Godard no es sólo un iconoclasta
inteligente. Es un «destructor» deliberado del cine, no el primero que ha
conocido este arte, pero sí, por cierto, el más tenaz, prolífico y oportuno. Su
actitud respecto de las reglas consagradas de la técnica cinematográfica como
el corte discreto, la coherencia del punto de vista y la claridad argumental,
es comparable a la actitud de repudio de Schoenberg respecto del lenguaje tonal
que predominaba en la música alrededor de 1910 cuando él entró en su período
atonal, o a la actitud de desafío que adoptaron los cubistas frente a reglas sacralizadas
de la pintura tales como la figuración realista y el espacio pictórico tridimensional.
Los grandes héroes culturales de
nuestra época han compartido dos cualidades: todos han sido ascéticos en algún
sentido ejemplar, y también han sido grandes destructores. Este perfil común ha
permitido que se materializaran dos actitudes distintas, pero igualmente
acuciantes, frente a la «cultura» misma. Algunos —como Duchamp,
Wittgenstein y Cage— identifican su arte y pensamiento
con una actitud desdeñosa respecto de la cultura oficial y el pasado, o por lo
menos sustentan una posición irónica de ignorancia o incomprensión. Otros —como Joyce, Picasso, Stravinsky y Godard—
exhiben una hipertrofia del apetito por la cultura (aunque a menudo su avidez
es mayor por los detritos culturales que por los logros consagrados en los
museos); y hurgan en los basureros de la cultura, al mismo tiempo que proclaman
que nada es ajeno a su arte.
Del apetito cultural en esta
escala nace la creación de obras que pertenecen a la categoría de los epítomes
subjetivos: despreocupadamente enciclopédicas, antológicas, formal y temáticamente
eclécticas, y marcadas por la impronta de una rápida rotación de estilos y
formas. Así, una de las características más notables de la obra de Godard
consiste en sus audaces esfuerzos de hibridación. Las mezclas despreocupadas de
tonalidades, temas y técnicas narrativas que practica Godard sugieren algo
parecido a la amalgama de Brecht y Robbe Grillet, Gene Kelly y Francis Ponge,
Gertrude Stein y David Riesman, Orwell y Robert Rauschenberg, Boulez y Raymond
Chandler, Hegel y el rock and roll. En su obra se acoplan libremente técnicas
tomadas de la literatura, el teatro, la pintura y la televisión, junto con
alusiones ingeniosas e impertinentes a la historia del mismísimo cine. A menudo
los elementos parecen contradictorios, como cuando (en películas recientes) se combina
lo que Richard Roud llama «un método narrativo de fragmentación/collage», extraído
de la pintura y la poesía avanzadas, con la estética desnuda, escudriñadora y
neorrealista de la televisión (por ejemplo, las entrevistas, filmadas en primer
plano frontal y plano medio, en Una mujer casada, Masculino, femenino y Dos o
tres cosas); o cuando Godard utiliza composiciones visuales muy estilizadas
(por ejemplo, los azules y rojos reiterativos en Una mujer es una mujer, El
desprecio, Pierrot el loco, La china y Weekend) al mismo tiempo que parece
ansioso por subrayar el aire de improvisación y por emprender una búsqueda incansable
de las manifestaciones «naturales» de la personalidad que se desarrollan frente
al ojo insobornable de la cámara. Pero aunque por principio todas estas fusiones
sean chocantes, los resultados que obtiene Godard desembocan en algo armonioso,
plástica y éticamente seductor, y reconfortante desde el punto de vista emocional.
El aspecto conscientemente
reflexivo de las películas de Godard es la clave de sus energías. Su obra
constituye una meditación formidable sobre las posibilidades del cine, lo cual
ratifica lo que ya he alegado, o sea, que ingresa en la historia del cine como
su primera figura premeditadamente destructora. Dicho en otros términos, se puede
observar que Godard es probablemente el primer director de gran envergadura que
se dedica al cine en el ámbito de la producción comercial con un propósito explícitamente
crítico. «Sigo siendo tan crítico como lo era en la época de Cahiers du Cinéma»,
ha afirmado. (Godard escribió con regularidad para esa revista entre 1956 y 1959,
y aún colabora esporádicamente en ella). «La única diferencia estriba en que en
lugar de escribir críticas, ahora las filmo». En otro contexto, describe El
soldadito como «autocrítica», y esta palabra también se aplica a todas las películas
de Godard.
Fragmento del ensayo “Godard”,
escrito por Susan Sontag en su libro Estilos Radicales.