Hace un año, en ocasión
semejante, nos correspondió intentar describir un panorama de la literatura que
pudiera dar a los pocos lectores menos informados que nosotros, una visión de
lo que ha estado y está pasando en el mundo de las letras, a partir de los primeros
años de la posguerra. Lo que estamos haciendo en este momento está condenado
—como un año atrás— a la improvisación y al desorden. Pero, como estamos algo
más viejos, trataremos de organizar temas e ideas para orientar al lector a
medida que nos orientamos nosotros mismos.
El acontecimiento literario más
importante de esta mal despachada decena de años que vamos a considerar,
continúa siendo, guste o no guste, el existencialismo. Sartre, escritor poco
brillante, dotado de un talento asombroso, se colocó lúcidamente en la posición
que adoptan sin saberlo todos los hombres de letras que escriben para sí mismos
y para cualquiera. Los que nacieron para escribir; los que escriben sin el propósito
trivial, emocionante y ridículo, de agradar, de obtener elogios, de contribuir a
causas extraliterarias. Con deliberación y un nunca escondido amor por el
éxito, Sartre se propuso hacer balance, revisar las escalas de valores aparte
de los prejuicios y las costumbres, llevar a primer plano la verdad de la vida
y la verdad de la muerte.
Una tarea así impone —cuando no
se trata de un genio, y a este genio nunca lo hemos leído— la exageración y la
trampa. Como los hombres y las mujeres se niegan a verse y aceptarse a sí
mismos, como ocultan empeñosa, rápida, diariamente la parte de su verdad que
antiguas imposiciones declaran poco halagadoras, Sartre y sus abundantes,
tediosos discípulos se dedicaron a exponer exclusivamente lo más abyecto —o
acaso sólo lo más infeliz— de las existencias humanas en esta parte del siglo XX.
El producto es tan artero e incompleto, tan parcial y falso como la Imitación de
Tomás de Kempis. Tan unilateral como el Cantar de los Cantares o el
Eclesiastés.
Pero se trataba precisamente de
eso, de decirle a la gente que es así. Y de insinuar, en derivaciones éticas
que no tienen base de ninguna especie para quien haya leído —en buena
traducción mexicana, claro— El ser y la nada, la manera en que la gente se haga
mejor.
De una costilla de Sartre salió
Albert Camus, y no hablamos de él exclusivamente por el premio Nobel, que no
merece su obra literaria, pero sí, y con largueza, el tranquilizador
bizantinismo político de su libro El hombre en rebelión. Hace años que Sartre
tiene prometido el cuarto tomo de su novela Los caminos de la libertad. Como en
este último tomo está obligado a dar soluciones existencialmente lógicas a la multitud
de problemas planteados en los tres libros que lo anteceden, no lo escribirá nunca.
Hace años, en la última página de El ser y la nada, prometió una «ética existencial»,
enunciado que es por sí solo un gracioso chiste. No lo escribirá nunca porque
no puede ser escrita sin hacer una grosera trampa.
Camus vio todo esto y se apartó
del existencialismo. El cuarto tomo lo escribiría él; la ética existencial
correría por su cuenta. La separación se hizo en un principio suavemente y
luego se convirtió en la famosa polémica sobre El hombre en rebelión, que tuvo
como escenario las páginas de Les Temps Modernes y que demostró excesivamente
lo que todos sabíamos: que el repugnante, por tantos motivos, Sartre, poseía la
fuerza bruta de la inteligencia, y que Albert Camus se ajustaba sin esfuerzos a
una medida menor.
Albert Camus, que había
proclamado hasta en un título el absurdo de la vida, y en los textos su total
falta de sentido, comenzó a descubrir la moral cristiana. Las derechas
francesas aplaudieron esta estremecedora innovación, olvidaron los sucesos del
14 de julio, toleraron por fin que el audaz escritor —y tan joven, tan
tuberculoso — inventara y propagara el liberalismo. La Academia sueca acaba de
mostrarse de acuerdo, a pesar de que los otros candidatos a los 40 000 dólares
fueran André Malraux y Alberto Moravia. Pero esto nada tiene que ver con la
literatura.
La literatura, después de la
explosión del existencialismo, se convirtió y sigue convirtiéndose en remedos
de las novedades que trajo La náusea en calcos fáciles de los escándalos de los
cuentos y las obras de teatro de Sartre.
Los epígonos siguen creyendo que
la simple desvergonzada remoción de basura y excrementos alcanza para plantear
el problema del destino del hombre y, acaso, para sugerir soluciones. No hay
que olvidar a los existencialistas católicos, capaces de convertir las
deyecciones en aguas para su molino. No hay que olvidar a los que describen la
decadencia burguesa para ofrecer en cambio el cielo de la sociedad sin clases.
No hay que olvidar a los y las Françoises Sagan, ni a los escritores norteamericanos
de la escuela de los «duros», ni tampoco a los oportunistas que quieren vender
en tiempos de caos la bebida chirle de la «confianza en los destinos del
hombre», de los encantos de la tontería y la humildad, del panglossismo
adaptado a los tiempos que corren.
Y, sobre todo, hablando de
existencialismo —tema que invadió totalmente el poco espacio del que disponemos—,
no hay que olvidar al único novelista contemporáneo que supo de esto con los
huesos mucho antes de que Jean-Paul Sartre superara «sus años grises de
profesor en provincias» para demostrar que había leído a Heidegger con
asombroso provecho. No hay que olvidar a Louis Ferdinand Céline ni El viaje al fin
de la noche.
Octubre de 1957