Qué vas a hacer, Dios, cuando yo
muera… Yo no vuelvo al búnker de la colina. Los Tschörner han fallecido, y Ali
ha muerto al día siguiente. Nuestro Ali. Ahora ya no hay nadie más en la calle.
Los días son tan soleados. He puesto una silla en el jardín y leo. He tomado la
firme decisión de seguir leyendo si caen las bombas. El libro de horas está ya
totalmente descuajeringado y pringoso. Es mi único consuelo. ¡Y Baudelaire! Bientôt
nous tomberons dans les froides tenebres, adieu vive clarte, ya no tengo ni
que mirar al libro. Ayer vino el escuadrón más grande jamás visto por aquí. El
primero siguió volando, el segundo lanzó las bombas. El rugido fue tan intenso
que se me cortó la respiración, y entonces sí que bajé al sótano, lo que
resulta ridículo en nuestra casita, porque a duras penas resistiría una bomba
pequeña, mucho menos una de 100 kilos. Se dice que el centro de la ciudad tiene
un aspecto horrible, y aquí también es como el fin del mundo. Sin embargo, ya
no tengo miedo, sólo cuando caen las bombas tengo una sensación en el cuerpo,
algo se crispa dentro de mí. No obstante, en mi cabeza ya he hecho mi
testamento. Igual es pecado quedarse simplemente sentada y mirar el sol. Sin embargo,
ya no puedo volver al búnker, durante horas y horas, cuando el agua gotea por
las paredes de roca y el aire se vuelve tan irrespirable que hace que casi te
desmayes. Está prohibido hablar a causa del aire, pero esas masas resignadas y
calladas también son insoportables. La idea de morir probablemente allí con
todos, como en un rebaño, me causa horror. Por lo menos en el jardín. Por lo
menos al sol.
Fragmento de Diario de
guerra, de Ingeborg Bachmann