma? («Las mujeres no
pueden escribir, las mujeres no pueden pintar…»). ¿Y de la forma como pasa el
tiempo sobre todas las cosas, como una nube, y de cómo los objetos sólidos
parpadean y se disuelven? ¿Y cómo el cuadro que pinta Lily de la señora Ramsay,
inacabado, incompleto y condenado a quedarse guardado en un ático, se
convierte, al añadir ella esa frase que lo liga todo al final, en el libro que
acabamos de leer?
Algunos libros han de esperar a
que estemos preparados para ellos. Leer es muy a menudo una cuestión de suerte.
¡Y qué suerte tuve! (O eso me dije a mí misma cuando me puse un sombrero
deformado y me fui ir a perder el tiempo paseando por mi insondable jardín…).
"La mujer indeleble" es un ensayo que se encuentra en el libro La maldición de Eva, escrito por Margaret Atwood y traducido por Montse Roca.