EL RELOJ PARADO A
LAS SIETE
GIOVANNI PAPINI
Hay, en la sombra de mi
habitación, un viejo reloj que desde hace muchos años está parado y marca las
siete. Todos los otros relojes de la casa y de la ciudad laten y suenan,
caminan y viven, y el viejo reloj de mi habitación, con su blanca esfera en medio
de la caja negra, permanece tranquilo e inmóvil, fiel a aquella hora que marcó la
última. Pero cada doce horas hay un momento en que el pobre reloj de mi habitación
parece volverse a despertar y vivir con los demás, en armonía con el mundo que
lo contiene. Cuando todas las esferas marcan las siete y los tañidos estridentes
o argentinos de los relojes de péndulo se oyen siete veces, y los cucos de las
provincias salen para repetir siete veces su melancólico grito de bestias manufacturadas
y prisioneras, entonces también mi viejo reloj parece participar gravemente en
la solemne vida del tiempo. Dos veces cada día, en dos rápidos momentos cada
día, esa máquina muerta forma parte de la vida, esa antigua inmovilidad parece
volver a ponerse en movimiento. A quien lo mirara solamente entonces, en
aquellos dos momentos y nada más, el inmóvil reloj diría la verdad.
Pero apenas las otras manecillas
han pasado la señal, apenas los tañidos de las campanas se han perdido como en
un vapor de temblorosa solemnidad, apenas los patéticos cucos se han retirado a
sus cajitas de madera, yo me doy cuenta de que el pobre reloj de mi habitación
está verdaderamente muerto y que los ejemplos y los estrépitos y los gritos de
todos sus hermanos no lo han podido despertar.
Y precisamente por eso yo amo
tanto al cansado reloj inmutablemente parado a las siete. Me gusta la elección
que hizo de la última hora hace tantos años, y la tranquila fidelidad de su
sueño. Y más me gusta y más lo quiero porque en él he debido ver un reflejo de
mí, un espejo de mí mismo, otro yo mismo. Su suerte es casi la mía y mi vida se
parece un poco a su muerte.
¿Por qué he llegado tan pronto a
confesar este miedo mío? Pero ¿podía dejar de hacerlo? ¿No se hubiera dado
cuenta por sí mismo, el Otro —aquel que sabe mostrarse con tantos rostros—, de
que mi existencia está hecha de pausas de silencio, de sueño y de muerte,
interrumpidas a saltos y sobresaltos rapidísimos de vida aparente?
También yo estoy, como el pobre
reloj, desde hace muchos años inmóvil en la sombra. La mayor parte del tiempo
de mi vida está vacía, es ordinaria, corriente, llena de aburrimiento
inexpresado y de estúpidas alegrías, de proyectos caseros y de pobres fantasías,
como la del más pobre espíritu de todos ustedes. Casi siempre soy un hombre como
los demás hombres, pertenezco a mi especie, siento que soy hijo de esta tierra
y me dejo arrastrar por este canal soñoliento de actos automáticos y de palabras
aprendidas que ustedes y yo llamamos vida.
Pero yo sé que en el mundo no
solamente hay esto, y que no solamente en esta pobre forma se manifiesta la
existencia. En el mundo hay —yo lo sé con la más perfecta seguridad— voces tan
suaves que hablan siempre sin preocuparse de ser escuchadas, y grandes
corazones que laten, y laten fuerte como divinos herreros en las cavernas de
los mundos, y venas que baten rápidamente como torrentes, hinchadas como ríos
reales. Y hay en el mundo orquestas colosales hechas con el viento y con el
mar, y grandiosos coros de árboles altos y temblorosos que tocan y cantan noches
enteras para fiestas desconocidas.
Pero ustedes y yo no sentimos:
todo este alegre estrépito del mundo no parece hecho para nosotros. En esta
armoniosa fragua nosotros permanecemos sordos e inquietos en los ángulos más
oscuros.
Pero no siempre, hermanos, estoy
condenado a esta sordera e inmovilidad. Llegan instantes en que mi alma se
convierte en parte de este mayor mundo, y siente y repite los latidos, los
sonidos y las voces. Esos momentos no llegan con frecuencia, pero se realizan
con la regularidad de una conjunción celestial.
Entonces me parece que la línea
de mi vida corta y atraviesa la línea de otro mundo, y que yo estoy obligado a
superar con un salto un río de luz para volver a la oscuridad. Pero en esos
instantes tan breves, tan huidizos, yo vivo bastantes más cosas que en todo el
tiempo que transcurre entre un pasaje y otros, y siento que me vienen a la boca
palabras que nunca he dicho y siento que me queman el corazón pasiones que
nunca tuve y que me elevan el alma entusiasmos improvisos por cosas que yo no
comprendía antes; oigo murmurarme al oído respuestas a preguntas que yo no
recuerdo haber hecho. En cada uno de esos momentos me veo en medio del universo,
como un pastor en lo alto de un monte que domine todos los prados, y nada está
escondido y callado para mí, ni las sinceras confesiones de las cosas, ni los tiernos
secretos de los corazones. ¡Y me siento tan grande y tan solo! Sereno, en lo alto,
respirando bien, en perfecta alegría, en contacto con las cosas, en comunión
con Dios. Reencuentro entonces el simple sabor de los elementos, el sabor de
las cosas queridas y olvidadas: del aire puro, del agua fría, del pan bueno, de
la hierba fresca y del viento ligero. Y en aquellos momentos ya no hablo yo,
sino que alguien habla en mí en voz alta y parece que dentro de mi corazón se
abre un manantial que corre con armoniosa monotonía para apagar la sed a los
peregrinos de todos los caminos.
Yo experimento, y siento, y gozo
en aquel instante la fugaz felicidad de estar de acuerdo con el mundo. En aquel
instante yo estoy entonado y armonizo con las cosas: lato con su mismo latido,
respiro con su mismo aliento, camino con su mismo paso, hablo con su misma voz,
vivo con su misma vida. Pero, pasado ese instante, el mundo sigue moviéndose y
viviendo y latiendo y cantando, y yo sigo siendo el que era y vuelvo a caer en
mi sueño, en mi silencio, en mi muerte, en la vida de los hombres, a esperar,
sin saberlo, el retorno del demasiado rápido encuentro.
Si yo estuviera como tú, pobre y
viejo reloj de mi habitación, hecho solamente de muelles y de ruedas de acero
oxidado encerrados en una caja de madera negra, no me asaltaría esta melancolía
inútil al pensar en el fúnebre ritmo de mi vida. Pero yo estoy formado, mudo
reloj, de sangre caliente, de nervios inquietos y de deseos que no se contentan
ni siquiera con lo imposible.
¿Por qué sufrir las largas noches
de oscuridad para un minuto de luz, los eternos días de silencio y de soledad
para una nota de canto en el coro del universo? ¿Por qué no me ha sido concedido
vivir siempre, vivir a cada momento y en todo tiempo, sin descansos y sin
esperas? ¿Por qué no puedo acompañar a todas las cosas en los solemnes ciclos
de la vida en lugar de esperar el punto en que inciden estrepitosamente en mi
desesperada inmovilidad?
Dejen, pues, de reír, ustedes,
caballeros melindrosos y bien peinados, que no quieren escuchar ni los delirios
ni las verdades. ¿Acaso creen vivir siempre? También ustedes, creo, viven
solamente cuando su pobre existencia coincide, en su hora, con la existencia
del mundo. Todo el resto del tiempo no es más que una espera inconsciente. Cada
hombre tiene su hora y aquel que no lo sabe y no la espera, sonríe y ríe como
hacen ustedes en este momento.
Latan, relojes de la ciudad.
¡Latan, corazones de los hombres! ¡Latan alegremente todos en coro!
¡Representen con empeño, hombres y mujeres, la farsa de la vida y no olviden
acompañarla con la gavota del sentimiento! ¡Pero acuérdense también de la fea y
odiosa verdad: su vida está parada, acaso parada para siempre!
Ustedes, hombres felices, sanos y
regulados, que se contentan con el lento movimiento de su corazón y el tictac
implacable de su existencia. Ustedes están seguros de vivir y se complacen con
el perpetuo acorde de su inmovilidad. Pero yo, que sufro toda la humillación de
saberme muerto, muerto y encerrado en este ataúd de piedras y ladrillos que es
mi habitación, y que sólo de cuando en cuando atravieso huyendo la esfera del
fuego, yo no quiero pagar con tantas horas de silencio un minuto de elocuencia;
con estos larguísimos días de estupidez, un instante de genio.
Yo sé que tú esperas paciente,
¡oh viejo reloj de mi habitación!, y que no anhelas otro momento de vida y de
armonía fuera de las siete. Y he aquí que tu momento se acerca. Dentro de poco
sonarán los relojes de las torres, y por siete veces los martillos invisibles
golpearán las pequeñas campanas escondidas. Y después que haya vuelto el silencio
tú seguirás señalando, tranquilo y fiel, la misma hora, por toda la eternidad, mientras
las otras manecillas, caprichosas, proseguirán sus inútiles giros.
Pero mi momento, el divino
instante que no se detiene, ha pasado ya. Mientras escribía cerca de ti estas
páginas tristes, he sentido, durante algunos segundos, lo que tú sabes. Y ahora
todo ha desaparecido y se ha desvanecido, y yo veo y escucho solamente lo que
todos ven y escuchan. Me siento un poco más cansado, pero perfectamente
tranquilo, equilibrado, práctico, razonable y no sé cómo resistir el deseo de
romper todo lo que he escrito.
Pero pienso…